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Voto de Jordirozsa:
6
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Terror
Hazel enrola a un grupo de maleantes en un plan infalible para hacerse ricos de la noche a la mañana. Lo único que deben hacer es secuestrar a la hija de un millonario y esperar cómodamente el rescate. Lo que no podían prever la protagonista y sus esbirros es que la chica estaría poseída por un letal demonio. (FILMAFFINITY)
16 de febrero de 2023
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sin complejos, el director Alastair Orr, con una media docena de películas firmadas hasta la fecha, se zambulle de lleno en el género del terror, erigiéndose así como una de las promesas para crear escuela patria del género, en Sudáfrica. Otras producciones como «Siembamba» (aka «The Lullaby») (2018), de Darrell James Roodt, introducen elementos más propios de la tradición histórica del país. Pero en esta cinta se conjura todo de una manera mucho más genérica y despersonalizada; como una mímesis de un artículo hecho a molde, proveniente de la gran fábrica yanqui: la propia ambientación podría situarse en cualquier parte del club de la cultura anglosajona: Estados Unidos, Canadá, Reino Unido, Australia…
Orr habría podido elaborar un filme con más originalidad y presencia, aportando algo más atractivo en su presentación en el FrightFest Film Festival de Londres, el 26 de agosto de 2016, donde fue exhibida por primera vez al público.
No quedan demasiadas dudas en lo que respecta a las intenciones del realizador. Apuesta a las claras por una rentabilidad comercial, sin arriesgarse en elucubraciones argumentales ni experimentos estilísticos, a base de un pastiche de subgéneros de los que bebe el guion, que él mismo escribió juntamente con Catherine Blackman y Jonathan Jordaan: una trama muy simple para un combinado en extremo concentrado de esencias de varias temáticas del horror juntas, que tocan su punto de hibridación con el cine de extraterrestres monstruosos, como la franquicia de «Aliens» (1979 – 2017) o «The Thing» (1982) (y su pretendida precuela de 2011), y de acción, como Blade (1998) y Blade II (2002). Si alguien me permite la comparación, sería como en un restaurante indio. Pocas veces habrá que ir, para darse cuenta de que la base de los platos siempre será la misma: nan, arroz, pollo, cordero y guisantes, ingredientes esenciales que se podrán degustar en centenares de combinaciones y de salsas posibles, algunas de ellas cargaditas de especias, y, encima, picantes a rabiar.
Esto es lo que es «From a House on Willow Street»: un guiso hecho para la funcionalidad y el entretenimiento, sin buscar la excelencia artística, más allá de una buena factura técnica, unos decentes efectos especiales, dos «protas» más o menos solventes (con personajes de apoyo que dan el pego, pero completamente desconocidos) y un «script» que va a lo que va: a asegurar el tiro.
Acorde con la trama, el set se concibe a partir de una sencillez pareja: dos localizaciones básicas, que no exigen demasiada sofisticación, pero a la vez ideales para infundir una atmósfera de mal rollo, son las que Mickey Erasmus apaña para la acción: la siniestra casa nominada en el título (en cuyas vistas exteriores, como no podría ser de otra manera, aparecen los sauces que dan nombre a la calle en la que se halla sita la vivienda), y un complejo industrial abandonado, desballestado, sucio y ruinoso, que hará de cuartel general de los protagonistas: cuatro cacos de poca monta, que planean secuestrar a la hija de un adinerado comerciante de diamantes, para exigirle un generoso rescate, y poder cambiar así sus miserables vidas (o lo que ellos consideran como tal), con las ganancias (¿a quién no le suena ya esto, no sólo en el cine, desde su época fundacional, sino ya de clásicos de la literatura?).
La cámara de Brendan Barnes nos sitúa durante todo el rodaje en escenas nocturnas. Por ello, la oscuridad es el patrón dominante durante toda la cinta, quedando justificado el tono sombrío, nebuloso y, en momentos de «flashback» (para destacar el lenguaje visual onírico) difuminado, que va tomando la imagen. Por ello se pueden entender algunos reproches sobre el presunto exceso de negrura en la imagen. Por otro lado, aplica en no pocas ocasiones los juegos del claroscuro, en los que el aura de lobreguez que envuelve el foco de la iluminación, se instaura como espacio incierto del que puede emerger, en un momento dado, de forma inesperada, cualquier elemento terrorífico y/u hostil. Un efecto de tensión por el que manifiestamente apuesta Orr.
La banda sonora de Andries Smit, dentro del ya convencional uso ecléctico de la orquesta sinfónica con injerencias de efectos electrónicos para crear ominosas atmósferas, cumple sin demasiada brillantez su cometido en el transcurso de la historia. Utiliza un registro que ya es muy genérico en este tipo de películas, sin molestarse demasiado a dar un carácter propio a la puesta en escena de las partes más dramáticas, frente a las que implican un mayor suspense o, ya más hacia el último acto, de trepidante acción. Una línea bastante uniforme que discurre como trasfondo, sin dar mayor relieve característico a las diferentes y diversas situaciones.
Para mitigar la impresión de lentitud en la marcha del guion, Orr recurre, en el acto central, a la consecución de dos escenas en paralelo: mientras dos de los secuestradores (Hazel y Mark), permanecen en el decrépito espacio de la factoría abandonada que usan como «escondrijo», a merced de lo que ya se intuye la «malrollera» compañía de una secuestrada, Katherine, (que resultará ser algo muy diferente de lo que ellos esperaban), Ade (el novio de la prota), y el primo «chungo», James, se van al domicilio de los Hudson para ver que se cuece allí, que los señores no habían respondido a la llamada para pedirles el rescate, y por esto ya se empieza a adivinar que algo huele mal; tan mal como los cadáveres de días que se encuentran en la casa los cacos, tanto del desventurado matrimonio, como los de dos sacerdotes, atravesados todos por varias herramientas punzantes y/o cortantes. Por lo que ambos chicos se largan del lugar cagando leches.
Entre ambos escenarios, a cada cuál más espeluznante, se extiende el no menos pavoroso bosque, que aparte de «puente» o «pasarela» entre fuego y brasas del infierno escénico creado, servirá como tablado en el que se resolverá la trama, antes de la caída del telón con la desfilada de títulos de crédito finales.
Orr habría podido elaborar un filme con más originalidad y presencia, aportando algo más atractivo en su presentación en el FrightFest Film Festival de Londres, el 26 de agosto de 2016, donde fue exhibida por primera vez al público.
No quedan demasiadas dudas en lo que respecta a las intenciones del realizador. Apuesta a las claras por una rentabilidad comercial, sin arriesgarse en elucubraciones argumentales ni experimentos estilísticos, a base de un pastiche de subgéneros de los que bebe el guion, que él mismo escribió juntamente con Catherine Blackman y Jonathan Jordaan: una trama muy simple para un combinado en extremo concentrado de esencias de varias temáticas del horror juntas, que tocan su punto de hibridación con el cine de extraterrestres monstruosos, como la franquicia de «Aliens» (1979 – 2017) o «The Thing» (1982) (y su pretendida precuela de 2011), y de acción, como Blade (1998) y Blade II (2002). Si alguien me permite la comparación, sería como en un restaurante indio. Pocas veces habrá que ir, para darse cuenta de que la base de los platos siempre será la misma: nan, arroz, pollo, cordero y guisantes, ingredientes esenciales que se podrán degustar en centenares de combinaciones y de salsas posibles, algunas de ellas cargaditas de especias, y, encima, picantes a rabiar.
Esto es lo que es «From a House on Willow Street»: un guiso hecho para la funcionalidad y el entretenimiento, sin buscar la excelencia artística, más allá de una buena factura técnica, unos decentes efectos especiales, dos «protas» más o menos solventes (con personajes de apoyo que dan el pego, pero completamente desconocidos) y un «script» que va a lo que va: a asegurar el tiro.
Acorde con la trama, el set se concibe a partir de una sencillez pareja: dos localizaciones básicas, que no exigen demasiada sofisticación, pero a la vez ideales para infundir una atmósfera de mal rollo, son las que Mickey Erasmus apaña para la acción: la siniestra casa nominada en el título (en cuyas vistas exteriores, como no podría ser de otra manera, aparecen los sauces que dan nombre a la calle en la que se halla sita la vivienda), y un complejo industrial abandonado, desballestado, sucio y ruinoso, que hará de cuartel general de los protagonistas: cuatro cacos de poca monta, que planean secuestrar a la hija de un adinerado comerciante de diamantes, para exigirle un generoso rescate, y poder cambiar así sus miserables vidas (o lo que ellos consideran como tal), con las ganancias (¿a quién no le suena ya esto, no sólo en el cine, desde su época fundacional, sino ya de clásicos de la literatura?).
La cámara de Brendan Barnes nos sitúa durante todo el rodaje en escenas nocturnas. Por ello, la oscuridad es el patrón dominante durante toda la cinta, quedando justificado el tono sombrío, nebuloso y, en momentos de «flashback» (para destacar el lenguaje visual onírico) difuminado, que va tomando la imagen. Por ello se pueden entender algunos reproches sobre el presunto exceso de negrura en la imagen. Por otro lado, aplica en no pocas ocasiones los juegos del claroscuro, en los que el aura de lobreguez que envuelve el foco de la iluminación, se instaura como espacio incierto del que puede emerger, en un momento dado, de forma inesperada, cualquier elemento terrorífico y/u hostil. Un efecto de tensión por el que manifiestamente apuesta Orr.
La banda sonora de Andries Smit, dentro del ya convencional uso ecléctico de la orquesta sinfónica con injerencias de efectos electrónicos para crear ominosas atmósferas, cumple sin demasiada brillantez su cometido en el transcurso de la historia. Utiliza un registro que ya es muy genérico en este tipo de películas, sin molestarse demasiado a dar un carácter propio a la puesta en escena de las partes más dramáticas, frente a las que implican un mayor suspense o, ya más hacia el último acto, de trepidante acción. Una línea bastante uniforme que discurre como trasfondo, sin dar mayor relieve característico a las diferentes y diversas situaciones.
Para mitigar la impresión de lentitud en la marcha del guion, Orr recurre, en el acto central, a la consecución de dos escenas en paralelo: mientras dos de los secuestradores (Hazel y Mark), permanecen en el decrépito espacio de la factoría abandonada que usan como «escondrijo», a merced de lo que ya se intuye la «malrollera» compañía de una secuestrada, Katherine, (que resultará ser algo muy diferente de lo que ellos esperaban), Ade (el novio de la prota), y el primo «chungo», James, se van al domicilio de los Hudson para ver que se cuece allí, que los señores no habían respondido a la llamada para pedirles el rescate, y por esto ya se empieza a adivinar que algo huele mal; tan mal como los cadáveres de días que se encuentran en la casa los cacos, tanto del desventurado matrimonio, como los de dos sacerdotes, atravesados todos por varias herramientas punzantes y/o cortantes. Por lo que ambos chicos se largan del lugar cagando leches.
Entre ambos escenarios, a cada cuál más espeluznante, se extiende el no menos pavoroso bosque, que aparte de «puente» o «pasarela» entre fuego y brasas del infierno escénico creado, servirá como tablado en el que se resolverá la trama, antes de la caída del telón con la desfilada de títulos de crédito finales.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Aquella funesta selva, lejos de representar una vía de escape, se antoja más como embudo a través del que los personajes irán de Guatemala a «Guatepeor».
Durante el decurso de la idea argumental de la que tira Orr, asistimos a un pase multicolor de tópicos de género: atracos/secuestros, en el que por imperativo narrativo siempre se trata del golpe más arriesgado, aquél en el que los perpetradores se juegan el todo por el todo, y que a pesar de representar que está hiper planificado, aparecerá el fatal contratiempo (en este caso una secuestrada poseída por un demonio), que dará al traste con todo (Orr no se detiene en contarlo, pues no dedica casi metraje a esta parte más que una secuencia de imágenes en las que toman fotos del lugar y de sus moradores entrando en él, también de noche, o las escuetas frases del breve diálogo entre los captores planeando el golpe en un zulo, a la luz de una bombilla); el terror de posesiones y exorcismos, pero con toques de manga (posesos y posesas con poderes tele cinésicos e inmunes a las balas); injertos de «metraje encontrado» que sirven para desvelar el «background» del pifostio que se arma, y de los figuras que lo representan (no sabremos del trasfondo de ellos más de lo justo y necesario para justificar el devenir y conclusión final de los acontecimientos); y la bastante graciosa (con cierto tinte de comicidad intencionada, posiblemente) mezcla de zombies y bichos, con los apéndices viscosos y recubiertos de púas de los que se sirve el demonio para ir poseyendo a sus víctimas, en una burlona alegoría a esos besos en los que, como se dice vulgarmente, «se mete la lengua hasta el fondo».
Muy hábilmente, y con la finalidad de evitar la aparición y acción final de un «deus ex machina», ya en la introducción, cuando vemos a Hazel (Sharni Vinson) levantarse de la cama dando la espalda al espectador, podemos apreciar en la zona de su hombro-omóplato (parte extendiéndose bajo el top negro), los vestigios de una antigua quemadura. Lo que relacionamos directamente con las llamas que parecen consumir una habitación durante los títulos de crédito iniciales.
A modo de «planting», los efectos hacen aparecerse a Hazel (igual que los demás personajes son víctimas de tormentosas alucinaciones relacionadas con su pasado), las humeantes chispas que hacen de estela a la sombra del fantasma de su fallecida madre, espíritu que aparecerá para destruir a los poseídos Mark y James, y que ayudará a que Hazel entienda que el único modo de destruir a su antagonista (Katherine), es destruirla también por medio del fuego (el «pay off»), cosa que infructuosamente habían intentado los desdichados que fueron hallados brutalmente asesinados en la casa de Willow Street.
El dúo formado por las bellas y efectivas (aunque algo desconocidas) Sharni Vinson (la cerebro del secuestro) y Carlyn Burchell (secuestrada posesa), es el que sostiene el peso dramático de la labor interpretativa. Ambas constituyen un juego de reflejos, como si metafóricamente una viniese a ser el espejo de la otra, encarnando simbólicamente, una vez más, esta maniquea forma del Bien contra el Mal, invirtiendo el código de identificaciones que el espectador elaborará hacia los respectivos roles de los personajes.
El resto de actores (Steven John Ward, Gustav Gerdener, y el debutante Zino Ventura, en su posición de secundarios en primer plano; Ter Hollmann y Gina Shmukler, en el papel de sufridos padres de Katherine, y, finalmente Jonathan Taylor y Ashish Gangapersad como sacerdotes exorcistas), en su status en la estructura piramidal de peso específico del elenco), desarrollan una muy decente y profesional labor.
El resultado es una pieza (a falta de maduración narrativa), que cumple su cometido de entretener, y que nos hace pensar que tener a alguien poseído en el sótano, no es aconsejable alternativa a los sistemas de alarmas que ahora los bancos se empeñan en vender. Para proteger el hogar, me quedo con un pastor alemán… o unas cuantas ocas.
Durante el decurso de la idea argumental de la que tira Orr, asistimos a un pase multicolor de tópicos de género: atracos/secuestros, en el que por imperativo narrativo siempre se trata del golpe más arriesgado, aquél en el que los perpetradores se juegan el todo por el todo, y que a pesar de representar que está hiper planificado, aparecerá el fatal contratiempo (en este caso una secuestrada poseída por un demonio), que dará al traste con todo (Orr no se detiene en contarlo, pues no dedica casi metraje a esta parte más que una secuencia de imágenes en las que toman fotos del lugar y de sus moradores entrando en él, también de noche, o las escuetas frases del breve diálogo entre los captores planeando el golpe en un zulo, a la luz de una bombilla); el terror de posesiones y exorcismos, pero con toques de manga (posesos y posesas con poderes tele cinésicos e inmunes a las balas); injertos de «metraje encontrado» que sirven para desvelar el «background» del pifostio que se arma, y de los figuras que lo representan (no sabremos del trasfondo de ellos más de lo justo y necesario para justificar el devenir y conclusión final de los acontecimientos); y la bastante graciosa (con cierto tinte de comicidad intencionada, posiblemente) mezcla de zombies y bichos, con los apéndices viscosos y recubiertos de púas de los que se sirve el demonio para ir poseyendo a sus víctimas, en una burlona alegoría a esos besos en los que, como se dice vulgarmente, «se mete la lengua hasta el fondo».
Muy hábilmente, y con la finalidad de evitar la aparición y acción final de un «deus ex machina», ya en la introducción, cuando vemos a Hazel (Sharni Vinson) levantarse de la cama dando la espalda al espectador, podemos apreciar en la zona de su hombro-omóplato (parte extendiéndose bajo el top negro), los vestigios de una antigua quemadura. Lo que relacionamos directamente con las llamas que parecen consumir una habitación durante los títulos de crédito iniciales.
A modo de «planting», los efectos hacen aparecerse a Hazel (igual que los demás personajes son víctimas de tormentosas alucinaciones relacionadas con su pasado), las humeantes chispas que hacen de estela a la sombra del fantasma de su fallecida madre, espíritu que aparecerá para destruir a los poseídos Mark y James, y que ayudará a que Hazel entienda que el único modo de destruir a su antagonista (Katherine), es destruirla también por medio del fuego (el «pay off»), cosa que infructuosamente habían intentado los desdichados que fueron hallados brutalmente asesinados en la casa de Willow Street.
El dúo formado por las bellas y efectivas (aunque algo desconocidas) Sharni Vinson (la cerebro del secuestro) y Carlyn Burchell (secuestrada posesa), es el que sostiene el peso dramático de la labor interpretativa. Ambas constituyen un juego de reflejos, como si metafóricamente una viniese a ser el espejo de la otra, encarnando simbólicamente, una vez más, esta maniquea forma del Bien contra el Mal, invirtiendo el código de identificaciones que el espectador elaborará hacia los respectivos roles de los personajes.
El resto de actores (Steven John Ward, Gustav Gerdener, y el debutante Zino Ventura, en su posición de secundarios en primer plano; Ter Hollmann y Gina Shmukler, en el papel de sufridos padres de Katherine, y, finalmente Jonathan Taylor y Ashish Gangapersad como sacerdotes exorcistas), en su status en la estructura piramidal de peso específico del elenco), desarrollan una muy decente y profesional labor.
El resultado es una pieza (a falta de maduración narrativa), que cumple su cometido de entretener, y que nos hace pensar que tener a alguien poseído en el sótano, no es aconsejable alternativa a los sistemas de alarmas que ahora los bancos se empeñan en vender. Para proteger el hogar, me quedo con un pastor alemán… o unas cuantas ocas.