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España España · Barcelona
Voto de Ulher:
8
Comedia Babs Johnson (Divine), una guarra que vive con su gorda madre y su hijo en una caravana, acaba de ser nombrada la persona más inmunda del mundo por un periódico local. Pero los Marble, un matrimonio que, entre otras cosas, vende heroína en los colegios y venden bebés a lesbianas, no pueden consentir que Divine les supere en suciedad y depravacion, así que deciden tomar cartas en el asunto. Un filme no apto para mentes sensibles que ... [+]
9 de junio de 2016
7 de 11 usuarios han encontrado esta crítica útil
Violaciones, incesto, coprofagia, zoofilia, voyerismo, exhibicionismo, fetichismo, inseminación artificial involuntaria, mímica anal, secuestros, asesinatos, canibalismo. Todo esto y lo que una mente ávida de recibir impactos visuales pueda llegar a imaginar, se dan cita en este peculiar ejercicio fílmico de John Waters. Si nos quedamos contemplando la fachada, podemos asegurar que estamos ante la cinta más repugnante que se ha podido comercializar. Imágenes insanas para el recuerdo que obligan a este hito del cine independiente a ser la cumbre del cine trash. Ante tanta provocación y repulsión sería conveniente pararse un instante a considerar si toda la porquería que transita en la pantalla es arbitraria o por el contrario responde a algún tipo de denuncia, a evidenciar un momento o a dar voz a un género. Waters presenta la carta y el espectador decide el resultado.

Vomitiva, abyecta, repugnante, de mal gusto. Son muchos los adjetivos y no positivos los que Pink Flamingos cosechó. Es evidente que Waters contaba con ello. Hasta el momento pocos se habían atrevido a filmar con semejante zafiedad una retahíla de tabúes. Ahí es donde reside la fuerza del filme. La libertad con la que se creó. Término con el que cada vez cuesta más tropezar. Libertad no sólo en gritar al mundo que lo diferente tiene su espacio, que la basura no es más que los cristales rotos en dónde tantas veces nos hemos reflejado. Waters filma sin convencionalismos, rompiendo las reglas, abogando por la vulgaridad. Nada en Pink Flamingos permanece encorsetado. Cuanto más feo sea un movimiento de cámara mejor. Si el micro se cuela en el plano, no importa, seguimos grabando. Esa apreciable espontaneidad es la que mantiene viva una película de hace cuatro décadas. La criatura se gestó en 1972 y a día de hoy, la escasa evolución mental del ser humano permite que esta bizarrada siga impactando como entonces. Tal vez esto resulte más incómodo que la propia cinta.

Encontrar frescura entre tanta hediondez se hace necesario. Bajo el influjo de la comedia, Waters vomita ácido hacia el conservadurismo a través de diálogos improvisados sobre los que no cabe más que la rendición con personajes de un magnetismo valioso – esa madre obesa, postrada en una cuna y adicta a los huevos – El histrionismo, siempre patente, encuentra el camino adecuado para calar hondo en un espectador que no deja de cavilar sobre lo que está presenciando. Un público que se revuelve ante actos naturales, obligaciones fisiológicas que, una vez pasadas por el barniz de la civilización, molesta contemplarlas. De ahí que esta película genere controversia. Estamos ante todo un panfleto contracultura y ya se sabe que no es fácil nadar a contracorriente.

Quien va a un vertedero es consciente de lo que va a encontrar pero entre la mugre puede haber algo que le sorprenda, que le haga entender que lo diferente tiene cabida. Pink Flamingos es esa cloaca, pero qué delicia deslizarse por ella. Ya lo saben, no se queden en la superficie, imprégnense de mierda, laman cada recodo y en la ducha hablamos.
Ulher
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