Desde el subjetivismo de la adoración, Margarethe von Trotta nos acerca la figura de uno de los grandes referentes cinematográficos, el que la empujó a ella, tras ver el Séptimo sello, a dedicarse al cine.
Pocas cosas que no conociéramos ya de la compleja personalidad de un genio y, como tal, ser humano que niega la evolución en muchos aspectos vitales, prefiriendo no saltar la trinchera de la niñez que tantas ventajas y virtudes atesora, pero que hunde sus raíces en el egoísmo más absoluto.

Es cierto que la realizadora alemana nos lo acerca más al recordar sus propias experiencias personales, las de la atípica tribu Bergman, porque llamarla familia sería un eufemismo, la de sus colaboradores: actores (sobre todo ellas) y gentes de su equipo. También es innegable, y nada reprochable, que la directora de Las hermanas alemanas y Hanna Arendt se atribuya más cercanía de la que seguramente permitió el, para algunos, ogro sueco. No obstante siempre son bienvenidos los recordatorios de un artista capaz de trascender y encandilar, en unos días en que la memoria es un bien escaso que no cotiza, y en los que se cuestiona cualquier posicionamiento que no sea políticamente correcto, entendiendo como tal ese oxímoron (política y corrección) que hace tiempo se empeñan en vendernos para dulcificar todo lo que no debe ser edulcorado.

Las reflexiones, las dudas, los cuestionamientos eternos, el silencio de Dios… materiales con los que el creador sueco construyó su obra deberían servirnos para bucear más dentro de nosotros mismos y ser, como lo fue él, al menos ovejas negras dentro del rebaño.