No recuerdo si son siete, ocho o nueve las horas que diariamente -y según las estadísticas- pasamos los españoles frente a un televisor. De media, claro. En cualquier caso, son muchas. Muchísimas. Una puta barbaridad, vaya. Y más teniendo en cuenta que, hoy en día, internet y los videojuegos han acaparado gran parte de nuestro tiempo de ocio. Aún así, la tele sigue siendo, hoy por hoy, el sorbecerebros por excelencia. El ‘panem et circenses’ del mundo contemporáneo. En pocas palabras: el opio del pueblo.

Pero mucho antes de que la tele funcionara las 24 horas del día, mucho antes de que los culebrones y la telebasura inundaran nuestro hogar y mucho antes de que el TDT embutiera nuestra caja tonta de decenas de canales que no valen una puñetera mierda, la televisión ya era un poderosísimo instrumento al servicio de un estado (el franquista) que empleó su incuestionable efecto alienante para narcotizar las mentes de sus consumidores y evitar, de esta manera, que nadie (o muy pocos) se preocuparan por su triste y gris existencia.

La peli de Ibáñez Serrador no deja de ser, en este sentido, una magnífica metáfora de la coyuntura sociopolítica anteriormente descrita. Quizás por ello me gustaría proclamar, tras haberla visto hace muy poco por primera y única vez, que esta peli es mucho más que un drama psicológico y mucho más que una peli de terror a secas. Yo casi diría que “El televisor” es un impagable documento gráfico de una época y un país que hoy en día nos parece terriblemente lejano y que, en realidad, deberíamos tener muy presente en nuestra memoria colectiva para evitar que ningún fantasma del pasado pudiera volver a acojonarnos de nuevo.