La acción se sitúa a finales del siglo XIX en un entorno religioso de improbables monjitas, perfectamente maquilladas, muy avanzadas para su tiempo y feministas. Salva el pastel la buena realización, la plasticidad de las imágenes, las canciones copleras, el vestuario y la gracia de Antonio Garisa. Hay algún chocante detalle culto, como la música organística de Cesar Frank sonando de fondo, como tema de amor místico, en las escenas de convento. Sobra alguna concesión a las situaciones sensibleras lacrimógenas. Por lo demás, la película se deja ver.