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Voto de Jordirozsa:
5
2,0
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Terror. Intriga
Alice Nelson vive traumatizada por el asesinato de su hijo. Tras pasar por una institución psiquiátrica para recuperarse de sus problemas emocionales, ahora, años después, a consecuencia de una oleada de crímenes que repiten las características del caso de su hijo, Alice se obsesiona con atrapar al criminal. Para ello contará con la ayuda del detective Weiss, el investigador de la policía que se encarga del caso. La protagonista, además ... [+]
9 de julio de 2022
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
No es para menos que los incondicionales del “slasher” palomitero salieran bastante decepcionados del trabajo de James Eaves y Johannes Roberts. “Hellbreeder” (o, “La resurrección del Mal”) es una película cuyo lenguaje cinematográfico dista mucho de poderse decir figurativo; todo él está constituído por una secuencia de episodios oníricos que el montaje se encarga de dividir en las apenas dos subtramas de las que se compone el guion.
El tándem formado por aquel entonces dos jovenzuelos realizadores, había realizado otra película de características similares, “Sanitarium” fechada del año 2001. De esta pareja de experimentadores, fue Johannes Roberts quien posteriormente llegaría a dirigir otras películas, algunas de ellas de relativa popularidad y calidad, como fueron las dos entregas sobre voraces escualos, “A 47 metros”, de 2017 y “A 47 metros 2”, de 2019.
Tiene una cierta lógica, pues, que dos advenedizos creadores quisieran darle el aire experimental a una cinta que, por otro lado, toma prestados varios elementos narrativos propios de otros imaginarios, como podría ser del de Stephen King, con la figura del payaso asesino.
De igual manera, las referencias no sólo son iconográficas, sino que también las podemos hallar en otros canales; por ejemplo, la banda sonora de la película es en sí misma una mimesis del estilo minimalista de Mike Ofield, con claras reminiscencias a su tema para el “Exorcista” (1973), o la forma claramente identificable del tema de “Halloween” compuesto por su propio director, John Carpenter. Cabe mencionar aquí que la referencia al mito de la saga de Michael Myers es una inversión de lo que sucede en Halloween: allí, se empieza con el asesinato de una adolescente a manos de su hermano menor desquiciado, vestido de payaso-arlequín, a cuchilladas. En “Hellbreeder” será al revés: un asesino vestido de payaso, o un payaso monstruoso asesino, como quiera verse, será el asesino de varios niños. Y con eso, ya solo la imagen de la carátula puede inducir a un importante equivoco para aquellos que, sintiéndose atraídos por ella, crean que van a ver una especie de remake de la creación original de Carpenter. Incluso el tráiler invita a creer algo por el estilo.
Sin embargo, la impronta más notoria en el repertorio de incautaciones que Eaves i Roberts hacen de otras ideas originales es la que identificamos de “It”. Y no es la única, puesto que la criatura parida por King, ha sido también requisada en inumerables producciones fílmicas. De hecho el payaso asesino, le guste o no a su demiurgo, ha pasado a ser un símbolo del terror universal en cuestión del tiempo de apenas una generación. De modo, que a pesar de las evidencias habidas, no podemos hablar en ningún caso de que se haya cometido algún tipo de plagio. Algunos comentaristas sugieren eso, pero se trata más bien de la utilización, por parte de los directores, de un icono hecho ya tan popular, que está incrustado de forma inextricable en la parada de los monstruos de la literatura. Por lo tanto, tiendo a pensar que se toma la figura del payaso asesino cómo se podría haber tomado la del Conde Drácula, el hombre lobo, la momia..., o cualquier engendro parejo. En esta película, el bicho sobrenatural de turno (si es que se puede hablar de una presencia sobrenatural en lo que nos quieren contar realmente), es es algo puramente accesorio.
Más bien, la clave de la enjundia en el argumento, es llegar a ser capaces de discernir si los protagonistas se enfrentan de verdad a realidades de otro mundo, o se trata de la visión distorsionada de la realidad, al borde de lo psicótico, desde la perspectiva de la primera persona de la principal, interpretada muy decentemente por Lyndie Uphill, una actriz de la que no he conseguido hallar rastro en ninguna otra producción cinematográfica.
incluso el argumento, que si escarbamos en archivos y estanterías llenas de polvo de la historia del cine, encontraremos incontables similares, parece querer ser algo irrelevante en las auténticas intenciones de la pareja de directores. A primera vista no se puede negar que para ambos prima, no un contenido, que reciclan casi al cien por cien de otros, sino el amplio despliegue de recursos y efectos con los que tejen el surrealista lenguaje empleado en la construcción de esta historia.
Un clarísimo ejemplo de ello es el conjunto de planos, enfoques y movimientos con los que juega la cámara de John Ragget. Con todos ellos se pretende describir, básicamente, el estado mental de la protagonista, y la construcción particular, propia, del mundo que la rodea y de todo lo que le está sucediendo. Ciertamente ahí está el regodeo en lo que parece un ensayo del laboratorio con la fotografía, saturada de tonalidades amarillentas y de puntos de luz que nos traen a lo que las cámaras captaban durante los años finales de los 70 y 80, hasta tal punto que raya el exhibicionismo.
Poca o casi ninguna casquería. Apenas efectos digitales debidamente trabajados, y la sección de maquillaje está acaparada por las apariciones del payaso. Esta factura es otro apartado al que se despoja de toda relevancia. Y los diálogos brillarán por su escasez en casi todo el metraje.
Los pocos escenarios en los que se desarrolla la acción, todos ellos reducidos a una expresión tan minimalista con la iluminación y los encuadres, y en buena medida con un considerable nivel de indiferenciación entre ellos, que en las sucesivas secuencias llegan a ser prácticamente irrelevantes para la contextualización de todo lo que va sucediendo.
El epicentro de la interpretación y la dirección de actores se focaliza descaradamente en el personaje de Alice, esa desconsolada madre, que después de perder a su hijo, presumiblemente víctima del payaso asesino, y presa del sentimiento de culpa que se nos muestra autoatribuido a través de las fantasías oníricas en las que aparece la familia de su marido achacándole lo mala madre que es, se embarca en una búsqueda obsesiva del autor del crimen,
El tándem formado por aquel entonces dos jovenzuelos realizadores, había realizado otra película de características similares, “Sanitarium” fechada del año 2001. De esta pareja de experimentadores, fue Johannes Roberts quien posteriormente llegaría a dirigir otras películas, algunas de ellas de relativa popularidad y calidad, como fueron las dos entregas sobre voraces escualos, “A 47 metros”, de 2017 y “A 47 metros 2”, de 2019.
Tiene una cierta lógica, pues, que dos advenedizos creadores quisieran darle el aire experimental a una cinta que, por otro lado, toma prestados varios elementos narrativos propios de otros imaginarios, como podría ser del de Stephen King, con la figura del payaso asesino.
De igual manera, las referencias no sólo son iconográficas, sino que también las podemos hallar en otros canales; por ejemplo, la banda sonora de la película es en sí misma una mimesis del estilo minimalista de Mike Ofield, con claras reminiscencias a su tema para el “Exorcista” (1973), o la forma claramente identificable del tema de “Halloween” compuesto por su propio director, John Carpenter. Cabe mencionar aquí que la referencia al mito de la saga de Michael Myers es una inversión de lo que sucede en Halloween: allí, se empieza con el asesinato de una adolescente a manos de su hermano menor desquiciado, vestido de payaso-arlequín, a cuchilladas. En “Hellbreeder” será al revés: un asesino vestido de payaso, o un payaso monstruoso asesino, como quiera verse, será el asesino de varios niños. Y con eso, ya solo la imagen de la carátula puede inducir a un importante equivoco para aquellos que, sintiéndose atraídos por ella, crean que van a ver una especie de remake de la creación original de Carpenter. Incluso el tráiler invita a creer algo por el estilo.
Sin embargo, la impronta más notoria en el repertorio de incautaciones que Eaves i Roberts hacen de otras ideas originales es la que identificamos de “It”. Y no es la única, puesto que la criatura parida por King, ha sido también requisada en inumerables producciones fílmicas. De hecho el payaso asesino, le guste o no a su demiurgo, ha pasado a ser un símbolo del terror universal en cuestión del tiempo de apenas una generación. De modo, que a pesar de las evidencias habidas, no podemos hablar en ningún caso de que se haya cometido algún tipo de plagio. Algunos comentaristas sugieren eso, pero se trata más bien de la utilización, por parte de los directores, de un icono hecho ya tan popular, que está incrustado de forma inextricable en la parada de los monstruos de la literatura. Por lo tanto, tiendo a pensar que se toma la figura del payaso asesino cómo se podría haber tomado la del Conde Drácula, el hombre lobo, la momia..., o cualquier engendro parejo. En esta película, el bicho sobrenatural de turno (si es que se puede hablar de una presencia sobrenatural en lo que nos quieren contar realmente), es es algo puramente accesorio.
Más bien, la clave de la enjundia en el argumento, es llegar a ser capaces de discernir si los protagonistas se enfrentan de verdad a realidades de otro mundo, o se trata de la visión distorsionada de la realidad, al borde de lo psicótico, desde la perspectiva de la primera persona de la principal, interpretada muy decentemente por Lyndie Uphill, una actriz de la que no he conseguido hallar rastro en ninguna otra producción cinematográfica.
incluso el argumento, que si escarbamos en archivos y estanterías llenas de polvo de la historia del cine, encontraremos incontables similares, parece querer ser algo irrelevante en las auténticas intenciones de la pareja de directores. A primera vista no se puede negar que para ambos prima, no un contenido, que reciclan casi al cien por cien de otros, sino el amplio despliegue de recursos y efectos con los que tejen el surrealista lenguaje empleado en la construcción de esta historia.
Un clarísimo ejemplo de ello es el conjunto de planos, enfoques y movimientos con los que juega la cámara de John Ragget. Con todos ellos se pretende describir, básicamente, el estado mental de la protagonista, y la construcción particular, propia, del mundo que la rodea y de todo lo que le está sucediendo. Ciertamente ahí está el regodeo en lo que parece un ensayo del laboratorio con la fotografía, saturada de tonalidades amarillentas y de puntos de luz que nos traen a lo que las cámaras captaban durante los años finales de los 70 y 80, hasta tal punto que raya el exhibicionismo.
Poca o casi ninguna casquería. Apenas efectos digitales debidamente trabajados, y la sección de maquillaje está acaparada por las apariciones del payaso. Esta factura es otro apartado al que se despoja de toda relevancia. Y los diálogos brillarán por su escasez en casi todo el metraje.
Los pocos escenarios en los que se desarrolla la acción, todos ellos reducidos a una expresión tan minimalista con la iluminación y los encuadres, y en buena medida con un considerable nivel de indiferenciación entre ellos, que en las sucesivas secuencias llegan a ser prácticamente irrelevantes para la contextualización de todo lo que va sucediendo.
El epicentro de la interpretación y la dirección de actores se focaliza descaradamente en el personaje de Alice, esa desconsolada madre, que después de perder a su hijo, presumiblemente víctima del payaso asesino, y presa del sentimiento de culpa que se nos muestra autoatribuido a través de las fantasías oníricas en las que aparece la familia de su marido achacándole lo mala madre que es, se embarca en una búsqueda obsesiva del autor del crimen,
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
paralelamente al infructuoso trabajo que está realizando el departamento de homicidios de la policía, representado en los personajes interpretados por Dominique Pinon y Tina Barnes, los dos agentes en cuya investigación interferirá la desesperada progenitora en busca de respuestas.
Con lo cual, la apariencia de un simple producto naif, elaborado por estudiantes de final de carrera, está servida. Y con ello el desconcierto y las airadas reacciones de todos los “desprevenidos” e “incautos” que cayeron en el reclamo del envoltorio de la película y la exigua sinopsis que figurase en su dorso. He aquí la osadía de dos treintañeros que montaron una especie de continuación de su primer ensayo juntos con el terror.
Ahora bien: en palabras de un amigo y compañero mío de batallas en la docencia, si abordamos esta cinta desde una perspectiva de un psicoanálisis, aunque éste sea silvestre, sacaremos más miga que otros. Con ello no quiero insinuar que cualquiera que raje legítimamente de este producto, sea tonto o ignorante. Pero hace falta una cierta familiaridad con los conceptos que sigmund Freud aplicó en su clínica para el estudio del funcionamiento de la mente.
Tanto la perspectiva narrativa de la película, como los diferentes elementos, tanto figurativos como simbólicos que en ella aparecen, nos dan muhas pistas sobre la naturaleza perturbada de la mente de Alice, que es incapaz de procesar la pérdida de su hijo.
No solo eso, sino que todo el ciclo temático del film gira entorno a la descripción del funcionamiento patológico de una psique enquistada en lo psicótico; perfectamente representado en la recurrente manifestación de la pulsión oral que actúan todos los personajes, puesto que se pasan casi todo el rato fumando.
Igual que en la película “Psicosis” (1960), de Alfred Hitchcock, pero aquí desde la perspectiva de la figura de la madre, somos testigos de la incapacidad de disolución de la indiferenciación en el vínculo materno filial. La natural evolución socio afectiva implica la necesaria y progresiva separación del yo del hijo o hija, desde sus respectivos progenitores, especialmente la madre.
Es la figura paterna la que entra en escena propiciando este proceso de diferenciación; lo que en términos psicoanalíticos se llama el “spaltung”. Resulta obvio que esa función de romper esa fusión “yoica” entre madre e hijo, la cumple el payaso asesino. O, en su caso, el asesino a secas.
Para rizar el rizo, aparece la imago masculina del anuncio de perfumes, hombre atractivo joven y rudo al que Alice termina llevándose a la cama. El guion no nos deja claro si este personaje es una figura benefactora en la realidad de Alice; alguien que aparece para ayudarle a encontrar y desenmascarar al asesino, o se trata de la visión distorsionada del propio asesino hacia el que Alice proyecta y consuma un deseo sexual, al no aceptar que se trate del responsable de la muerte de su vástago, y ser incapaz de trasladar la figura del niño perdido al plano simbólico.
Desde su inconsciente, Alice hace una escisión proyectada de la figura paterna: el mismo que lleva al “Spaltung” es a la vez objeto de placer, y a la vez un monstruo asesino.
Así pues, sería la vivencia de Alice la que nos guiaría en todo este proceso. Una figura bastante desprovista de cualquier tipo de feminidad, un esbozo cercano al personaje de “Kill Bill”, o de la Sarah Connor de “The Terminator” (1984)…
Sería entonces esta lectura la que nos permitiría hallar cierto rastro para reconstruir el significado de lo que se nos plantea en “Hellbreeder”. Y aún así puedo haber pecado de sobreinterpretación. Pero es lógico y legítimo poder echar mano de alguna hermenéutica para entender lo que vimos en la pantalla.
Ahora bien, dado el derroche de cigarrillos que todos ahí se permiten, en vez de la horrible música que compuso uno de los dos directores, Johannes Roberts, yo habría preferido sinceramente la canción de Sarita Montiel... se imaginarán ustedes a cuál me refiero.
Con lo cual, la apariencia de un simple producto naif, elaborado por estudiantes de final de carrera, está servida. Y con ello el desconcierto y las airadas reacciones de todos los “desprevenidos” e “incautos” que cayeron en el reclamo del envoltorio de la película y la exigua sinopsis que figurase en su dorso. He aquí la osadía de dos treintañeros que montaron una especie de continuación de su primer ensayo juntos con el terror.
Ahora bien: en palabras de un amigo y compañero mío de batallas en la docencia, si abordamos esta cinta desde una perspectiva de un psicoanálisis, aunque éste sea silvestre, sacaremos más miga que otros. Con ello no quiero insinuar que cualquiera que raje legítimamente de este producto, sea tonto o ignorante. Pero hace falta una cierta familiaridad con los conceptos que sigmund Freud aplicó en su clínica para el estudio del funcionamiento de la mente.
Tanto la perspectiva narrativa de la película, como los diferentes elementos, tanto figurativos como simbólicos que en ella aparecen, nos dan muhas pistas sobre la naturaleza perturbada de la mente de Alice, que es incapaz de procesar la pérdida de su hijo.
No solo eso, sino que todo el ciclo temático del film gira entorno a la descripción del funcionamiento patológico de una psique enquistada en lo psicótico; perfectamente representado en la recurrente manifestación de la pulsión oral que actúan todos los personajes, puesto que se pasan casi todo el rato fumando.
Igual que en la película “Psicosis” (1960), de Alfred Hitchcock, pero aquí desde la perspectiva de la figura de la madre, somos testigos de la incapacidad de disolución de la indiferenciación en el vínculo materno filial. La natural evolución socio afectiva implica la necesaria y progresiva separación del yo del hijo o hija, desde sus respectivos progenitores, especialmente la madre.
Es la figura paterna la que entra en escena propiciando este proceso de diferenciación; lo que en términos psicoanalíticos se llama el “spaltung”. Resulta obvio que esa función de romper esa fusión “yoica” entre madre e hijo, la cumple el payaso asesino. O, en su caso, el asesino a secas.
Para rizar el rizo, aparece la imago masculina del anuncio de perfumes, hombre atractivo joven y rudo al que Alice termina llevándose a la cama. El guion no nos deja claro si este personaje es una figura benefactora en la realidad de Alice; alguien que aparece para ayudarle a encontrar y desenmascarar al asesino, o se trata de la visión distorsionada del propio asesino hacia el que Alice proyecta y consuma un deseo sexual, al no aceptar que se trate del responsable de la muerte de su vástago, y ser incapaz de trasladar la figura del niño perdido al plano simbólico.
Desde su inconsciente, Alice hace una escisión proyectada de la figura paterna: el mismo que lleva al “Spaltung” es a la vez objeto de placer, y a la vez un monstruo asesino.
Así pues, sería la vivencia de Alice la que nos guiaría en todo este proceso. Una figura bastante desprovista de cualquier tipo de feminidad, un esbozo cercano al personaje de “Kill Bill”, o de la Sarah Connor de “The Terminator” (1984)…
Sería entonces esta lectura la que nos permitiría hallar cierto rastro para reconstruir el significado de lo que se nos plantea en “Hellbreeder”. Y aún así puedo haber pecado de sobreinterpretación. Pero es lógico y legítimo poder echar mano de alguna hermenéutica para entender lo que vimos en la pantalla.
Ahora bien, dado el derroche de cigarrillos que todos ahí se permiten, en vez de la horrible música que compuso uno de los dos directores, Johannes Roberts, yo habría preferido sinceramente la canción de Sarita Montiel... se imaginarán ustedes a cuál me refiero.