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España España · Aranda
Voto de Larrory:
5
Comedia Mediados del siglo XVII. Doña María de Guzmán, la dama más hermosa de Ronda, se disfraza de hombre y se bate en duelo con Don Diego, para vengar la ofensa infligida a su padre, el conde de Arcos. Después, huye de la justicia en compañía de Don Juan, un caballero al que las ropas masculinas de la dama le hacen creer que es don Alonso, el hermano de María. (FILMAFFINITY)
4 de marzo de 2017
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
En el prólogo a su traducción de Arauco domado, el literato francés Laurent Angliviel de La Beaumelle resume con penetrante acuidad el sentimiento que impera a la hora de juzgar a Lope de Vega dramaturgo: no hay autor que haya escrito tantas buenas escenas, pero tampoco lo hay que haya escrito tantas malas comedias.
Ese melancólico dictamen le va de perlas a La moza del cántaro, y por ende a su adaptación cinematográfica, cuyo argumento contiene todo un repertorio de situaciones y lances tópicos, muy traidos y llevados por nuestros autores del XVII, que confieren al conjunto una impresión de literatura fosilizada.
Tenemos a la mujer arrojada que con paños de hombre resuelve un duelo a su favor, y que luego asume el papel de mujer de alta alcurnia que se tira por los caminos y que, mentida de criada, suscita innato respeto por una parte, amores nobles por otra, sin que falte la intervenvención in extremis del rey para resolver el enredo tal un deus ex machina.

En La gran aventura de Silvia, de George Cukor, el porte andrógino de Katharine Hepburn logra dotar de verosimilitud su papel de mujer disfrazada de chico, condición sine qua non para que el espectador no se distancie de la narración y aprecie la sal de la escena en la que Gary Grant la trata en plan de viril camaradería.
En nuestra peli por el contrario, resulta imposible de toda imposibilidad imaginar que nadie pueda tomar a Paquita Rico, con su carita mofletuda de chavala rolliza, por un joven mancebo, máxime con esa vestimenta que le marca caderas y tetas y que le ciñe culazo y patorras de jamona.
Una auténtica lástima, porque ese desfase echa a perder los famosos destellos de genio a los que alude La Beaumelle, que nunca faltan en el teatro de Lope aun en las peores de sus malas comedias.
La escena en la que la heroina disfrazada se ve obligada a compartir aposento con su acompañante, y la siguiente en la que es requerida de amores por una sirvienta de la venta, constituyen dos burbujas de deliciosa comedia, pero cuyo encanto rompe la mera apariencia física de Paquita Rico.
Con la actriz adecuada resaltarían como es debido la chispeante gracia, el juvenil primor y el adecuado tempo con los que se capean esas situaciones en la película.
Aunque se trate de una adaptación en prosa de una obra en verso, esas dos escenas, joyas enquistadas en vil metal, son un fiel refejo de la capacidad que Lope llevaba en sí de ser el igual de Shakespeare, eventualidad que no cuajó por su incuria en canalizar su portentosa facilidad, esos nervios creadores que le compelían a producir sin tregua ni descanso, a vuela pluma y sin ton ni son tantas veces.
Larrory
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