Caminando por el pasillo del videoclub con mi anorak de colores intentaba pero no podía evitar mirar por el rabillo del ojo a aquel tipo horrible con pinchos por toda la cabeza que destacaba sobre todas las demás carátulas con una mueca cruel. No tenía la más remota idea de quién era ni de qué trataba esa película, sólo sabía que había que tener muchos huevos para verla y yo en aquellos tiempos era más de “Willow”. Así que me daba la vuelta e iba derechito a por mis cintas predilectas intentando recordar no volver a mirar en esa dirección a la salida.

Años más tarde, con la seguridad de llevar a la espalda de la retina unos cuantos desmembramientos y litros de sangre, me puse la película que tanto me asustaba de niño sin haber visto, con el presentimiento de que sería una basura bastante inmunda. Y no fue así. Es una historia genial, perversa y enfermiza. Con actuaciones dignas, buenos efectos especiales y maquillaje, melodía característica, elementos de fantasía muy sugerentes, grandes villanos (a pesar de que Pinhead y su crew sean más bien una especie de jueces y no enemigos al uso), una dirección solvente con grandes escenas y, eso sí, con un final de mierda. En conjunto me parece una película de terror obligatoria, muy original a pesar de los años y con un encanto especial propio de algunas cintas ochenteras.

Hoy, gracias a la generosidad de un amigo, Pinhead vela mi sueño desde la estantería de detrás de mi cama. Creo que me acabaré acostumbrando.