Con una introducción como la que encontramos no hay lugar para sorpresas en lo que sigue, ese San Fermín es una declaración de intenciones sincera, no engaña a nadie, no intenta ir más allá de lo que nos presenta y sobre todo, la coherencia mueve los hilos de la dirección: esto es una comedia desde el principio hasta el final. Así que dentro de ese encasillamiento, llámenlo comedia simple, humor facilón o como sea, la película se mueve como pez en el agua, sin complejos, dentro de unas limitaciones que ya son asumidas desde la presentación y es por ello que logra triunfar. Seamos realistas, no intentan vendernos más y está lejos de pretender ser lo que no es.

Para ese triunfo acotado (felizmente acotado) contamos con un personaje que acapara toda nuestra atención y a cuyo alrededor circulan una serie de secundarios que aumentan su valor, incluido un Palance al que le dieron un gran premio por aparecer aquí unos minutos en una decisión que parece más bien tomada para homenajear una carrera. Sea como sea el camino de la comedia no se cuestiona, pese a los momentos más teóricamente trascendentes puesto que los tres colegas hablan de la vida, de proyectos existenciales, del paso del tiempo: cuestiones serias, pero siempre desde una concepción general de humor. Y triunfa, lo que puede ser fácilmente etiquetado como producto ridículo, triunfa.

Hablamos de crisis, de la de los treinta, de la de los cuarenta, de la del matrimonio, momentos en los que girar el rumbo de nuestras vidas y tomar otra dirección, replantear valores, resetear las ideas, refundar objetivos... ¿Crisis?; ¿qué crisis?