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Voto de Jordirozsa:
8
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Terror. Thriller
El primer turno de la policía novata Jessica Loren tiene lugar en una comisaría que cerrará sus puertas esa misma noche para trasladarse a nuevas instalaciones. Pero lo que parece una noche rutinaria se convertirá en una pesadilla viviente cuando el líder del culto satánico John Michael Paymon, que se suicidó hace justo un año en esa comisaría, vuelva para vengarse... (FILMAFFINITY)
23 de mayo de 2022
17 de 18 usuarios han encontrado esta crítica útil
Para todos aquellos a quienes todavía tocó hacer la “mili” les sonará lo de las “imaginarias”, las guardias que, por turnos, hacían los cuarteleros mientras todo el mundo estaba durmiendo. De ellas, decían que la peor era la tercera imaginaria, puesto que partía el sueño de la noche, por estar entre las dos y las cuatro de la madrugada.
En general, es lo que hacen todas las personas que, por mor de las características de su trabajo, se dedican a sus tareas laborales cuando el resto de peña está sobando. Tal idea, es uno de los presupuestos de planteamiento básico del argumento de “Last Shift”… una policía (novata, joven, un tanto insegura, pero decidida a cumplir su cometido como una buena profesional que es, por imperativo genealógico), se encarga de hacer el último turno de vigilancia de una desballestada comisaría, de la que quedan sólo los restos o deshechos de lo que fue usado por los habitantes de aquella estación, y ahora por inservible u obsoleto se ha quedado ahí, como rancio y funesto memorial, esperando a que una compañía de limpieza venga a despacharlo al fin del turno de la prota.
Si se hubiese tratado de un veterano(a) del servicio, igual hubiese mandado a tomar por culo al mando que se le hubiese ocurrido la “brillante” idea de colocarlo(a) en semejante cuchitril a las tantas de la noche (no me veo a Clint Eastwood o al Shutherland de 24h. cumpliendo tal cometido), o sea que se la carga una primeriza por real decreto, que sustituye en el aparentemente efímero cargo a un sénior que le da las instrucciones al uso, a parte de las llaves. Un agente que, a su vez, a parte de granado de paso, parece estar más quemado que un fósforo usado.
Si no fuera por las anticipaciones que el cerebro genera ágilmente en saber que se trata de un producto de terror (y aun así), uno ya piensa en la horita y media de bostezos que podrá compartir con la actriz principal en el berenjenal en el que nos han puesto (es una película en la que nos podemos virtualmente pasar todo el rato al “lado” del personaje, pues tiene una especial capacidad de absorción diegética). En efecto, el set y el encuadre de la acción está tan focalizado y reducido casi (y digo casi porque tenemos dos fugaces escenas exteriores en las inmediaciones) a las cuatro paredes del tugurio en cuestión, que en los 90 minutos que dura el metraje uno puede llegar a creer que comparte espacio y charla con la bella Juliana Harkavy (interpretando a la agente Jessica Loren). Y no precisamente una larga y aburrida “imaginaria”, sinó una asfixiante, lúgubre y adrenalítica aventura, primero de exploración, y después de intento de huída de lo que antaño había sucedido en el desballestado acuartelamiento policial.
Desde el principio, tanto el trabajo de direción de Di Blasi como las habilidades interpretativas de Harkavy se compenetran para conseguir que nos identifiquemos con la situación de la oficial novicia, especialmente para todos aquellos que en algún momento nos hayamos dedicado a tareas parejas, sin necesariamente llevar encima todo el pertrecho de un agente, pero en el mismo tedioso, pero a la vez estimulante en sus principios, pues todo trabajo tiene esa parte incial que mezcla expectación con inquietud e incertidumbre, marco de un trabajo en el que la soledad será la principal compañera en las horas de currele.
Las experiencias que yo mismo viví durante tres veranos, dedicándome a vigilar de noche en un ya vetusto camping para veraneantes adictos a lo simple, sencillo, barato y “de toda la vida”, me situaron al lado de la tan pardilla como valiente oficial de policía.
Por mucho que uno o una le eche ganas, estas labores crean un vacío que la mente intentará enseguida, por todos los medios, rellenar a base de horas de pensamientos, divagaciones… y, en última instancia el sopor, sobretodo a las puertas de terminar el turno, cuando ya asoman las 7 de la mañana. Tan sólo las puntuales y efímeras “apariciones” (valga la redundancia), de personajes y personajas que, por lo que sea, rondan por ahí a las tantas de la vigília, constituyen el único contacto (por lo menos en apariencia) con la realidad, a la que nos podremos agarrar en medio de tanto hueco espacio-temporal.
Un fantástico trabajo que el propio realizador lleva a cabo en el manejo del guión, con el apoyo de Scott Polley, nos ubica en una doble tesitura que no se nos hará diáfana hasta el final del metraje, y que demostrará que la creatividad y el ingenio están por encima de las posibilidades presupostarias de una cinta que, sin saber cuál era el monto pecuniario destinado para producirla, claramente se nos antoja de bajo caché en este sentido.
A pesar de ello, tenemos una factura técnica en la que destaca una ágil fotografía que contribuye sobremanea a crear la atmósfera necesaria para hacer el delirante viaje con la principal: Austin F. Schmidt, al mando de la cámara, ayuda sobremanera a delimitar los espacios narrativos: un exterior nocturno, que se nos antoja como una especie de limbo, al qual Jennifer accederá en contadas ocasiones, como frágil punto (no demasiado “iluminado”) de contacto con una objetividad que cada vez más a duras penas le servirá de apoyo para mantener los “pies en tierra”.
El paulatino estrés, y consiguiente desquiciamento del prácticamente único personaje sobre el que nos focalizaremos, nuestro referente, nos llevarán a hacernos una batería de reflexiones i preguntas sobre la salud mental de la oficial Jennifer, ya no sólo en el momento en el que le empieza a desbordar todo, sinó ya desde un principio: la conversación telefónica del inicio con su madre, justo antes de entrar en la comisaría, denotan un quebradizo equilibrio de sus facultades, a la par que con la manifestación de un nada despreciable síndrome de dependencia de la chica hacia sus seres queridos.
No es de extrañar, dado que su padre, también policía, en la misma comisaría que ella guarda con tanto celo competencial, en aquél mismo lugar, junto a otros compañeros suyos,
En general, es lo que hacen todas las personas que, por mor de las características de su trabajo, se dedican a sus tareas laborales cuando el resto de peña está sobando. Tal idea, es uno de los presupuestos de planteamiento básico del argumento de “Last Shift”… una policía (novata, joven, un tanto insegura, pero decidida a cumplir su cometido como una buena profesional que es, por imperativo genealógico), se encarga de hacer el último turno de vigilancia de una desballestada comisaría, de la que quedan sólo los restos o deshechos de lo que fue usado por los habitantes de aquella estación, y ahora por inservible u obsoleto se ha quedado ahí, como rancio y funesto memorial, esperando a que una compañía de limpieza venga a despacharlo al fin del turno de la prota.
Si se hubiese tratado de un veterano(a) del servicio, igual hubiese mandado a tomar por culo al mando que se le hubiese ocurrido la “brillante” idea de colocarlo(a) en semejante cuchitril a las tantas de la noche (no me veo a Clint Eastwood o al Shutherland de 24h. cumpliendo tal cometido), o sea que se la carga una primeriza por real decreto, que sustituye en el aparentemente efímero cargo a un sénior que le da las instrucciones al uso, a parte de las llaves. Un agente que, a su vez, a parte de granado de paso, parece estar más quemado que un fósforo usado.
Si no fuera por las anticipaciones que el cerebro genera ágilmente en saber que se trata de un producto de terror (y aun así), uno ya piensa en la horita y media de bostezos que podrá compartir con la actriz principal en el berenjenal en el que nos han puesto (es una película en la que nos podemos virtualmente pasar todo el rato al “lado” del personaje, pues tiene una especial capacidad de absorción diegética). En efecto, el set y el encuadre de la acción está tan focalizado y reducido casi (y digo casi porque tenemos dos fugaces escenas exteriores en las inmediaciones) a las cuatro paredes del tugurio en cuestión, que en los 90 minutos que dura el metraje uno puede llegar a creer que comparte espacio y charla con la bella Juliana Harkavy (interpretando a la agente Jessica Loren). Y no precisamente una larga y aburrida “imaginaria”, sinó una asfixiante, lúgubre y adrenalítica aventura, primero de exploración, y después de intento de huída de lo que antaño había sucedido en el desballestado acuartelamiento policial.
Desde el principio, tanto el trabajo de direción de Di Blasi como las habilidades interpretativas de Harkavy se compenetran para conseguir que nos identifiquemos con la situación de la oficial novicia, especialmente para todos aquellos que en algún momento nos hayamos dedicado a tareas parejas, sin necesariamente llevar encima todo el pertrecho de un agente, pero en el mismo tedioso, pero a la vez estimulante en sus principios, pues todo trabajo tiene esa parte incial que mezcla expectación con inquietud e incertidumbre, marco de un trabajo en el que la soledad será la principal compañera en las horas de currele.
Las experiencias que yo mismo viví durante tres veranos, dedicándome a vigilar de noche en un ya vetusto camping para veraneantes adictos a lo simple, sencillo, barato y “de toda la vida”, me situaron al lado de la tan pardilla como valiente oficial de policía.
Por mucho que uno o una le eche ganas, estas labores crean un vacío que la mente intentará enseguida, por todos los medios, rellenar a base de horas de pensamientos, divagaciones… y, en última instancia el sopor, sobretodo a las puertas de terminar el turno, cuando ya asoman las 7 de la mañana. Tan sólo las puntuales y efímeras “apariciones” (valga la redundancia), de personajes y personajas que, por lo que sea, rondan por ahí a las tantas de la vigília, constituyen el único contacto (por lo menos en apariencia) con la realidad, a la que nos podremos agarrar en medio de tanto hueco espacio-temporal.
Un fantástico trabajo que el propio realizador lleva a cabo en el manejo del guión, con el apoyo de Scott Polley, nos ubica en una doble tesitura que no se nos hará diáfana hasta el final del metraje, y que demostrará que la creatividad y el ingenio están por encima de las posibilidades presupostarias de una cinta que, sin saber cuál era el monto pecuniario destinado para producirla, claramente se nos antoja de bajo caché en este sentido.
A pesar de ello, tenemos una factura técnica en la que destaca una ágil fotografía que contribuye sobremanea a crear la atmósfera necesaria para hacer el delirante viaje con la principal: Austin F. Schmidt, al mando de la cámara, ayuda sobremanera a delimitar los espacios narrativos: un exterior nocturno, que se nos antoja como una especie de limbo, al qual Jennifer accederá en contadas ocasiones, como frágil punto (no demasiado “iluminado”) de contacto con una objetividad que cada vez más a duras penas le servirá de apoyo para mantener los “pies en tierra”.
El paulatino estrés, y consiguiente desquiciamento del prácticamente único personaje sobre el que nos focalizaremos, nuestro referente, nos llevarán a hacernos una batería de reflexiones i preguntas sobre la salud mental de la oficial Jennifer, ya no sólo en el momento en el que le empieza a desbordar todo, sinó ya desde un principio: la conversación telefónica del inicio con su madre, justo antes de entrar en la comisaría, denotan un quebradizo equilibrio de sus facultades, a la par que con la manifestación de un nada despreciable síndrome de dependencia de la chica hacia sus seres queridos.
No es de extrañar, dado que su padre, también policía, en la misma comisaría que ella guarda con tanto celo competencial, en aquél mismo lugar, junto a otros compañeros suyos,
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
fue víctima de lo que parecía un ritual satánico, incluso después de haber apresado y enchironado a un peligroso grupo o secta de adoradores de vete a saber qué poderes malignos.
Esta quebradiza naturaleza de las “luces” de la agente Loren queda magníficamente dibujada en los destellos, cada vez más frecuentes y exagerados de la fría luz de la que está provista el edificio, alternados con los episodios de oscuridad absoluta que la policía intenta iluminar, a veces en vano, con su linterna, encerrada en la propia celda en la que ella ha puesto finalmente al vagabundo que merodeaba por el lugar. Ello, combinado con los flashes casi subliminales de las imágenes de los adoradores de la secta, que parece acechar incluso todavía desde el más allá, y de las visiones de las jóvenes doncellas con sus cabezas cubiertas con sacos de ropa y sus canciones infantiles (presuntamente preparadas para la suerte de inmolación/ tortura/masacre ritual); todo pintarrajeado con restos rojos de sangre que le dan el toque más gore al asunto. Aprisionados con la protagonista en esta su realidad construída, nos hace debatir sobre esta dualidad sobrenatural versus delirio psicótico, red en la que quedamos atrapados como espectadores.
Éste es el golpe maestro deA DiBlasi: conseguir que nuestro cerebro, primero casi imperceptiblemente, y posteriormente con una gradual, hasta exponencial al final de la cinta, vaya debatiéndose entre la realidad objetiva de lo sobrenatural, y la posibilidad de que la tipa se vaya volviendo majara por momentos, asfixiada por los recuerdos, la tristeza de la pérdida de su padre, su referente, y por consiguiente una rabia y delirio de vengarle que lamentablemente se traduce en la matanza de los pobres desgraciados de la compañía de limpieza, que aparecen en el peor lugar, en el peor momento. Un desenlace, con el consiguiente e inmediatamente posterior abatimiento de la protagonista a manos del compañero a quién había relevado en el turno anterior. ¿Es este final la representación de la consumación de una maldición satánica que engulle el destino del personaje de Harkavy? ¿O se puede plantear el asunto desde una hermenéutica puramente psiquiátrica des de la que explicar un trauma mal resuelto?
Ahí deja el guión ambas posibilidades; aunque, bien mirado, tampoco se autoexcluyen. El debate entre figura fondo-forma, no tiene, en este caso, porqué resolverse en favor de una ocpión u otra. Puede integrar ambas, i el que haya un “tertium quid”, todavía hace más interesante y enriquece el planteamiento del script. Más allá de un simple giro que revela un cambio de óptica en el que se basa el efectismo de directores como Amenábar o Shyalaman con sus planteamientos tan de moda entre mediados de los noventa y principios de los dos mil.
Al trabajo de DiBlasi le falta una banda sonora más sólida, y un montaje más claro. La música original del advenedizo Adam Barber no aporta, y más bién resulta no sólo prescindible, sinó que llega a molestar su presencia, restando efecto a lo que otros aspectos de la factura técnica intentan conseguir. Con varias producciones sin trascendencia en su currículum, y echado a mezclar música con tecnología, se antoja una especie de “new age” bastante bisoño, sin demasiadas nociones, y con aires de cubrir el expediente como se pueda.
A ratos, el montaje marea bastante, con tanto flashback injertado un poco a la babalá. Combinando los vaivenes lumínicos y los saltos de luz interior a oscuridad absoluta, y, de ahí, al fogonazo sustón de las carotas de los espíritus y almas malignas, las veces parece confundir bastante, y darnos la impresión de que estamos en una “karmesse” de terror en Port Aventura por la época del “Halloween”…
Pero a pesar de estos y otros defectillos menores, estamos ante un producto que ha sido muy infravalorado, y que tenía mucho que decir del potencial de su director que, con poco, hizo gala de un muy buen trabajo, merecedor de las orejas, el rabo, y la vuelta a hombros.
Esta quebradiza naturaleza de las “luces” de la agente Loren queda magníficamente dibujada en los destellos, cada vez más frecuentes y exagerados de la fría luz de la que está provista el edificio, alternados con los episodios de oscuridad absoluta que la policía intenta iluminar, a veces en vano, con su linterna, encerrada en la propia celda en la que ella ha puesto finalmente al vagabundo que merodeaba por el lugar. Ello, combinado con los flashes casi subliminales de las imágenes de los adoradores de la secta, que parece acechar incluso todavía desde el más allá, y de las visiones de las jóvenes doncellas con sus cabezas cubiertas con sacos de ropa y sus canciones infantiles (presuntamente preparadas para la suerte de inmolación/ tortura/masacre ritual); todo pintarrajeado con restos rojos de sangre que le dan el toque más gore al asunto. Aprisionados con la protagonista en esta su realidad construída, nos hace debatir sobre esta dualidad sobrenatural versus delirio psicótico, red en la que quedamos atrapados como espectadores.
Éste es el golpe maestro deA DiBlasi: conseguir que nuestro cerebro, primero casi imperceptiblemente, y posteriormente con una gradual, hasta exponencial al final de la cinta, vaya debatiéndose entre la realidad objetiva de lo sobrenatural, y la posibilidad de que la tipa se vaya volviendo majara por momentos, asfixiada por los recuerdos, la tristeza de la pérdida de su padre, su referente, y por consiguiente una rabia y delirio de vengarle que lamentablemente se traduce en la matanza de los pobres desgraciados de la compañía de limpieza, que aparecen en el peor lugar, en el peor momento. Un desenlace, con el consiguiente e inmediatamente posterior abatimiento de la protagonista a manos del compañero a quién había relevado en el turno anterior. ¿Es este final la representación de la consumación de una maldición satánica que engulle el destino del personaje de Harkavy? ¿O se puede plantear el asunto desde una hermenéutica puramente psiquiátrica des de la que explicar un trauma mal resuelto?
Ahí deja el guión ambas posibilidades; aunque, bien mirado, tampoco se autoexcluyen. El debate entre figura fondo-forma, no tiene, en este caso, porqué resolverse en favor de una ocpión u otra. Puede integrar ambas, i el que haya un “tertium quid”, todavía hace más interesante y enriquece el planteamiento del script. Más allá de un simple giro que revela un cambio de óptica en el que se basa el efectismo de directores como Amenábar o Shyalaman con sus planteamientos tan de moda entre mediados de los noventa y principios de los dos mil.
Al trabajo de DiBlasi le falta una banda sonora más sólida, y un montaje más claro. La música original del advenedizo Adam Barber no aporta, y más bién resulta no sólo prescindible, sinó que llega a molestar su presencia, restando efecto a lo que otros aspectos de la factura técnica intentan conseguir. Con varias producciones sin trascendencia en su currículum, y echado a mezclar música con tecnología, se antoja una especie de “new age” bastante bisoño, sin demasiadas nociones, y con aires de cubrir el expediente como se pueda.
A ratos, el montaje marea bastante, con tanto flashback injertado un poco a la babalá. Combinando los vaivenes lumínicos y los saltos de luz interior a oscuridad absoluta, y, de ahí, al fogonazo sustón de las carotas de los espíritus y almas malignas, las veces parece confundir bastante, y darnos la impresión de que estamos en una “karmesse” de terror en Port Aventura por la época del “Halloween”…
Pero a pesar de estos y otros defectillos menores, estamos ante un producto que ha sido muy infravalorado, y que tenía mucho que decir del potencial de su director que, con poco, hizo gala de un muy buen trabajo, merecedor de las orejas, el rabo, y la vuelta a hombros.