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Voto de Jordirozsa:
2
3,9
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Terror. Intriga
Tras la marcha, en circunstancias algo turbias, de Anabel, sus dos compañeras de piso deben buscar alguien más con quien compartir el alquiler. El elegido es un señor mayor que logra ganarse su confianza, pero que pronto se descubrirá como una presencia extraña e inquietante. (FILMAFFINITY)
26 de marzo de 2021
30 de 31 usuarios han encontrado esta crítica útil
Anabel es una de aquellas películas que le dejan a uno, si no indiferente, por lo menos con la expresión de levantar una ceja, preguntándose: “Muy bién... y ¿ahora qué?”... “¿Qué es lo que usted, Sr.Trashorras , quería contarnos?”
Por toda respuesta, uno se encuentra con una película de argumento de lo más común, alrededor del cual no se apercibe el significado claro de una trama, que parece hecha de piezas de puzle varias entre las que no hay manera de hallar un encaje; tal pedazos errantes o flotantes, van pululando sin rumbo claro varios elementos narrativos del guión, que si fueren retazos de ropa, uno no sabría si hacerse con ello unos pantalones, una camisa o un sombrero.
De modo, que pasados los títulos de crédito finales, uno se encoge de hombros y, en palabras del defenestrado Mayor Trapero se dice: “Pues... bueno, pues... adiós”. Eso sí, nada más lejos que con la impresión de haber perdido el tiempo; todo lo contrario, algo interesante siempre se aprende, a pesar de la relativa apatía que la película inspira a cuerpo y mente, y con ganas de adoptar el papel de cínico simpático ante las controvertidas opiniones que sugiere este film.
Rodada en blanco y negro, y con unos injertos en color, que todavía no me explico su razón de ser (será que mis neuronas cuarentonas ya no pillan según que cosas), toda ella reviste en su formato y estética lo que parece un homenaje al consagrado Narciso Ibáñez, en sus “Historias para no dormir”; aunque para consagrarse él, en solitario, a Trashorras le queda mucho por trillar, aún el tanto que se marcase en su día como co-guionista de “El espinazo del Diablo”.
Teniendo entre manos una idea con un buen potencial , con el que elaborar algo sólido, no acierta más que a una especie de majadería, carente de sentido, y que a la postre divide en capítulos que , en vez de ayudar al espectador a hacerse una estructura clara del hilo, tienden a marearlo todavia más. Sin aparente lógica estructural.
Simplemente, como si de una tarta o bandeja de canelones se tratase. Sólo para justificar los vaivenes con los que nos trae y retrotrae en el trazo del guión. Lo que aún hace más chapucero el montaje; como esos “disc jockeys” de tres al cuarto que manoseando el vinilo de mala manera, convierten una música ya de por sí machacona, en monstruosa tortura para los oídos.
Al igual los diálogos, insubstanciales e insulsos en su mayor parte, excepto en el momento crítico que conducirá a una mínima resolución de la historia, poco aclaran lo que se pretende transmitir, en un desperdicio de los tres únicos actores, que a ligera excepción de la estrafalaria figura de Enrique Villén, tampoco son nada del otro mundo, y su interpretación se queda a medio exprimir. Los papeles de Rocío León y de Ana de Armas (cuya “personaja” en la historia es de armas tomar), no pasan de un exhibicionismo chabacano en el que lo hacen todo unos insinuantes vestuario y maquillaje (que conste que sólo en grado de pretensión), y poco la interpretación, que por mucho que se esforzasen, no hay más cera que la que arde para que pudieran lucirse como actrices, por mucho que digan los aduladores de este plato de gachas.
Ni tan siquiera la banda sonora conecta con el resto de ingredientes para dar un mínimo relieve dramático. Aparece tan sólo como un tímido comparsa que se añade a su bola, a propio ritmo de cocción.
En su conjunto, pues, un insípido engrudo del que me comí hasta la última cucharada, pero sin ganas de repetir plato. Un plato que te sirven en esos restaurantes, donde pretenden hacer creer a la imaginación, la exquisitez de la ración de patatas hervidas a treinta euros, disfrazada de una rimbombante denominación en la carta. Lo que nos cuelan, con ese mito de la creatividad (cuando ya está todo inventado) y el minimalismo (traje de seda con el que muchas veces revisten a la mona de lo soez u ordinario).
Por toda respuesta, uno se encuentra con una película de argumento de lo más común, alrededor del cual no se apercibe el significado claro de una trama, que parece hecha de piezas de puzle varias entre las que no hay manera de hallar un encaje; tal pedazos errantes o flotantes, van pululando sin rumbo claro varios elementos narrativos del guión, que si fueren retazos de ropa, uno no sabría si hacerse con ello unos pantalones, una camisa o un sombrero.
De modo, que pasados los títulos de crédito finales, uno se encoge de hombros y, en palabras del defenestrado Mayor Trapero se dice: “Pues... bueno, pues... adiós”. Eso sí, nada más lejos que con la impresión de haber perdido el tiempo; todo lo contrario, algo interesante siempre se aprende, a pesar de la relativa apatía que la película inspira a cuerpo y mente, y con ganas de adoptar el papel de cínico simpático ante las controvertidas opiniones que sugiere este film.
Rodada en blanco y negro, y con unos injertos en color, que todavía no me explico su razón de ser (será que mis neuronas cuarentonas ya no pillan según que cosas), toda ella reviste en su formato y estética lo que parece un homenaje al consagrado Narciso Ibáñez, en sus “Historias para no dormir”; aunque para consagrarse él, en solitario, a Trashorras le queda mucho por trillar, aún el tanto que se marcase en su día como co-guionista de “El espinazo del Diablo”.
Teniendo entre manos una idea con un buen potencial , con el que elaborar algo sólido, no acierta más que a una especie de majadería, carente de sentido, y que a la postre divide en capítulos que , en vez de ayudar al espectador a hacerse una estructura clara del hilo, tienden a marearlo todavia más. Sin aparente lógica estructural.
Simplemente, como si de una tarta o bandeja de canelones se tratase. Sólo para justificar los vaivenes con los que nos trae y retrotrae en el trazo del guión. Lo que aún hace más chapucero el montaje; como esos “disc jockeys” de tres al cuarto que manoseando el vinilo de mala manera, convierten una música ya de por sí machacona, en monstruosa tortura para los oídos.
Al igual los diálogos, insubstanciales e insulsos en su mayor parte, excepto en el momento crítico que conducirá a una mínima resolución de la historia, poco aclaran lo que se pretende transmitir, en un desperdicio de los tres únicos actores, que a ligera excepción de la estrafalaria figura de Enrique Villén, tampoco son nada del otro mundo, y su interpretación se queda a medio exprimir. Los papeles de Rocío León y de Ana de Armas (cuya “personaja” en la historia es de armas tomar), no pasan de un exhibicionismo chabacano en el que lo hacen todo unos insinuantes vestuario y maquillaje (que conste que sólo en grado de pretensión), y poco la interpretación, que por mucho que se esforzasen, no hay más cera que la que arde para que pudieran lucirse como actrices, por mucho que digan los aduladores de este plato de gachas.
Ni tan siquiera la banda sonora conecta con el resto de ingredientes para dar un mínimo relieve dramático. Aparece tan sólo como un tímido comparsa que se añade a su bola, a propio ritmo de cocción.
En su conjunto, pues, un insípido engrudo del que me comí hasta la última cucharada, pero sin ganas de repetir plato. Un plato que te sirven en esos restaurantes, donde pretenden hacer creer a la imaginación, la exquisitez de la ración de patatas hervidas a treinta euros, disfrazada de una rimbombante denominación en la carta. Lo que nos cuelan, con ese mito de la creatividad (cuando ya está todo inventado) y el minimalismo (traje de seda con el que muchas veces revisten a la mona de lo soez u ordinario).
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Empieza con un triángulo virtual. Y digo virtual, porque la “tercera elementa”, la que pone título a esta película, con postiza siniestralidad, desaparece misteriosamente del piso . Y en todo el metraje no le vemos asomar la jeta... ni un pelo... ni tan siquiera el soplo de la sombra de su fantasma. Pero si se nos argumenta que no es transcendente el saber si es que se ha ido, se ha suicidado, la han asesinado, descuartizado, y arrojado a la basura los restos sus compañeras, o si la ha secuestrado un marciano u otro ser del inframundo... ¿a cuénto de qué nos la etiquetan como película de terror, con tanto bombo y platillo?
Nada siniestro o intrigante queda ahí, a menos que sea la presencia de la grotesca figura del personaje de Villén, del que sólo sabemos que será un compañero que les hace de chacha, que les da charla, que, al final, no paga su parte del alquiler, y que hace marranadas con la sopa de una, y con la crema hidratante de la otra... (no me enrollaré ahora sobre el posible significado simbólico que se pueda otorgar a la sangre y el semen, a los que los antiguos consideraban las “sustancias divinas del cuerpo”).
El caso es que el fulano este, aparece y desaparece en la historia como el Arcángel San Gabriel en la Aunciación de la Virgen María. Ésta, por lo menos, escrita casi hace 2000 años, tiene algo más de gracia.
Con un poco de esfuerzo podremos atisbar en este señor, lo que en otras críticas que he leído se especula: ¿es el padre de Anabel que viene a ajustar cuentas? ¿es alguien real, o un símbolo de la conciencia que corroe a las otras dos protagonistas? ¿o es un demonio con la misión de sembrar discordia, y que paguen lo que se supone que le han hecho a la desaparecida? Bueno, algo diabólico tiene el dibujo del cartel, en el que la uña (o una gota de sangre negra?) del dedo índice de la mano (que podría representar la del mismísimo Lucifer), señala el nombre de “Anabel”, partiéndolo en sus dos mitades: “Ana”, que en hebreo significa “Don, Gracia...”; y “Bel”, que vendría del “Baal”, de las deidades de la antigua Mesopotamia, y que podría traducirse como “Señor” o “Rey”... de hecho, nuestra imaginería actual sobre los demonios viene de este corpus mitológico.
Esto sería sólo un ejemplo para mostrar que tiene que ser el(la) espectador(a) quien, con su imaginación, a base de darle al torno, lo interprete todo, haciendo el trabajo que le correspondería al guionista-director. Pero es que tampoco hay tanto a interpretar. Bajo el burladero del “minimalismo” o del “arte conceptual”, tenemos una considerable ida de olla. No pocos son los presuntos artistas que, agazapados en esta picaresca, con sus productos hablan mucho, pero poco dicen. En el caso de “Anabel”, ni habla , casi, ni dice; sobre la rebanada del argumento, de lo más común, que es el pan de lo cuotidiano, el que una joven estafe a los que con ella conviven, esparce una poco consistente mermelada, con algunos guiños y referencias simbólicas... pero nada más.
En mi opinión, todo arte, y especialmente en el delicado caso del cine, en el que confluyen varias de estas formas, debe ser un modo de expresar y comunicar belleza. Pero por muchos argumentos con los que el realizador y su elenco cuenten para defender esa capacidad de expresión, si el proceso de comunicación no existe porque falla uno o varios elementos que lo caracterizan (el mensaje, el contexto, la intención del emisor, el receptor... ), ya no podemos hablar de arte. Por muy buenas intenciones que haya, que no se las negaré, si no conseguimos crear un sistema de significados para aquellos a los que ofrecemos el mensaje, el efecto es el mismo que conseguiré yo si intento hablar con una cotorra.
“Anabel” no llega ni a ser un espejismo del sublme mundo onírico de Buñuel, al que ya querría poder emular. Lo que consiguió Trashorras, tan sólo, fue hacer un “buñuelo”, y servínoslo casi sin freír.
Nada siniestro o intrigante queda ahí, a menos que sea la presencia de la grotesca figura del personaje de Villén, del que sólo sabemos que será un compañero que les hace de chacha, que les da charla, que, al final, no paga su parte del alquiler, y que hace marranadas con la sopa de una, y con la crema hidratante de la otra... (no me enrollaré ahora sobre el posible significado simbólico que se pueda otorgar a la sangre y el semen, a los que los antiguos consideraban las “sustancias divinas del cuerpo”).
El caso es que el fulano este, aparece y desaparece en la historia como el Arcángel San Gabriel en la Aunciación de la Virgen María. Ésta, por lo menos, escrita casi hace 2000 años, tiene algo más de gracia.
Con un poco de esfuerzo podremos atisbar en este señor, lo que en otras críticas que he leído se especula: ¿es el padre de Anabel que viene a ajustar cuentas? ¿es alguien real, o un símbolo de la conciencia que corroe a las otras dos protagonistas? ¿o es un demonio con la misión de sembrar discordia, y que paguen lo que se supone que le han hecho a la desaparecida? Bueno, algo diabólico tiene el dibujo del cartel, en el que la uña (o una gota de sangre negra?) del dedo índice de la mano (que podría representar la del mismísimo Lucifer), señala el nombre de “Anabel”, partiéndolo en sus dos mitades: “Ana”, que en hebreo significa “Don, Gracia...”; y “Bel”, que vendría del “Baal”, de las deidades de la antigua Mesopotamia, y que podría traducirse como “Señor” o “Rey”... de hecho, nuestra imaginería actual sobre los demonios viene de este corpus mitológico.
Esto sería sólo un ejemplo para mostrar que tiene que ser el(la) espectador(a) quien, con su imaginación, a base de darle al torno, lo interprete todo, haciendo el trabajo que le correspondería al guionista-director. Pero es que tampoco hay tanto a interpretar. Bajo el burladero del “minimalismo” o del “arte conceptual”, tenemos una considerable ida de olla. No pocos son los presuntos artistas que, agazapados en esta picaresca, con sus productos hablan mucho, pero poco dicen. En el caso de “Anabel”, ni habla , casi, ni dice; sobre la rebanada del argumento, de lo más común, que es el pan de lo cuotidiano, el que una joven estafe a los que con ella conviven, esparce una poco consistente mermelada, con algunos guiños y referencias simbólicas... pero nada más.
En mi opinión, todo arte, y especialmente en el delicado caso del cine, en el que confluyen varias de estas formas, debe ser un modo de expresar y comunicar belleza. Pero por muchos argumentos con los que el realizador y su elenco cuenten para defender esa capacidad de expresión, si el proceso de comunicación no existe porque falla uno o varios elementos que lo caracterizan (el mensaje, el contexto, la intención del emisor, el receptor... ), ya no podemos hablar de arte. Por muy buenas intenciones que haya, que no se las negaré, si no conseguimos crear un sistema de significados para aquellos a los que ofrecemos el mensaje, el efecto es el mismo que conseguiré yo si intento hablar con una cotorra.
“Anabel” no llega ni a ser un espejismo del sublme mundo onírico de Buñuel, al que ya querría poder emular. Lo que consiguió Trashorras, tan sólo, fue hacer un “buñuelo”, y servínoslo casi sin freír.