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Voto de lyncheano:
9
25 de febrero de 2010
39 de 45 usuarios han encontrado esta crítica útil
Nuestro hombre se viste de azul, cubriendo su cuerpo enjuto con la pátina de la seriedad que le otorga el traje. Sus movimientos son pausados, seguros; su hablar es confiado, receloso; sus ideas son claras como un día de verano: dos cafés en tazas separadas y nada de sexo con la de las tetazas, que no es lo mismo, pero viene a ser parecido. Todo en esta cinta tiene un propósito, aunque Jim nos lo oculte durante casi todo el metraje. Como es habitual en él, deja que el film respire y tome conciencia de sí mismo, al igual que hace Isaach de Bankolé, cuyos ejercicios de respiración, a pesar de lo que pudiéramos pensar, no son tanto espirituales como puramente físicos. The Limits of Control resulta ser una sucesión de eslabones iguales, pero distintos a nuestros ojos. Al cinéfilo le resaltará especialmente el eslabón de Tilda Swinton, al melómano el de Luis Tosar, al adicto al opio el de Gael García, al físico convencido el de Youki Kudoh... pero, al fin y al cabo, todos ellos resultan ser cimientos de una misma búsqueda. Una búsqueda seria, la más seria que recuerdo, como así nos lo hace ver el héroe de la película. Héroe merecido y sin paliativos, puesto que acaba salvando lo más grande que jamás se haya tenido que salvar en una película. Y eso que salva es aquello que nos hace únicos, aquello que nos define como humanos y que a muchos de nosotros aún nos mantiene respirando en esta vida huérfana de sentido: la cultura. Y más que la cultura, el afán por aprender. El ansia por rebasar nuestros sentidos, por preñar nuestro deleite en favor de una habilidad, de un arte que sublime el conocimiento, que nos haga recordar que el hombre empezó a ser hombre desde el momento en que empezó a trascender su muerte. Mientras tanto, se nos muestra España como nunca antes: un Madrid de graffitis en las esquinas, una Sevilla de azulejos sucios, una Almería de polvo entre matorrales secos. Y por encima de todo, el español como lengua paradigmática de transmisión de la cultura. De hecho, no es descabellado pensar que el personaje de Isaach represente la figura del nuevo conquistador. Como digo, el asunto es serio. Y como nunca antes hubiera esperado, el maniqueismo resulta aquí necesario y hasta esperanzador, aunque no evidente. No sabemos quiénes son los buenos ni quiénes los malos hasta el final, pero sólo porque nuestra mente narrativa, influenciada por las convenciones del género de espías, presupone una búsqueda material y un trabajo de sicario. Y sin embargo, nada más alejado de la verdad.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
El protagonista es un asesino, sí, pero de cuadrículas, un matador de guiones, un estrangulador de burocracias. Acaba con los malos más malos, con los malos de verdad, aquellos que están en contra del hombre, de la vida interior, del arte, de la cultura, del ser inquieto que no persigue metas, sino que disfruta del camino intangible. Poco a poco se nos va revelando que lo importante es ese café separado en dos tazas, el matiz de unos labios rojos de amante y actriz de cine, el juego interminable de cerillas y de números absurdos que llevan a más cerillas y más números. El detalle es lo esencial, el atribuir sentido a aquello que no lo tiene para los demás. El resto es trabajo sucio, pero trascendente. Por eso, Jarmusch no se para a contarnos cómo nuestro héroe logra entrar en el refugio del malo. De hecho, hasta poco antes de esa escena dudábamos de que existiera un malo, e incluso sospechábamos de que el malo fuera nuestro héroe. Entra y punto. En un absurdo ejercicio de metalenguaje cinematográfico que golpea directamente en el estómago de aquel que exige explicaciones. Estamos a la entrada de la cueva donde nace la magia, señores; ante lo inesperado, lo inexplicable, la sutileza, lo eterno. Isaach entra y sesga la vida del inquisidor con la cuerda de una guitarra. Toca la más bella canción con la piel desgarrada de su cuello profano. Hace arte con la sangre derramada. Gana lo bohemio, vence la droga de la mente y la música del alma. Ganamos todos. Pero para ello hemos tenido que ponernos antes el traje de sicario, el mono de trabajo. Nos hemos tenido que poner serios, vaya. Lo que viene después, con nuestro hombre reconvertido en hombre, embutido en un chándal Puma, ya no le interesa a la cámara, que cae en espiral sacando al héroe de plano. El director ya ganó su guerra contra la estupidez. Ahora nos toca a nosotros combatir.
Nota: esta crítica está escrita con todo el cariño para el Chacal que deambula por las llanuras de FA con el pleno convencimiento de que, si hiciera falta, él nunca dudaría en ponerse el traje azul de faena y combatir la estupidez.
Nota: esta crítica está escrita con todo el cariño para el Chacal que deambula por las llanuras de FA con el pleno convencimiento de que, si hiciera falta, él nunca dudaría en ponerse el traje azul de faena y combatir la estupidez.