El universo Kaurismaki (Aki) está habitado por seres aparentemente congelados que, como en su momento apostilló Hitchcock, esconden fuego en su interior. Como ellos mismos, la cámara se mueve pausadamente, tomándose sus tiempos. Y la frase, generalmente breve, directa, desprovista de artificios, deja aflorar todo el vigor que la contenida gestualidad enmascara.
Lo reconozco: me rindo a esa teatralidad distante que convierte a los nadie en gente más poderosa que los poderosos.
Y por eso, pese a sus desequilibrios e irregularidades, me quedo con los momentos, que son muchos, en que la imagen y sus impagables personajes me transmiten calor, esperanza e incluso, a través de su inconmovible seriedad, una sonrisa.