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Voto de Quim Casals:
8
7,5
2.489
Drama
Una vez terminado su mandato, Frank Skeffington, el veterano alcalde irlandés de una ciudad de Nueva Inglaterra, se presenta a la reelección. Cuando comienza la campaña electoral, sus amigos le aconsejan que cambie sus métodos porque, aunque su rival es un joven incompetente, cuenta con el apoyo de los sectores más influyentes de la ciudad. (FILMAFFINITY)
14 de diciembre de 2012
35 de 36 usuarios han encontrado esta crítica útil
No ha pasado ni pasará a la historia esta película sobre un veterano alcalde de una población de Nueva Inglaterra que se presenta a la reelección, por su fineza en la disección del mundo de la alta política, pero sí merece ser recordada y reivindicada como ejemplo magnífico del humanismo y la poesía de John Ford.
Suele decirse, y con razón, que una de las grandes virtudes de Ford es su sencillez, término que jamás debe confundirse con simplicidad. De esto último es de lo que quizás adolece su visión de la política y los politiqueos, con trazos de brocha gorda que se regodean en lo caricaturesco, pero que en ese sentido se quedan a medio camino y no alcanzan la causticidad y el auténtico sentido crítico que les podría haber conferido, por ejemplo, un Billy Wilder.
En cambio, cuando Ford deja de prestar atención, y lo hace a menudo, al cargo público y se centra, con el citado despojamiento formal, en el hombre que hay debajo, emerge entonces esa calidez y belleza de la que solo él poseía el secreto.
A este respecto me gustaría comentar una escena, inevitablemente en la zona spoiler, ya que se revela el final y otros detalles.
Suele decirse, y con razón, que una de las grandes virtudes de Ford es su sencillez, término que jamás debe confundirse con simplicidad. De esto último es de lo que quizás adolece su visión de la política y los politiqueos, con trazos de brocha gorda que se regodean en lo caricaturesco, pero que en ese sentido se quedan a medio camino y no alcanzan la causticidad y el auténtico sentido crítico que les podría haber conferido, por ejemplo, un Billy Wilder.
En cambio, cuando Ford deja de prestar atención, y lo hace a menudo, al cargo público y se centra, con el citado despojamiento formal, en el hombre que hay debajo, emerge entonces esa calidez y belleza de la que solo él poseía el secreto.
A este respecto me gustaría comentar una escena, inevitablemente en la zona spoiler, ya que se revela el final y otros detalles.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Nuestro protagonista, el alcalde Skeffington (genialmente interpretado por Spencer Tracy) contra todo pronóstico acaba de perder las elecciones y regresa a su hogar. Cruza el amplio jardín mientras, al fondo de la calle —y en dirección significativamente opuesta a su trayecto—, cada vez más lejana visual y sonoramente avanza la marcha triunfal de los ganadores.
A Ford, es sabido, no le gustaba mover la cámara —sardónicamente respondía que los actores estaban mejor pagados que el maquinista, así que se movieran ellos—. Pero en este momento la cámara no es —no puede ser— un observador impasible y, solidarizándose con el derrotado —en un movimiento que tiene la misma intencionalidad ética que el único travelling de "Cuentos de Tokio"— le acompaña en ese largo trayecto por el jardín.
Al entrar en la casa, la mirada de Skeffington se posa en el cuadro de su difunta esposa, situado al final de la escalera (la primera vez que le hemos visto en la película —repárese en la circularidad narrativa— fue descendiendo las escaleras y dejando, como cada mañana, flores junto al cuadro). Mirando el retrato, Spencer Tracy esboza entonces un gesto alzando los hombros que vale por docenas de interpretaciones enteras ganadoras del Oscar.
Asciende entonces las escaleras. La cámara se las apaña para encuadrar de tal manera que le veamos tanto a él como, en la esquina superior, al cuadro. Literalmente, pues, acude al encuentro con su amada. Por eso no sorprende que en un nuevo plano más cercano le veamos desfallecer agarrado a la barandilla en el ataque que finalmente acabará con su vida.
Bastaría esta escena aquí relatada para entender porqué Orson Welles (quien, como se sabe, estuvo a punto de protagonizar este film, lo que quizás no lo habría convertido en mejor, pero sí en mucho más conocido) definía a Ford como un poeta.
Y la película podría acabar aquí; pero, al igual que "Dublineses" (por cierto, un proyecto largamente acariciado por Ford, aunque me alegro que al final la dirigiera Huston, legándonos uno de los testamentos fílmicos más sobrecogedores de la historia), cuando parece que termina empieza de verdad.
Los veinte minutos siguientes nos muestran a Skeffington postrado en cama despidiéndose de su sobrino, sus colaboradores y amigos, e incluso de algún que otro enemigo y de su atolondrado hijo. Lo que en manos de cualquier otro realizador podría haber sido un forzado anticlímax, en las de Ford eleva la cinta a las más elevadas cotas emocionales.
Finalmente, Skeffington muere —Ford no necesita tampoco mostrar el momento para conmovernos— y la última imagen de la película —en un recurso parecido al plano que cierra "La regla del juego"— nos muestra a sus amigos subiendo las escaleras mientras se remarcan notablemente sus sombras en la pared, símbolo de unos espectros vivientes que ya no tienen cabida en los nuevos tiempos.
A Ford, es sabido, no le gustaba mover la cámara —sardónicamente respondía que los actores estaban mejor pagados que el maquinista, así que se movieran ellos—. Pero en este momento la cámara no es —no puede ser— un observador impasible y, solidarizándose con el derrotado —en un movimiento que tiene la misma intencionalidad ética que el único travelling de "Cuentos de Tokio"— le acompaña en ese largo trayecto por el jardín.
Al entrar en la casa, la mirada de Skeffington se posa en el cuadro de su difunta esposa, situado al final de la escalera (la primera vez que le hemos visto en la película —repárese en la circularidad narrativa— fue descendiendo las escaleras y dejando, como cada mañana, flores junto al cuadro). Mirando el retrato, Spencer Tracy esboza entonces un gesto alzando los hombros que vale por docenas de interpretaciones enteras ganadoras del Oscar.
Asciende entonces las escaleras. La cámara se las apaña para encuadrar de tal manera que le veamos tanto a él como, en la esquina superior, al cuadro. Literalmente, pues, acude al encuentro con su amada. Por eso no sorprende que en un nuevo plano más cercano le veamos desfallecer agarrado a la barandilla en el ataque que finalmente acabará con su vida.
Bastaría esta escena aquí relatada para entender porqué Orson Welles (quien, como se sabe, estuvo a punto de protagonizar este film, lo que quizás no lo habría convertido en mejor, pero sí en mucho más conocido) definía a Ford como un poeta.
Y la película podría acabar aquí; pero, al igual que "Dublineses" (por cierto, un proyecto largamente acariciado por Ford, aunque me alegro que al final la dirigiera Huston, legándonos uno de los testamentos fílmicos más sobrecogedores de la historia), cuando parece que termina empieza de verdad.
Los veinte minutos siguientes nos muestran a Skeffington postrado en cama despidiéndose de su sobrino, sus colaboradores y amigos, e incluso de algún que otro enemigo y de su atolondrado hijo. Lo que en manos de cualquier otro realizador podría haber sido un forzado anticlímax, en las de Ford eleva la cinta a las más elevadas cotas emocionales.
Finalmente, Skeffington muere —Ford no necesita tampoco mostrar el momento para conmovernos— y la última imagen de la película —en un recurso parecido al plano que cierra "La regla del juego"— nos muestra a sus amigos subiendo las escaleras mientras se remarcan notablemente sus sombras en la pared, símbolo de unos espectros vivientes que ya no tienen cabida en los nuevos tiempos.