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Críticas de Cobalt Blue
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Críticas 9
Críticas ordenadas por utilidad
8
19 de marzo de 2017
3 de 3 usuarios han encontrado esta crítica útil
El caso de Mamoru Oshii es parecido al de Dashiell Hammett, Raymond Chandler, John Ford y Akira Kurosawa; como ellos, ha dignificado ciertas formas de expresión en principio carentes de valor artístico. Tenemos pruebas de su voluntad de ir más allá en el refinamiento de su estilo, consistente en expresar los asuntos de manera indirecta, y en la complejidad de esos asuntos, entre ellos la relación de Japón con la guerra después de que a su ejército le permitieran actuar fuera de sus fronteras («Patlabor 2») o los a su juicio inevitables cambios producidos en el cuerpo humano por la tecnología, que conllevarán problemas de identidad para los humanos modificados («Ghost in the Shell»).

La belleza de sus imágenes podría no aceptarse del todo por la siguiente razón. Muchos de los más exigentes aficionados al cine son también aficionados a otras artes y guardan en su memoria las formas clásicas: el arte grecolatino, el Renacimiento, el barroco, el neoclasicismo, el Romanticismo, el arte tradicional japonés, etcétera; y también las formas asociadas al cine clásico de calidad, por supuesto. Pero Oshii presenta imágenes de urbes del futuro, de tanques futuristas y armas de fuego y algunas inspiradas tal vez en el concepto japonés de «wabi sabi»—generalmente asociado a motivos naturales—, algo así como la belleza de las cosas imperfectas, cuya imperfección se debe al paso del tiempo, que acaba por borrar las primigenias propiedades y el fulgor inicial. Algunas partes de esta «Stray Dog» son de hecho muy «wabi sabi», porque, entre otras cosas, la película trata sobre el paso del tiempo y el continuo fluir de la existencia. Ahora bien, las melancólicas y modestas imágenes de lugares abandonados tal vez no puedan competir contra el atractivo de los cuadros barrocos ni con el de las películas «jidaigeki», el cine de época japonés.

Cuando terminé de ver la película me pregunté por qué las imágenes de lo que pasa velozmente ante los ojos ―otros vehículos, carteles, edificios― cuando Inui y Tang Mie viajan en la furgoneta y las de vehículos cruzando de lado a lado la pantalla me habían hecho sentir tristeza. Me acordé de «Madre e hijo», de Aleksandr Sokurov, en la que un tren cruza la pantalla de lado a lado. Todas estas imágenes representan la fugacidad de la existencia.

Inui es un soldado adiestrado para recibir órdenes. Cuando disuelven el cuerpo al cual pertenece, se convierte en un hombre perdido. Sin jefes su vida no tiene sentido y su ser se vacía de contenido. Buscar a Koichi, su antiguo jefe, oculta algo más profundo: la búsqueda de un sentido para la propia existencia. Inui da vueltas a toda velocidad en un campo de béisbol; está anclado al pasado, no puede avanzar. Requiere de Koichi para que le indique cuál camino elegir. Koichi reniega de su condición de soldado, es decir, se niega a recibir órdenes. Remarca la idea de que, al renegar de dicha condición, elige elegir. Es decir, insta a Inui a olvidar el pasado y a dejar de ser soldado. En esta película se expresa de algún modo la angustia y la incertidumbres producidas por la libertad.

Inui se imagina caminando a través del edificio donde su cuerpo se acantonó. A los lados del pasillo hay soldados armados y ataviados con sus armaduras. De nuevo en el presente, se ven cascos y armas amontonadas y cubiertas de polvo, balas desperdigadas por el suelo y un vehículo militar destartalado, todo ello símbolo del paso del tiempo. Inui siente nostalgia al recordar el tiempo en que su vida tenía sentido.

Inui y Tang Mie buscan a Koichi; la cámara recorre las carreteras y las calles del sur de China trazando travellings de avance, una metáfora de los pasos vitales de Inui: delante de él no hay nada. De súbito, Oshii insinúa bellamente un sentido. Frente a Inui aparece...
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Cobalt Blue
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9
1 de julio de 2023
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Puede que «La puerta del cielo» contenga significados difíciles de descifrar si el espectador se limita a verla una sola vez, algunos de ellos quizá relacionados con los hechos históricos expuestos en el argumento; ahora bien, su contenido no entraña en general tantas dificultades como el de otros largometrajes, me parece a mí. Conviene reconsiderar este asunto, el de la profundidad, es decir, el de la mayor o menor complejidad del contenido, puesto que, en primer lugar, si bien resultaría absurdo minusvalorar películas profundas, no toda gran película debe ser así por obligación; y en segundo lugar, debería admitirse la existencia de otro tipo de profundidad, tan relevante como la anterior: lo profundo de este largometraje estriba en la capacidad de su director para infundir, con precisión e intensidad propias de poetas y músicos, determinados sentimientos. Así pues, se trata de una profundidad sentimental, diferente al concepto habitual de profundidad, asociado al contenido. Si tenemos en cuenta este segundo tipo, la profundidad debe entenderse entonces como aquello capaz de afectar, de grabarse de manera indeleble. Aquello que volvemos a sentir una y otra vez y recordamos vivamente incluso cuando ha transcurrido el tiempo.

En comparación con el entendimiento y la razón, por emplear la distinción kantiana entre facultades cognoscitivas, el sentimiento es desde luego primario y sin duda exige menos esfuerzo al receptor (no así al creador, o al menos no al creador interesado en expresarlo con minuciosidad, ya que para ello uno no puede limitarse a elegir hechos aciagos o cualesquiera otros). Sin embargo, en el conocimiento racional y el conocimiento propio del entendimiento, y esta afirmación carece por completo de originalidad, no podemos apresar algo de la mayor importancia: las sensaciones y los sentimientos deberían considerarse conocimientos tan relevantes, o, en ciertos contextos, acaso más relevantes, que los adquiridos mediante aquellas dos facultades. Por ejemplo, si uno quiere conocer la guerra, no basta simplemente con leer ensayos acerca del asunto; por desgracia, también resulta necesario verla, experimentarla, o sea, sentirla de algún modo.

Del carácter intelectual de la historiografía y las ciencias se deduce fácilmente la imposibilidad de que puedan incluirse entre sus objetos los sentimientos, que pertenecen más bien al dominio de los artistas: poetas, narradores, músicos, pintores, fotógrafos, directores de cine… Ellos cumplen un cometido similar al de científicos e historiadores: difunden conocimiento. De otra índole, eso sí: suministran el conocimiento de cómo nos hacen sentir a los seres humanos ciertas realidades. Entonces, los cometidos de algunas obras de arte son belleza y conocimiento.

¿Cómo es posible —preguntarán algunos— si podríamos entender tales propósitos como mutuamente excluyentes? Pues «verdad» es otra forma de decir lo mismo dicho con la palabra conocimiento, y «la verdad es fea», escribió Friedrich Nietzsche. Quizá podamos recurrir al propio Nietzsche, en concreto al Nietzsche de «El nacimiento de la tragedia», para, sirviéndonos de él, afirmar lo siguiente: precisamente la belleza nos permite soportar la verdad. Experimentada directamente, cruda, con toda seguridad tenga la verdad el efecto de destruir bastantes espíritus, de convertir en piedra a muchos de quienes la contemplan. Quien vive la guerra no solo se expone a la obvia posibilidad de desaparecer, sino también a la de padecer de modo permanente graves secuelas psicológicas acarreadas por la muerte, la devastación y el caos: se expone, pues, a la destrucción física o a la destrucción psíquica, acaso peor por sumir a los individuos en vidas dominadas por la pesadilla y la tristeza, que en muchos casos terminan en suicidio, como puede comprobarse en los datos recopilados acerca de soldados veteranos. Dice Ernest Becker en «La negación de la muerte» que la verdad enloquece a quien está en contacto con ella; se refiere a una verdad algo diferente, pero la afirmación puede aplicarse sin problemas a la verdad desvelada por Cimino y a cualquier otra. En las obras concebidas con el propósito de dar a conocer ciertas realidades, belleza y verdad se influyen una a la otra: esta tiñe la luz emitida por aquella hasta ensombrecerla un poco; aquella teje un velo transfigurador —para hablar del concepto nietzscheano de belleza («lo apolíneo»), Germán Cano emplea el término de «filtro»— a través del cual esta se nos aparece al menos sin su ominosa capacidad de destruir almas. Es decir, el arte nos permite conocer ciertas realidades a resguardo de sus peligros y, gracias a la belleza, nos permite también asimilarlas en cierto grado.

Sigo en la zona oculta. No destripo nada.
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Cobalt Blue
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4
19 de mayo de 2023
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La incomodidad tiene cabida en la creación artística, y un ejemplo es la categoría de lo sublime: la terrorífica inmensidad de los paisajes representados por los pintores adscritos al Romanticismo. Pero hay cierta incomodidad, cierto desagrado, que de ningún modo puede constituir un motivo para el arte.

En una obra de arte pueden representarse como hermosos muchos motivos desagradables, dice Immanuel Kant en su «Crítica del juicio»; ahora bien, no ocurre lo mismo en el caso de los motivos asquerosos porque, nos advierte, no hay modo de representar tales motivos y, al mismo tiempo, suscitar placer estético. El asco es incompatible con la belleza, la destruye, y sin belleza, da igual el tipo, no hay arte. Es decir, el asco es un límite para el arte, una prohibición, un “no”. Podemos definir la libertad como el acto de ir más allá de los límites; sin embargo, si consideramos el ámbito artístico, una vez traspasados, el resultado obtenido dista mucho de ser algo a lo cual pueda llamarse obra artística. Exposición ficticia de estrafalarias parafilias, de interés indudable aunque un tanto escabroso; pero no obra artística.

Si bien Albert Serra no se excede en «Liberté», su película contiene y también sugiere los suficientes motivos asquerosos como para causar una incomodidad incompatible con cualquier sentimiento de agrado. Lo sublime nos desagrada, pero a la vez nos atrae; lo asqueroso solo nos repele. El interés de la película estriba precisamente en mostrar personas capaces de excitarse con prácticas escatológicas (y también sádicas y masoquistas, pero este es otro asunto).

Por cierto, sucede lo mismo en algunas películas, no en todas, de David Cronenberg; a pesar de que emplea motivos asquerosos distintos y de que, a diferencia de Serra, su espíritu tiende sin duda a la poesía —a la metáfora—, su concepción es en algunos aspectos similar, la de desvelar aquello que causa asco, y, por lo tanto, en mi opinión también se trata de una cuestionable forma de entender el arte. Siento ciertas simpatías hacia Cronenberg; por eso he tardado en aceptarlo y confesarlo.

Este tipo de películas me sirve en la tarea de definir de la manera más consciente posible mi ideología artística, algo últimamente obsesivo para mí. Eso sí, no pretendo ser original, sino más bien adscribirme a una corriente, o a varias: nuestra personalidad nunca es homogénea, y tomamos cosas de aquí y de allá. Saber lo que no nos gusta es útil para ir delimitando los contornos de nuestras personalidades como receptores de arte y como modestos ensayistas y críticos: lo siento, pero mi camino no es el camino recorrido por Serra en esta película. Veremos en otras.
Cobalt Blue
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7
30 de marzo de 2023
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Para mí y, me consta, también para algún otro espectador, «Heat» no es una mera película de policías y ladrones; debe entenderse como una velada forma de denunciar las consecuencias de determinadas circunstancias. Al formular su crítica de este modo indirecto, con una “simple” película de «género», en apariencia pensada únicamente para la diversión —y con semejantes actores protagonistas—, Michael Mann se aseguró la presencia en las salas de millones de espectadores; si hubiese abordando de manera directa el tema de su denuncia, entonces no habría conseguido atraer a tanto público seguramente. Así pues, debería repararse en las virtudes ocultas de ciertas películas “comerciales” y conceder valor a esta artimaña empleada por algunos directores: te doy entretenimiento y, como quien no quiere la cosa, te cuelo mientras una denuncia de tomo y lomo.

El asunto principal es la vida de individuos cuyos trabajos dominan por completo sus existencias. No veamos a los personajes de Neil, interpretado por De Niro, y Vincent, interpretado por Pacino, como un ladrón y un policía, sino como símbolos de determinados trabajadores contemporáneos; Mann los viste con disfraces atractivos para evitar el hablar directamente de oficinistas, camareros, autónomos, viajantes u otros trabajadores menos cinematográficos. La consecuencia de esta absorción de la vida por el trabajo es la devastación del ámbito sentimental y familiar, y adopta dos formas: por un lado, todo indica que el tercer matrimonio de Vincent también ha fracasado; por otro, la soledad de Niel, un personaje que no parece disponer de tiempo ni para comprar muebles, resulta bastante evidente. Conviene carecer de vínculos sólidos porque, si la policía te pisa los talones, dice a Vincent durante la conversación mantenida en la cafetería, relaciones así demoran tu huida. Esta «disciplina», como él mismo la llama, no debe entenderse solo de forma literal, como el principio formulado por un delincuente siempre presto a la huida; se trata también de una alegoría mediante la cual Mann resume la soledad de Neil, cuya vida se reduce a su actividad laboral. El mismo criterio rige la vida de Vincent; como resumen de su identidad, dice a Justine lo siguiente: «Todo lo que soy es lo que persigo». Se refiere a los delincuentes a quienes intenta atrapar; pero la afirmación vale en el caso de cualesquiera trabajos excesivos: soy mi trabajo, nada más, dicen en el fondo Vincent y Neil.

Con la intención de encubrir su verdadera actividad, Neil se presenta como «salesman», un vendedor, más bien un viajante pues confirma que viaja mucho. Eady, interpretada por Amy Brenneman, revela que reside en Los Ángeles por trabajo, el cual hace y deshace, es el centro de la vida y obliga a vivir muy lejos de los seres queridos. Son dos muestras de desarraigo, un asunto de mucha relevancia sobre todo en Estados Unidos. El de Neil es un desarraigo más profundo: aunque quede lejos, Eady tiene al menos un lugar a donde volver, la localidad donde residen sus familiares; sin embargo, Neil no tiene familia ni nada parecido —ni tan siquiera mobiliario—, conque su carácter es el del puro tránsito, el de un personaje continuamente de paso, identidad esta reflejada en muchos lugares filmados por Mann: una estación de trenes, cafeterías, un aparcamiento elevado, hoteles, un aeropuerto y muchas autopistas. La película empieza en una estación de trenes, con la llegada de Neil en uno de ellos, y termina con una secuencia en un aeropuerto en el cual vemos aviones despegar y surcar el cielo nocturno. El comienzo, el final y los lugares antedichos expresan la vida de un delincuente, obligado a poner pies en polvorosa a la mínima de cambio; pero también son metáforas del desarraigo, como si la ciudad fuese una zona de breves estancias, a donde uno llega para hacer un trabajo y de la cual parte cuando lo ha concluido para viajar a a cualquier otra ciudad, y así sucesivamente. Repárese en el plano final de la secuencia en que Neil habla con Kelso: Nate se despide y vemos a Neil de espaldas a la cámara y, al fondo, otra autopista. Vincent también está asociado a un lugar de paso: casi al final de la película podemos verlo frente a una autovía envuelta en la noche. En este caso se expresa también cierto desarraigo por tratarse de un personaje abocado a la persecución de criminales, tarea que le ha imposibilitado entablar lazos familiares sólidos. Al cumplir el propósito de reforzar la denuncia del exceso de trabajo y del desarraigo, los lugares adquieren un sentido psicológico, expresión de identidad, y, por ello, son mucho más que simples fondos. En resumen: Vincent es persecución; Neil, huida. Por ello, ambos son desarraigo. Sus sentimientos se reflejan en un paisaje urbano francamente triste, reducido a los lugares de tránsito, a las autovías y las instalaciones para viajeros.

Reducido también a su condición industrial. En al menos dos ocasiones se ven con claridad instalaciones fabriles en la distancia: antes del encuentro con Albert Torena, vemos una fábrica detrás de uno de los hombres de Vincent; y en una de tantas autopistas mostradas en la película, al fondo, detrás del coche conducido por Neil, aparece una fábrica enorme, humeante y amenazadora envuelta en la oscuridad de la noche, quizá por representar las fábricas el trabajo excesivo y extenuante: la desmesura de la edificación fabril se corresponde con la desmesura, en horas y esfuerzo acarreado, del ámbito laboral de los personajes. Además, en otra secuencia la zona de descarga de un puerto, llena de grúas y contenedores enormes; y un polígono industrial en otra. La banda de Neil lleva a cabo sus robos como si de trabajadores fabriles, industriales, se tratase: con sus pesadas herramientas y sus taladros, subidos a un pequeño andamio, abriendo agujeros, perforando superficies. Un trabajo excesivo, extenuante y relacionado con los metales: una vida metálica.

Sigo, sin desvelar nada, en la zona del destripe.
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Cobalt Blue
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8
15 de junio de 2019
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
La mujer de Will Kane, Amy, piensa que su marido ha decidido quedarse en el pueblo para proteger a Helen, su anterior pareja; pero esta desvela que no habla con Will desde hace un año. En otra secuencia, uno de los feligreses sospecha: Will ya no es el sheriff, conque podría tener motivaciones personales para enfrentarse a Frank Miller.

En “High Noon” se contraponen dos opuestos: por un lado, la subjetividad, es decir, los intereses o inclinaciones personales; por otro, aquello que nos hace salir de nosotros mismos, algo a lo cual denominamos deber, caracterizado, atención, por la impersonalidad. No hay ninguna razón de índole personal: Will decide quedarse en el pueblo para enfrentarse a Miller porque siente la obligación del deber. Es decir, la obligación de impartir justicia; una obligación por encima del miedo que pudiera sentir.

Amy no llega a comprenderlo: si no hay motivos personales, ¿qué motivos pueden retenerlo? Esta actitud se corresponde con la de muchos seres humanos, incapaces de concebir el comportamiento si no lo refieren a intereses personales.

El carácter impersonal de Will se constata también cuando derriba al tabernero, el cual, desde —nótese bien— el suelo, le recrimina su actitud: «Lleva una placa y un arma, sheriff: no tiene derecho a hacer esto». Will se percata de su error y exclama: «Tienes razón». Teniendo en cuenta su fortaleza personal, incrementada por la condición de sheriff, podría haberlo pisoteado o encarcelado con cualquier excusa. Pero no lo hace: le ofrece su mano para ayudarlo a levantarse y le da la razón. En otras palabras: Will sale de sí mismo, acepta que lo contraríen quitándole la razón y sigue criterios impersonales, criterios por encima de su propio sentimiento de odio, comprensible si consideramos el desprecio expresado por el tabernero antes de recibir el puñetazo.

Esa secuencia tiene otro significado: la razón no es asunto de fuerza. El ser más fuerte (Will, de pie, después de haber propinado un puñetazo al tabernero, que está en el suelo) no te da el derecho a hacer tu voluntad. El derecho y la razón no tienen relación con la fuerza personal ni con la capacidad para imponerte a los demás, sino con criterios por encima de tu fuerza. Es un asunto tal vez tradicional en el "western". Lo vemos en la también magnífica (voy a subirle la nota) "El hombre que mató a Liberty Valance". No se trata de la ley de la fuerza, sino de la fuerza de la ley.

Si prestáis atención, en bastantes películas —por ejemplo, en “Braveheart”, “El jardinero fiel” o muchos de los largometrajes protagonizados por Jean-Claude Van Damme— las razones del héroe para impartir justicia acaban siendo de tipo personal: los ingleses han matado a mi mujer (sí, menudos infames cuando nos sojuzgan, pero la gota que colma el vaso es el asesinato de mi mujer). No en vano hemos visto tropecientas parodias con la célebre frasecita: «Ahora el asunto es personal (aquí va el nombre del malo de turno)… ; así que prepárate». ¿Habrían hecho lo mismo si los malos no hubiesen matado a sus hijos o sus mujeres?

Creo firmemente en la existencia de tíos como Will Kane. Me gustaría ser como él, y lo digo sin asomo de falsedad; pero, la verdad, no sé si podré en caso de darse las circunstancias. A mí la película me transmite el sentimiento de vergüenza al verme reflejado en todos los cobardes del pueblo.

“High Noon” contiene algunos de los planos más bonitos de vaqueros fumando, bebiendo o, simplemente, andando. La dirección de Zinnemann es clásica. En otras palabras: tranquila y elegante. Para enseñarse en las escuelas de cine, ahora que todo está dominado por el ruido y la ráfaga. Su estilo nos recuerda algo: el plano general también existe. No debe rodarse todo en primeros planos o planos detalle.

Sigo en la zona del destripe sin desvelar nada.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Cobalt Blue
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