Ramón Barea, el más que consistente intérprete bilbaíno (más de 100 películas, 50 cortos), que ha destacado también en numerosas series televisivas, y que ha dedicado una parte importante de su vida al teatro (dramaturgo y actor), ha tenido tiempo para escribir y dirigir un par de largometrajes. El último es esta emotiva y amarga comedia que me dispongo a comentar.

No me cabe duda de que Pablito es el propio realizador arrimando su oreja, espiando tras las esquinas, recordando reuniones familiares, paseando con su hucha...; aún inocente, pero desarrollando el instinto del que aún no sabe lo que quiere, pero que empieza a tener claro lo que no le gusta.

A los ojos de un niño las cosas son buenas o malas, no existen circunloquios ni reflexiones profundas, en las que caemos muchas veces los mayores para no movernos del mismo sitio. Por tanto, me parece gratuito acusar a Barea de maniqueo; su cámara está instalada en la retina del pequeño (9 años).
Por otro lado, hay quien todavía no sabe, o no quiere aprender, que en este país pasamos muchos años en que solo se podía estar con los verdugos o las víctimas (esto era una dictadura, fruto de un golpe de estado), y el miedo despedía esporas de prudencia que, por razones científicas, enraizaban mejor a la sombra de los vencedores.

Las cosas que se cuentan, sobre todo cuando somos abuelitos, suelen venir perfumadas con nostalgia y humor. Es lo mejor que les puede pasar a nuestras remembranzas: no dejar que se contaminen de odio o aspereza.