Ayer vi la película Antonia de la directora holandesa Marleen Gorris. No es que sea una película nueva ni mucho menos, creo que le dieron el Oscar a la mejor película extranjera en el 96 pero hasta ayer no se dieron las circunstancias para que la viera y, la verdad, me gustó mucho porque me encantan las películas de relaciones humanas y de amor. Describe la historia cotidiana de personas que saben y pueden amar y de personas que no saben ni pueden hacerlo y sufren las consecuencias de esa incapacidad traducidas a salvajismo e inadaptación.
Es una película dura en determinados momentos y que aclara y aligera estéticamente la preciosa fotografía de los paisajes holandeses.
El trabajo de la directora holandesa debe de ser estupendo cuando termina la película y sigues pensando en ella como si se te hubiera quedado instalada en alguna parte del cerebro o de los sentimientos y te suscita ganas de contar a otros que te ha gustado esa película.
La historia sustenta alrededor del sólido personaje protagonista de Antonia (sólido física y psicológicamente) a cuatro generaciones de mujeres que deciden en todo momento sobre sus vidas, sea cual sea su opción de vivirla, sin el menor indicio de resquemor por el qué dirán, sin la menor imposición ni reproche de madres a hijas ni de hijas a madres por las decisiones tomadas; son mujeres que no representan los roles habituales y viven sus vidas juntas pero con absoluta independencia, junto a una serie de personas más que se van uniendo a su generoso clan.
Me gustó también ese posicionamiento de la directora al reivindicar el amor y el sexo para los deficientes y enfermos mentales como parte de su normalización.

Una vez más Greenaway nos muestra sus obsesiones con el arte, el dibujo, la escultura y la tan obsesión característica con la anatomía presentando una interminable serie de dibujos de vientres masculinos, de fotos de distintos vientres de estatuas romanas, de fotocopias dibujadas con las propias obsesiones y sensaciones ventrescas del protagonista.

También la caligrafía es otra de las obesiones de este director y aparece de forma muy prominente en esta película encabalgando la historia con una desahogante y supuesta correspondencia monológuica diaria del protagonista, un consagrado arquitecto estadounidense, con un arquitecto al que admira, el francés del siglo XVIII Étienne-Louise Boullée, precisamente para montar una exposición homenaje a este artista es para lo que ha sido llamado a Roma desde Chicago.

Greenaway busca incansablemente el orden, el equilibrio, la simetría, plano tras plano todo permanece perfectamente equilibrado y compensado y redondeado, como colofón, con la matemática y reiterativa música de Win Mertens. Un absoluto goce para los sentidos al que el argumento se le somete como un mediano pretexto.


Milena

Hermosa ocurrencia la que tuvo Jean Cocteau en el año 1946 al hacer esta película de tintes surrealistas sobre el mito de la bella y la bestia.
Poética y delicada en la mayoría de sus escenas creo que llega al culmen del cuidado de la estética en la secuencia en la que la protagonista sale de su casa a caballo y corre a autoinmolarse al castillo de la bestia cruzando, cual Caperucita, un intrincado bosque. Al llegar a su destino sube las escaleras ondeando su capa a cada paso con movimientos ralentizados y atraviesa un ancho corredor como si una fuerza sobrehumana la deslizara a diez centímetros por encima del suelo mientras va sorteando los visillos de las ventanas que el viento levanta a su antojo enmarcando los movimientos de la bella. Cocteau sabe propiciar en esa escena un clima misterioso y profundo, completamente lleno de plasticidad que más que cine pareciera danza o poesía filmada. Sólo por esa escena del paso de Bella por los ventanales merece la pena toda la película.

Preciosista, equilibrada, inquietante,misteriosa...y además lleva añadido todo un tratado de dibujo. Una película muy especial. La música de Nyman otra joya, un perfecto complemento.