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España España · Las Palmas de Gran Canaria
Críticas de Arsenevich
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Críticas 93
Críticas ordenadas por utilidad
9
8 de enero de 2019
12 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
William Wyler demuestra una vez más su maestría con este fantástico Western que aúna un guion magnífico, una fotografía expresiva y, fundamentalmente, unas interpretaciones antológicas. El gran Gary Cooper encarna a un héroe íntegro, noble, inteligente y honesto que llega a un pueblo fronterizo en el que impera la justicia demente del autoproclamado juez Roy Bean (impresionante Walter Brennan) y donde son habituales los procesos sumarios, sin fundamentación legal ninguna, seguidos la mayoría de las veces de frías ejecuciones en el árbol del ahorcado local.

El film encara un tema habitual en el género, y que es el eterno conflicto entre agricultores y ganaderos y el alambrado y delimitación de las tierras. El perturbado juez Bean, siempre del lado de los ganaderos, resolverá los conflictos aplicando su particular sentido de la justicia basado en el sadismo y la barbarie e instalando un reinado de terror en el pueblo. En la primera escena del film, y como muestra cabal de la drástica justicia que impera en la comarca, un agricultor es ejecutado por haber dado muerte a una cabeza de ganado en medio de un tiroteo. Los colonos, hartos de la tiranía del demencial magistrado, pondrán en marcha un levantamiento, pero la ecuanimidad y racionalidad de Cole Harden, el héroe, que se ha enamorado de Jane Ellen Matthews, la hija de uno de los agricultores, evitará el linchamiento, aunque únicamente logrará calmar las ansias homicidas del juez mediante la promesa de un mechón de pelo de Lily Langtry, una cantante de variedades a la que Roy Bean nunca ha visto pero de la que está perdidamente enamorado, en lo que constituye otra de sus muy particulares excentricidades.

La película cuenta con una maravillosa fotografía de Gregg Toland, a quien los cinéfilos recordamos especialmente por sus sobresalientes trabajos en dos films del año siguiente: «Ciudadano Kane» de Orson Welles y «La loba» del mismo Wyler. Aquí combina con gran acierto planos medios con otros panorámicos de las tierras cultivadas; la estética alcanza su punto álgido en la brutal secuencia del incendio, que al mismo tiempo funciona como ruptura argumental al significar el desengaño definitivo de Cole Harden respecto a la personalidad y la irreductible locura del juez Bean.

Merece un párrafo aparte, desde luego, el maravilloso duelo interpretativo entre los dos colosos, Cooper y Brennan, a cuyos personajes une durante toda la proyección una relación de amor-odio perfectamente descrita por el guion y plasmada en la pantalla con enorme solvencia por ambos intérpretes, especialmente Brennan, que se llevó el Oscar® al Mejor Actor de Reparto por esta impresionante labor.

Como se ha dicho en otras reseñas, sorprende la solvencia narrativa y la convicción cinematográfica de este William Wyler relativamente joven, pero que ya empezaba a elaborar obras maestras, muchas de las cuales verían la luz durante la década que inicia con este film (baste recordar «La loba» ―1941―, «Los mejores años de nuestra vida» ―1946― o «La heredera» ―1949―). Hablamos, por supuesto, de uno de los grandes maestros del cine de todos los tiempos, uno de los directores más detallistas, esmerados y versátiles del cine clásico.

Notabilísimo Western de Wyler que nos regala a un Brennan impresionante, un Cooper en su línea, una historia atractiva y apasionante y un desarrollo sólido, pespunteado por momentos de enorme cine.
Arsenevich
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10
9 de enero de 2019
10 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
No es de extrañar que esta obra maestra de Howard Hawks fuera injustamente denostada en su tiempo, y que ni la crítica ni el público llegaran a entenderla del todo. Debe tenerse en cuenta que lo que hoy conocemos como «Screwball Comedy» estaba por entonces en pañales y que todavía no terminaba de asentar las bases de su discurso. De hecho, «La fiera de mi niña» seguramente marcó el camino para otras películas posteriores y quizá más representativas del subgénero, como «Luna nueva» y «Bola de fuego» (ambas del mismo Hawks) o «Medianoche» (Mitchell Leissen). Otro de los motivos, creo, es que se trata de una película absolutamente adelantada a su tiempo y, en su carácter revolucionario, ciertamente incómoda para la crítica de entonces.

Hawks, cineasta audaz y arriesgado como pocos, se da el lujo de invertir los papeles y otorgar a la mujer la iniciativa de los enredos. Y por si fuera poco, endilga el papel principal a Katharine Hepburn, una actriz dramática contrastada; su Susan Vance volverá literalmente loco al bueno de Cary Grant durante toda la proyección. Será ella la que, con o sin intención, actiive cada una de las trampas que envuelven cada vez más al despistado paleontólogo David Huxley en una maraña de contrariedades y tropiezos que le impedirán cumplir con sus deberes académicos (la finalización del armado de un esqueleto de brontosaurio en el que lleva cuatro años trabajando) y sociales (la programada boda con su ayudante en el museo). En apenas cuarenta y ocho delirantes horas la vida de Huxley saltará por los aires y se encontrará gateando por un jardín de Connecticut, intentando desenterrar la clavícula intercostal del animal prehistórico o persiguiendo a «Baby», el simpático leopardo domesticado con el que Susan enreda todavía más sus intentos de regresar a la «normalidad».

«La fiera de mi niña» solventa a la perfección la función estrella de la «Screwball Comedy», y que no es otra que transgredir la realidad cotidiana planteada en los prolegómenos de la acción. Aprovechándose del prodigioso sentido del equilibrio narrativo y del ritmo del que siempre hizo gala Howard Hawks (en cualquiera de los géneros en los que incursionó), la cinta logra que la atención del espectador no decaiga un solo momento pero sin que la sucesión de gags o estadios de comicidad resulte abrumadora o excesiva. Es esta sutileza en el lenguaje humorístico, tanto visual como discursivo, lo que la convierte en una de las mejores comedias de todos los tiempos.

Cabe destacar la impresionante variedad temática del film, la impagable química entre los protagonistas y la gran interpretación de los secundarios, amén de la desopilante y creciente secuencia de la cárcel, en donde las confusiones se desenvuelven en una espiral que parece que nunca ha de acabar.

Comedia clásica magistral, no fue apreciada en su día (y cuenta, de hecho, con muchísimos detractores en la actualidad) pero como suele ocurrir con las grandes obras artísticas, el paso del tiempo y el reconocimiento de generaciones enteras de cinéfilos la ha colocado en el proscenio que se merece. Ochenta años después de su estreno, «La fiera de mi niña» es quien ríe el último. Y ya sabemos que quien ríe el último, ríe mejor.

Excelente film.
Arsenevich
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9
8 de enero de 2019
9 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
No suelo gustar mucho de las películas corales, es decir, de aquellas en las que muchos directores meten la mano; por lo general, el resultado suele ser un producto heterogéneo y poco armónico. Pero lo cierto es que me ha sido imposible no enamorarme de esta maravillosa película, de este Western ambicioso en el que se reúnen muchos de los grandes directores y actores del género. Sólo ver en pantalla a John Wayne, James Stewart, Gregory Peck y Henry Fonda juntos (aunque no coincidan en pantalla) es suficiente como para que cualquier fan del viejo género se sienta embelesado. Hathaway («The River», «The Plains» y «The Outlaw»), Marshall («The Railroad») y Ford («Civil War») tras las cámaras aseguran la excelsa calidad de la realización.

La historia nos habla del espíritu de conquista del pueblo norteamericano, superando barreras naturales y culturales y forjando su sociedad actual. Las premisas que el pueblo estadounidense puede plantear en su convivencia con el resto de las naciones nos pueden caer mejor o peor, pero resulta innegable que estos retazos de su historia interna, y comunicados a través de un cine tan portentoso, resultan de enorme interés. La expansión de los colonos del este siguiendo la ruta del sol nos habla de un ímpetu de exploración que está en el ADN de los nacidos en el gran país del norte.

Cinematográficamente la obra está planteada como las grandes piezas de artesanía que solían elaborarse por aquellos años. La Obertura, el Intermedio, el Entreacto y el Final ayudan a separar el gran bloque en pequeños segmentos muy coherentemente conectados a través del itinerario de las hermanas Prescott, Eve y Lilith, introduciendo a los personajes en el corazón de los hechos históricos más relevantes de mediados del siglo XIX, incluida la Guerra de Secesión, episodio-puente magistralmente dirigido por Ford y con John Wayne en el rol del mítico general Sherman.

Son muchas las escenas memorables, pero quiero destacar lo impresionantemente rodadas que están tanto el descenso en balsa a través de los rápidos como la estremecedora estampida de búfalos y bisontes en el penúltimo episodio. La maestría cinematográfica de estas dos secuencias y las sensaciones que despiertan en el espectador son dignas de elogio. También quiero mencionar el impresionante trabajo de fotografía, en Cinerama y con una paleta de colores fabulosa, y haciendo gala de unas panorámicas espectaculares de los paisajes en todas las estaciones del año, y la portentosa banda sonora de Newman. La cinta funciona al mismo tiempo como compendio a todos los grandes temas que han forjado el Western a lo largo de los años: la Guerra Civil, la fiebre del oro, los tahúres, el ferrocarril, los conflictos con los nativos, los tiroteos entre sheriffs y bandoleros, las caravanas de carretas y yuntas rumbo a California, etcétera. Además de narrarnos la conquista del Oeste, el film también nos cuenta cómo fue, para el ánimo cinematográfico de estos directores colosales, la conquista de un género.

Se trata de una de esas películas que son puro disfrute, una auténtica gozada no sólo para los fans del género como yo, sino para cualquiera que ame el buen cine. Una pieza hecha con mimo y ambición a la vez, y en la que se puede ver en pantalla a auténticas leyendas del séptimo arte.

Maravillosa.
Arsenevich
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9
8 de enero de 2019
8 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
Divertida, ingeniosa, sutil y elegante, entre otros calificativos, son los que merece esta maravillosa comedia de Leo McCarey que pone en pantalla a dos de los mejores intérpretes de la comedia clásica: el infalible Cary Grant y una acertadísima Irene Dunne, actriz muy del gusto del realizador. La atmósfera de coquetos pisos en Nueva York, suntuosos salones de fiesta e imponentes salas de tribunal encuentra un agradable relieve en el tramo final: carretera polvorienta, viaje en moto con las cabelleras al viento y rústica cabaña en las afueras, donde el círculo de amor-desamor de los protagonistas se cierra alcanzada la medianoche de su divorcio en ciernes.

La sinopsis versa cómo no, sobre la guerra de los sexos y las solapadas infidelidades y traiciones, pero McCarey encara el tema, a través del acerado guion de Viña Delmar, con una madurez propia de un cineasta experimentado y curtido. El conflicto, siempre bajo el prisma de la comedia sutil, es afrontado con profundidad, contagiando a la trama de ciertos momentos de amargura y melancolía (el brindis final de la pareja poco antes del compromiso entre Jerry y Barbara Vance es el ejemplo más claro). El guion está salpicado de comentarios mordaces y los enredos en los que basa todo el argumento resultan ágiles, amén de equilibrados y nada exagerados. El discurso glosa con enorme sutileza las diferencias de costumbres entre los urbanitas de Nueva York y el fantástico dueto que forman Daniel Leeson (Bellamy) y su madre (Dale). A destacar las fulminantes apariciones de la tía Patsy (Cunningham), entre las que sobresale la tronchante escena del ascensor.

No resulta necesario aclarar si la película arroja o no un mensaje final al espectador, pero en todo caso resulta un muestrario del juego de apariencias y simulaciones en el que caen los personajes todo el tiempo. Una vez disuelta la pareja, Lucy Warriner intentará demostrar su bienestar a su exmarido emparejándose con un vecino con el que muy poco tiene en común, para finalmente darse cuenta de que lo que en verdad intenta es despertar los celos de Jerry. En cuanto a este, una vez consumado el enésimo desengaño en la memorable escena de la trifulca en el dormitorio, encuentra refugio en Barbara, una rica heredera mediante la cual intenta olvidar a Lucy. Es entonces cuando surge la mejor versión de Irene Dunne. La secuencia en casa de la familia Vance, con una Lucy beoda y desmelenada, resulta de las más graciosas y divertidas de todo el film, y se da en ese momento clave en el que queda de manifiesto que el remplazo apresurado de pareja puede resultar la mayoría de las veces inconveniente, y que por lo general un clavo no termina de sacar definitivamente a otro clavo.

Por supuesto, el film nos regala unos cuantos momentos de Cary Grant que, como todo lo que ha hecho este hombre, resultan impagables. Sus jugueteos con el perro, su gesto transido de sorpresa ante cada puñalada verbal de su mujer, su sonrisa maliciosa cuando la empuja al risible espectáculo en la pista de baile y especialmente su aparatosa caída durante el concierto en la sala del profesor de música dan forma a un compendio de todo lo bueno que Grant nos ha regalado una y otra vez como actor de comedia.

Película ejemplar, extraordinariamente narrada y resuelta. Con los celos, la desconfianza en el matrimonio y la infidelidad como columna vertebral temática, elabora una deliciosa comedia de enredos llena de empaque, glamur y elegancia.

Muy buena.
Arsenevich
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9
8 de enero de 2019
7 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los motivos por los que una película puede convertirse en mítica suelen ser tan variados como pintorescos. En el caso de «Duelo al sol» es por todos conocido el motor primero que impulsa el proyecto de la película: la intención del productor, David O. Selznick, de organizar una especie de puesta de largo en honor de Jennifer Jones, su flamante pareja sentimental. Pero ¿una presentación en sociedad en honor de quién? ¿De una actriz que por entonces llevaba un pequeño puñado de películas en su haber pero que, no obstante, ya lucía un Oscar en su estantería? Lo cierto es que conociendo como conocemos a Selznick (gracias, Minnelli, por esa impagable «Cautivos del mal») lo más lógico es pensar que el megalómano productor buscó la forma de exhibir ante el mundo el poder carnal de su nueva conquista. Podríamos considerarla, entonces, como la puesta de largo de un triunfo personal del propio Selznick.

Esto no significa, claro, que el producto final carezca de valor cinematográfico o que su confección última resulte lastrada por el ego feroz del productor. Más bien todo lo contrario. El sentido de épica, de balada o canto heroico que tanto caracterizó a las películas en las que Selznick estuvo más directamente involucrado (paradigma: «Lo que el viento se llevó») alcanza un notabilísimo resultado en su versión Western gracias a la abigarrada fotografía, a unas interpretaciones sorprendentes y a una reconocida habilidad narrativa. Aunque se trate de una película en la que metió mano muchísima gente, el pulso narrativo y la gran experiencia de Vidor se dejan notar durante casi toda la proyección. Las ansias de Selznick, que al parecer estaba obsesionado con la producción, se perciben condensadas y contenidas en el desarrollo del film, pero siempre amenazando con explotar. En analogía con la trama, calenturienta y febril (tanto en el conflicto sensual/amoroso como en el litigio entre el terrateniente y los ferroviarios), la alta temperatura de la producción en sí parece empapar cada fotograma.

Western pasional, atípico y de a ratos magistral, centra su atención narrativa en las diferencias sustanciales entre los hermanos McCanles, el pasado tortuoso entre el patriarca y su mujer (maravillosa pareja formada por dos leyendas como Barrymore y Gish) y la sensualidad desbordada y frontal de una Jennifer Jones fascinante y arrebatadora. Llama la atención el rotundo cambio de registro de Gregory Peck, interpretando a un personaje repleto de canalladas viscerales, y la aparición breve aunque memorable del gran Herbert Marshall, en una encarnación casi integralmente shakesperiana (inolvidable su monólogo antes de ser conducido al patíbulo). La interpretación de Jones, tan comentada e incluso denostada, ofrece un derroche de erotismo y lubricidad bastante impropio del género, pero en todo caso muy acorde con el tono temático y visual que se maneja. Además de una exhibición de su portentoso físico y de su rostro mestizo y heterogéneo, Jones ofrece aquí una de sus actuaciones más completas, un debate interno entre el amor, el deseo y los sueños frustrados.

A destacar, entre otras cosas, la impresionante y barroca fotografía, el inolvidable mamporro a mano cambiada que le suelta Cotten a Peck (un correctivo tardío aunque necesario) y el imperecedero desenlace de tintes operísticos.

Admirable Western a mayor gloria de su ínclito productor, una de las personalidades más sobresalientes de la historia del cine.
Arsenevich
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