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Voto de Jordirozsa:
6
4,3
5.656
Thriller. Terror. Intriga
Cuando una chica adolescente se muda junto a su madre a un nuevo pueblo, descubre que su casa está frente a otra en la que tuvo lugar un doble asesinato. Las cosas comenzarán a complicarse cuando la joven se hace amiga de un chico que sobrevivió a la masacre... (FILMAFFINITY)
11 de mayo de 2021
35 de 39 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con una docena de películas realizadas hasta la fecha, Mark Tonderai tendrá que aplicarse a fondo si pretende consagrarse como un reconocido director de cine. Mas conocido por su labor para la cadena británica BBC, donde produjo su propio show televisivo, el celuloide es uno de tantos otros frentes a los que ha dedicado su tarea professional sin, digamos, distinguirse demasiado, por no haber hecho más que productos con pretensión comercial, sin un estilo propio ni ambición clara, como autor de lo que se podría llamar una obra de arte. Y, en resumidas cuentas, de eso se trata el cine.
El hecho de que, como he leído, «House at the end of the street» (título que ya de por sí sugiere más una «soap movie» o telenovela, que una esperada historia de terror u horror), saliera directamente acuñada en DVD’s, parece ya que la cinta, sólo por esto, quede despojada de la dignidad de arte, para pasar a ser un mero artículo de supermercado; cosa de por sí humanamente injusta, y académicamente poco correcta, ya que la calidad de un film no puede ser medida por criterios de taquilla, ni mucho menos por las subjetivas apreciaciones de quien se basa en si «da miedo», o es o deja de ser «aburrido».
Con sus dos primeras piezas, «Pánico» (aka, «Hush»), de 2009, y «House at the end of the Street» (2012), Tonderai hace su mise en scène con la claqueta, pretendiendo rendir tributo a sendos trabajos de culto, respectivamente: «El Diablo Sobre Ruedas» (1971), ópera prima de Steven Spielberg, y primera lección de lo que debe ser el terror sobre el asfalto; y «Psicosis» (1960), de Alfred Hitchcock. A ésta última, el bienintencionado homenaje con el que no termina de subir la masa de esa tarta rodada en Ontario (Canadá), de correcto sabor, pero de bizcocho poco consistente e infraelaborado. Y no es porque la levadura de la receta, una historia corta de Jonathan Mostow, cofirmante del guión, sea de mala raza. Sinó más bien la flojera del producto final es debida al poco atino y experiencia de quién se sentaba detrás de la cámara.
El argumento daba mucho más de si, y queda explotado bastante por debajo de sus posibilidades. Si bien el ritmo narrativo es correcto, acorde con el desarrollo de la trama, sin prisas pero sin pausas, su intensidad dramática queda desvanecida por momentos, y apenas la sustenta una decente partitura de Theo Green, que obviamente no es la obra maestra que compuso Bernard Hermann para «Psicosis».
La predominante oscuridad de la fotografía, en la que se prodiga Miroslaw Bazsac en escenas críticas, tiende a perder al espectador, así como un montaje un tanto lioso, que entorpece más que ayudar a seguir el hilo de la historia. Aunque hay que resaltar, en su favor, que de una belleza evocadora especial es la escena de Elissa, rescatada de la lluvia por el coche de Ryan, al que termina subiéndose. Aquí solo faltaría el gatito, para evocar a la empapada Audrey Hepburn en «Breakfast at Tiffany’s». O los estremecedores «flash back», en blanco y negro, que nos trasladan diegéticamente a los fragmentados y traumáticos recuerdos de la infancia del muchacho.
El trabajo interpretativo se aguanta con pinzas en los tres personajes principales de la historia: Elissa, Ryan y Sarah. Los secundarios poco aportan, y los actores que los caracterizan, poco hacen para hacer valer el rol que desempeñan. Gill Bellows, en su papel de agente, poco convincente resulta; no queda claro si su función es de encubridor, o de sabueso despistado. Y el repelente Tyler, encarnado por Nolan Gerard Funk, no pasa de ser un pretendiente obsceno y maleducado, que nada más empezar la pel·lícula, ya vemos que queda descartado como príncipe azul del cuento.
Del trío protagonista, Jennifer Lawrence es la que menos relevancia dramática tiene, aunque encabece los títulos de crédito. Conocida por su papel en «Los Juegos del Hambre» (2012), en donde el gran Donald Shutherland les pasa a todos la mano por la cara, apenas logra figurar su presencia más allá de sus incipientes habilidades vocales, del escote y de una excesivamente maquillada jeta. Ya sea por la escasa verosimilitud que transmite su actuación, o porque el guión no da más para ella (toda una lástima), la podríamos asimilar a un balón o pelota de tenis que se va dando rebotes entre la frustrada maternidad de Sarah, su progenitora, y las seductoras atenciones del tan tierno y dulce, como sombrío Ryan.
El peso, pues, recae sobre la veterana Elisabeth Shue, a la que algunos ya conocemos desde sus primeros pasos en franquícias como «Karate Kid» o «Regreso al futuro», pasando por su aparición en algunos films decentes (como « Leaving Las Vegas» (1995), «El Santo» (1997) o «El hombre sin sombra» (2000)), y algunos otros bastante deleznables; y sobre el hermosísimo Max Thieriot, no sólo por su irresistible atractivo físico (que poco tiene que envidiar en este sentido a Anthony Perkins), sinó por su esforzado intento de sacar adelante su personaje, bastante malbaratado por las chapuzas del script, y por la construcción de los diálogos.
Lo peor de éstos no són las insustanciales y soeces conversaciones en las escenas del grupo de adolescentes, del que Tyler pretende ser el centro de atracción sexual de sus féminas, y al que el aspirante a gorila plateado tiene comprados con los mil pavos mensuales que su ingenuo padre dona a una supuesta «oenegé». El trabajo de David Loucka no da lo suficiente al motor de arranque, y echa a perder un libreto del que se podría haber obtenido una cinta de órdago.
Más que ayudar a los intérpretes a despegar, les hace embarrancar; como si les pusiera una mordaza. Ahí radica lo poco creíbles que resultan no pocos momentos.
El proceso de identificación recae sobretodo en Ryan, en la mayor parte del rodaje: su belleza, su carácter, y todo lo demás de él que atrae a Elissa, ponen al espectador en su perspectiva, la de un chaval inteligente, sensible y que, por oscuras razones queda relegado al ostracismo social.
El hecho de que, como he leído, «House at the end of the street» (título que ya de por sí sugiere más una «soap movie» o telenovela, que una esperada historia de terror u horror), saliera directamente acuñada en DVD’s, parece ya que la cinta, sólo por esto, quede despojada de la dignidad de arte, para pasar a ser un mero artículo de supermercado; cosa de por sí humanamente injusta, y académicamente poco correcta, ya que la calidad de un film no puede ser medida por criterios de taquilla, ni mucho menos por las subjetivas apreciaciones de quien se basa en si «da miedo», o es o deja de ser «aburrido».
Con sus dos primeras piezas, «Pánico» (aka, «Hush»), de 2009, y «House at the end of the Street» (2012), Tonderai hace su mise en scène con la claqueta, pretendiendo rendir tributo a sendos trabajos de culto, respectivamente: «El Diablo Sobre Ruedas» (1971), ópera prima de Steven Spielberg, y primera lección de lo que debe ser el terror sobre el asfalto; y «Psicosis» (1960), de Alfred Hitchcock. A ésta última, el bienintencionado homenaje con el que no termina de subir la masa de esa tarta rodada en Ontario (Canadá), de correcto sabor, pero de bizcocho poco consistente e infraelaborado. Y no es porque la levadura de la receta, una historia corta de Jonathan Mostow, cofirmante del guión, sea de mala raza. Sinó más bien la flojera del producto final es debida al poco atino y experiencia de quién se sentaba detrás de la cámara.
El argumento daba mucho más de si, y queda explotado bastante por debajo de sus posibilidades. Si bien el ritmo narrativo es correcto, acorde con el desarrollo de la trama, sin prisas pero sin pausas, su intensidad dramática queda desvanecida por momentos, y apenas la sustenta una decente partitura de Theo Green, que obviamente no es la obra maestra que compuso Bernard Hermann para «Psicosis».
La predominante oscuridad de la fotografía, en la que se prodiga Miroslaw Bazsac en escenas críticas, tiende a perder al espectador, así como un montaje un tanto lioso, que entorpece más que ayudar a seguir el hilo de la historia. Aunque hay que resaltar, en su favor, que de una belleza evocadora especial es la escena de Elissa, rescatada de la lluvia por el coche de Ryan, al que termina subiéndose. Aquí solo faltaría el gatito, para evocar a la empapada Audrey Hepburn en «Breakfast at Tiffany’s». O los estremecedores «flash back», en blanco y negro, que nos trasladan diegéticamente a los fragmentados y traumáticos recuerdos de la infancia del muchacho.
El trabajo interpretativo se aguanta con pinzas en los tres personajes principales de la historia: Elissa, Ryan y Sarah. Los secundarios poco aportan, y los actores que los caracterizan, poco hacen para hacer valer el rol que desempeñan. Gill Bellows, en su papel de agente, poco convincente resulta; no queda claro si su función es de encubridor, o de sabueso despistado. Y el repelente Tyler, encarnado por Nolan Gerard Funk, no pasa de ser un pretendiente obsceno y maleducado, que nada más empezar la pel·lícula, ya vemos que queda descartado como príncipe azul del cuento.
Del trío protagonista, Jennifer Lawrence es la que menos relevancia dramática tiene, aunque encabece los títulos de crédito. Conocida por su papel en «Los Juegos del Hambre» (2012), en donde el gran Donald Shutherland les pasa a todos la mano por la cara, apenas logra figurar su presencia más allá de sus incipientes habilidades vocales, del escote y de una excesivamente maquillada jeta. Ya sea por la escasa verosimilitud que transmite su actuación, o porque el guión no da más para ella (toda una lástima), la podríamos asimilar a un balón o pelota de tenis que se va dando rebotes entre la frustrada maternidad de Sarah, su progenitora, y las seductoras atenciones del tan tierno y dulce, como sombrío Ryan.
El peso, pues, recae sobre la veterana Elisabeth Shue, a la que algunos ya conocemos desde sus primeros pasos en franquícias como «Karate Kid» o «Regreso al futuro», pasando por su aparición en algunos films decentes (como « Leaving Las Vegas» (1995), «El Santo» (1997) o «El hombre sin sombra» (2000)), y algunos otros bastante deleznables; y sobre el hermosísimo Max Thieriot, no sólo por su irresistible atractivo físico (que poco tiene que envidiar en este sentido a Anthony Perkins), sinó por su esforzado intento de sacar adelante su personaje, bastante malbaratado por las chapuzas del script, y por la construcción de los diálogos.
Lo peor de éstos no són las insustanciales y soeces conversaciones en las escenas del grupo de adolescentes, del que Tyler pretende ser el centro de atracción sexual de sus féminas, y al que el aspirante a gorila plateado tiene comprados con los mil pavos mensuales que su ingenuo padre dona a una supuesta «oenegé». El trabajo de David Loucka no da lo suficiente al motor de arranque, y echa a perder un libreto del que se podría haber obtenido una cinta de órdago.
Más que ayudar a los intérpretes a despegar, les hace embarrancar; como si les pusiera una mordaza. Ahí radica lo poco creíbles que resultan no pocos momentos.
El proceso de identificación recae sobretodo en Ryan, en la mayor parte del rodaje: su belleza, su carácter, y todo lo demás de él que atrae a Elissa, ponen al espectador en su perspectiva, la de un chaval inteligente, sensible y que, por oscuras razones queda relegado al ostracismo social.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
El rechazo que experimenta por su pasado, de la casa donde vive, y por la relación que tiene con los que ella habitaban; este carácter hostil del comportamiento de su entorno social (menos del policía, que parece comportarse como su ángel de la guarda), que tiene su acento en Sarah y en Tyler (que a nuestros ojos serán de todo, menos simpáticos), nos acerca al taciturno y extraño chico, a través de la atracción que sentirá Elisa por él, haciendo así ella de medium.
Incluso cuando, no muy entrados en el timing de la película, se desvela lo que tiene encerrado en el subterráneo, preservamos una extraña compasión por creer, en un principio, que la muchacha encerrada que mora en los bajos, es realmente su hermana, y él protege el secreto de su existencia real, hecha cuento para asustar a niños en boca de los lugareños.
La narrativa marca tres fases perfectamente identificables: una presentación en la que aparecen in situ de la acción, las dos recién llegadas. En esta parte, en la que llevan a cabo su proceso de acomodación al lugar (la madre se entrega por completo a su trabajo en el hospital, para soltarse de los lastres de su vida, y Elissa activa su radar para decidir con quién será más interesante socializar). La atmósfera de este momento, queda gobernada por la expectativa i un cierto aire de terror y de misterio, que por desgracia se diluye en vericuetos de drama-comedia de adolescentes inadaptados. Mal vamos; a las primeras cucharadas de sopa percibimos que alguien se descuidó de echar sal a la olla.
En la parte central del desarrollo, que empieza con la revelación de la primera escena del sótano, asistimos al desdoblamiento de dos realidades: la relación de Ryan con Elissa, que da continuidad a esa tónica de teens romance, que mantiene a la chica colgada de su galán, completamente en la parra; i, por otro lado, la paulatina transformación del efímero terror o misterio inicial, en suspense, en paralelo a la transformación hacia lo oscuro que se nos va desvelando sobre Ryan, y que llega a su punto culminante en el momento que arrea una paliza a Tyler, después de que le destrocen el coche.
Desde el momento en que Elisa descubre los indicios definitivos de lo que sucede en el sótano, se revela la identidad del asesino, y con ella el lúcido recuerdo que tiene Ryan de lo acontecido con su hermana, que murió accidentalmente jugando con él en el jardín, mientras sus padres se colocaban en la cama. Llegamos a la resolución de la trama, que se viene de forma atropellada, alocada y poco creíble, ya no tanto por el hecho de que Ryan sobreviva a tres disparos, o Sarah a una puñalada con la hoja de un cuchillo clavada hasta el fondo. (no es tan fácil cargarse a alguien con tres tiros del calibre de una automática de poli local; si hubiera sido el mágnum de Harry el Sucio, quizás otro gallo habría cantado); sinó por la exagerada sobreactuación de los protas.
El guión trata de cerrar de forma chabacana, y el que Ryan salga vivo del asunto no obedece a otra que mostrarle encerrado en el psiquiátrico, para poder terminar con este último guiño al maestro Hitchcock. Por cierto, curioso es que, así como a Norman Bates le basta con tener a su madre momificada, Ryan tiene que tomarse tantas molestias para «mantener viva» a Carrie Ann. Lo primero resulta más pragmático ¿no creen?
Es una pena que no pueda acercársele más allá de la altura de la suela del zapato. Pues comparándose ambas, se podría haber sacado más partido de los elementos que aporta la historia de «House at the End of the Street». Pero la fórmula de Tonderai, de querer ensamblar tal argumento con el formato de una insustancial historia de adolescentes, junto a su poca pericia en la dirección de los intérpretes, lo echa a perder.
Aun así, más digna de «Psicosis» que el cochambroso remake que de ésta hizo el inepto Gus Van Sant. A pesar de todo, si no buena, interesante sólo por permitirnos fantasear sobre lo que habría podido ser, con un trabajo más esmerado.
Incluso cuando, no muy entrados en el timing de la película, se desvela lo que tiene encerrado en el subterráneo, preservamos una extraña compasión por creer, en un principio, que la muchacha encerrada que mora en los bajos, es realmente su hermana, y él protege el secreto de su existencia real, hecha cuento para asustar a niños en boca de los lugareños.
La narrativa marca tres fases perfectamente identificables: una presentación en la que aparecen in situ de la acción, las dos recién llegadas. En esta parte, en la que llevan a cabo su proceso de acomodación al lugar (la madre se entrega por completo a su trabajo en el hospital, para soltarse de los lastres de su vida, y Elissa activa su radar para decidir con quién será más interesante socializar). La atmósfera de este momento, queda gobernada por la expectativa i un cierto aire de terror y de misterio, que por desgracia se diluye en vericuetos de drama-comedia de adolescentes inadaptados. Mal vamos; a las primeras cucharadas de sopa percibimos que alguien se descuidó de echar sal a la olla.
En la parte central del desarrollo, que empieza con la revelación de la primera escena del sótano, asistimos al desdoblamiento de dos realidades: la relación de Ryan con Elissa, que da continuidad a esa tónica de teens romance, que mantiene a la chica colgada de su galán, completamente en la parra; i, por otro lado, la paulatina transformación del efímero terror o misterio inicial, en suspense, en paralelo a la transformación hacia lo oscuro que se nos va desvelando sobre Ryan, y que llega a su punto culminante en el momento que arrea una paliza a Tyler, después de que le destrocen el coche.
Desde el momento en que Elisa descubre los indicios definitivos de lo que sucede en el sótano, se revela la identidad del asesino, y con ella el lúcido recuerdo que tiene Ryan de lo acontecido con su hermana, que murió accidentalmente jugando con él en el jardín, mientras sus padres se colocaban en la cama. Llegamos a la resolución de la trama, que se viene de forma atropellada, alocada y poco creíble, ya no tanto por el hecho de que Ryan sobreviva a tres disparos, o Sarah a una puñalada con la hoja de un cuchillo clavada hasta el fondo. (no es tan fácil cargarse a alguien con tres tiros del calibre de una automática de poli local; si hubiera sido el mágnum de Harry el Sucio, quizás otro gallo habría cantado); sinó por la exagerada sobreactuación de los protas.
El guión trata de cerrar de forma chabacana, y el que Ryan salga vivo del asunto no obedece a otra que mostrarle encerrado en el psiquiátrico, para poder terminar con este último guiño al maestro Hitchcock. Por cierto, curioso es que, así como a Norman Bates le basta con tener a su madre momificada, Ryan tiene que tomarse tantas molestias para «mantener viva» a Carrie Ann. Lo primero resulta más pragmático ¿no creen?
Es una pena que no pueda acercársele más allá de la altura de la suela del zapato. Pues comparándose ambas, se podría haber sacado más partido de los elementos que aporta la historia de «House at the End of the Street». Pero la fórmula de Tonderai, de querer ensamblar tal argumento con el formato de una insustancial historia de adolescentes, junto a su poca pericia en la dirección de los intérpretes, lo echa a perder.
Aun así, más digna de «Psicosis» que el cochambroso remake que de ésta hizo el inepto Gus Van Sant. A pesar de todo, si no buena, interesante sólo por permitirnos fantasear sobre lo que habría podido ser, con un trabajo más esmerado.