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Voto de Doctor Zaius:
8
7,0
63
Drama
Una mujer deprimida (Frances Stillman) se encuentra al borde del suicidio. Un hombre al que encuentra en una iglesia (Adolfas Mekas) y una pareja casada (Ben Carruthers y Argus Spear Juillard) intentan convencerla de que vale la pena vivir la vida. (FILMAFFINITY)
9 de junio de 2020
5 de 5 usuarios han encontrado esta crítica útil
“El corazón loco del loco mundo me ha impedido terminar esta película. Permanecerá inconclusa, un cuaderno de bocetos de lo que pretendía que fuera, un poema inacabado, un sutra del manicomio, un grito. Pero he decidido que debe ser visto, incluso en su forma por nacer. No hay tiempo suficiente y hay demasiadas cosas sin decir que deben decirse, no, gritarse! en la misma boca de nuestra locura”
Con este párrafo -casi a modo de disclaimer- arranca esta película de Jonas Mekas. La única de su extensa filmografía que entra dentro de la categoría de “ficción”, aunque, una vez que uno se introduce en ella descubre que dicha palabra, en las manos y la cámara del bueno de Jonas se aleja bastante de su significado al uso.
Atravesada simultáneamente por los problemas personales del autor en la época de su rodaje y por las incipientes convulsiones sociales que iban a sacudir la recién estrenada década de los sesenta, “guns of the trees” deja constancia de manera clara de ambas cosas. El núcleo narrativo está configurado alrededor del suicido de una de las protagonistas, Barbara, recogido a través de flashbacks en los que va expresando la falta de sentido de su vida y la fealdad del mundo mientras un hombre, Gregory, (entendemos que su novio) y otra pareja amiga (Argus y Ben) intentan hacerla desistir de su plan. Las preocupaciones existenciales de la protagonista, intuímos, corresponden isomórficamente con las del Mekas de principios de los sesenta (tal y como se recoge en las páginas de sus diarios). Y, mientras las conversaciones giran alrededor de esta problemática, el paisaje de fondo, su contexto social e histórico, va tomando forma lenta pero consistentemente a medida que avanza el metraje. Mekas acerca su cámara a un desgüace de barcos y al puerto ya en decadencia de la New York de la época (recordemos que la implantación del contenedor estándar de mercancías justo en esos años supuso una hecatombre laboral en los puertos de todo el mundo, reduciendo las plantillas de estibadores a cifras irrisorias). Se detiene también en las manifestaciones de protesta contra el racismo y la injerencia americana en Cuba. Mira, asimismo, a los primeros conflictos entre los beatniks y las fuerzas del orden y se para, con mucha frecuencia, en las calles mojadas de la ciudad, en los barrios pre-gentrificados repletos de una vida bulliciosa en la que niños, borrachos, gente ociosa y almas perdidas compartían calles y tiempo sin problemas, así como en la quietud de los parques neoyorkinos, en la paz de esos árboles que se limitan a dejarse ondear por el viento del norte que sacude el otoño norteamericano.
Rodada en un blanco y negro matizado por una amplísima gama de grises, “gun of the trees” apabulla visualmente e inquieta con su extensa variedad de recursos estilísticos: planos fijos de los rostros protagonistas desde ángulos extraños, largos viajes en coche atendiendo al paisaje de las afueras neoyorkinas, planos cámara en mano desde dentro de las manifestaciones con la policía mirando extrañada hacia el realizador, planos fijos extáticos de interiores en penumbra y claroscuros existenciales de resonancias barrocas. Junto a ellos, un uso vanguardista del sonido, mezclando música clásica contemporánea con canciones folk e intercalando la voz de Allen Ginsberg recitando “sutra del girasol” mientras los protagonistas hablan. A ratos el sonido “cuadra” con la escena que estamos presenciando, pero en la mayoría de las ocasiones va por libre, siguiendo una lógica propia a lo largo de todo el metraje, actuando como ruido de fondo o relegando a las imágenes a un segundo plano gracias a la fuerza de las disonancias sonoras, las melodías folk o los versos de Ginsberg.
Junto al angst personal de la protagonista, compartido en gran parte por su taciturno partenaire -interpretado por Adolfas Mekas, hermano del director-, epítome del atribulado intelectual existencialista de la época, la película despliega un interesante comentario sobre la clase y la raza gracias a la pareja amiga de los protagonistas. El dúo existencialista canónico que forman Barbara (una inquietante Frances Stillman) y Gregory (un hiératico Adolfas Mekas) resulta ser una pareja blanca de clase media separada por unos 10-15 años de edad. Su tono vital, quejoso por el sinsentido de la propia vida y atribulado por las condiciones históricas que están viviendo, contrasta vivamente con el de su pareja amiga, Argus y Ben (cuyos nombres proceden de los actores que los interpretan, la afroamericana Argus Spear Juillard y el “latino” Ben Carruthers). Si Barbara y Gregory se consumen en una agonía cocinada a fuego lento por las llamas de la conciencia de la alienación y el presentimiento de un inminente apocalipsis nuclear, Argus y Ben, atornillados a la misma situación y con idéntica conciencia de su posición, viven y disfrutan de una vida que intuyen frágil y destinada a la catástrofe: bailan, beben, se ríen de sus trabajos de mierda, participan en las manifestaciones de protesta, disfrutan del sexo y el afecto mutuo, hacen planes para el hijo del que Argus está embarazada y pasean por una ciudad otoñal y áspera que no pueden evitar reconocer como su hogar. Hay en este desdoble una intención extraña, como si Mekas fuera consciente de la situación un poco ridícula de estar del lado de la línea de los privilegiados (él, que pasó por un campo de concentración nazi y con veinte años tuvo que huir de la vieja Europa dejando atrás toda su vida) y vivir atenazado por la angustia, mientras sus dobles exactos, colocados en el lugar de la semi-marginalidad se dedican a bailar con sus ansiedades mientras viven la vida intensamente.
Con este párrafo -casi a modo de disclaimer- arranca esta película de Jonas Mekas. La única de su extensa filmografía que entra dentro de la categoría de “ficción”, aunque, una vez que uno se introduce en ella descubre que dicha palabra, en las manos y la cámara del bueno de Jonas se aleja bastante de su significado al uso.
Atravesada simultáneamente por los problemas personales del autor en la época de su rodaje y por las incipientes convulsiones sociales que iban a sacudir la recién estrenada década de los sesenta, “guns of the trees” deja constancia de manera clara de ambas cosas. El núcleo narrativo está configurado alrededor del suicido de una de las protagonistas, Barbara, recogido a través de flashbacks en los que va expresando la falta de sentido de su vida y la fealdad del mundo mientras un hombre, Gregory, (entendemos que su novio) y otra pareja amiga (Argus y Ben) intentan hacerla desistir de su plan. Las preocupaciones existenciales de la protagonista, intuímos, corresponden isomórficamente con las del Mekas de principios de los sesenta (tal y como se recoge en las páginas de sus diarios). Y, mientras las conversaciones giran alrededor de esta problemática, el paisaje de fondo, su contexto social e histórico, va tomando forma lenta pero consistentemente a medida que avanza el metraje. Mekas acerca su cámara a un desgüace de barcos y al puerto ya en decadencia de la New York de la época (recordemos que la implantación del contenedor estándar de mercancías justo en esos años supuso una hecatombre laboral en los puertos de todo el mundo, reduciendo las plantillas de estibadores a cifras irrisorias). Se detiene también en las manifestaciones de protesta contra el racismo y la injerencia americana en Cuba. Mira, asimismo, a los primeros conflictos entre los beatniks y las fuerzas del orden y se para, con mucha frecuencia, en las calles mojadas de la ciudad, en los barrios pre-gentrificados repletos de una vida bulliciosa en la que niños, borrachos, gente ociosa y almas perdidas compartían calles y tiempo sin problemas, así como en la quietud de los parques neoyorkinos, en la paz de esos árboles que se limitan a dejarse ondear por el viento del norte que sacude el otoño norteamericano.
Rodada en un blanco y negro matizado por una amplísima gama de grises, “gun of the trees” apabulla visualmente e inquieta con su extensa variedad de recursos estilísticos: planos fijos de los rostros protagonistas desde ángulos extraños, largos viajes en coche atendiendo al paisaje de las afueras neoyorkinas, planos cámara en mano desde dentro de las manifestaciones con la policía mirando extrañada hacia el realizador, planos fijos extáticos de interiores en penumbra y claroscuros existenciales de resonancias barrocas. Junto a ellos, un uso vanguardista del sonido, mezclando música clásica contemporánea con canciones folk e intercalando la voz de Allen Ginsberg recitando “sutra del girasol” mientras los protagonistas hablan. A ratos el sonido “cuadra” con la escena que estamos presenciando, pero en la mayoría de las ocasiones va por libre, siguiendo una lógica propia a lo largo de todo el metraje, actuando como ruido de fondo o relegando a las imágenes a un segundo plano gracias a la fuerza de las disonancias sonoras, las melodías folk o los versos de Ginsberg.
Junto al angst personal de la protagonista, compartido en gran parte por su taciturno partenaire -interpretado por Adolfas Mekas, hermano del director-, epítome del atribulado intelectual existencialista de la época, la película despliega un interesante comentario sobre la clase y la raza gracias a la pareja amiga de los protagonistas. El dúo existencialista canónico que forman Barbara (una inquietante Frances Stillman) y Gregory (un hiératico Adolfas Mekas) resulta ser una pareja blanca de clase media separada por unos 10-15 años de edad. Su tono vital, quejoso por el sinsentido de la propia vida y atribulado por las condiciones históricas que están viviendo, contrasta vivamente con el de su pareja amiga, Argus y Ben (cuyos nombres proceden de los actores que los interpretan, la afroamericana Argus Spear Juillard y el “latino” Ben Carruthers). Si Barbara y Gregory se consumen en una agonía cocinada a fuego lento por las llamas de la conciencia de la alienación y el presentimiento de un inminente apocalipsis nuclear, Argus y Ben, atornillados a la misma situación y con idéntica conciencia de su posición, viven y disfrutan de una vida que intuyen frágil y destinada a la catástrofe: bailan, beben, se ríen de sus trabajos de mierda, participan en las manifestaciones de protesta, disfrutan del sexo y el afecto mutuo, hacen planes para el hijo del que Argus está embarazada y pasean por una ciudad otoñal y áspera que no pueden evitar reconocer como su hogar. Hay en este desdoble una intención extraña, como si Mekas fuera consciente de la situación un poco ridícula de estar del lado de la línea de los privilegiados (él, que pasó por un campo de concentración nazi y con veinte años tuvo que huir de la vieja Europa dejando atrás toda su vida) y vivir atenazado por la angustia, mientras sus dobles exactos, colocados en el lugar de la semi-marginalidad se dedican a bailar con sus ansiedades mientras viven la vida intensamente.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Por los fotogramas de la película resuenan, junto a los versos incandescentes de Ginsberg, los ecos de aquel “Mito de Sísifo”, de Albert Camus, libro que abría con este archiconocido párrafo: “No hay sino un problema filosófico realmente serio: el suicido. Juzgar que la vida vale la pena o no de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía”. Este juicio sobre el que habla Camus se substancia en la película en tres actitudes diferentes: la del taciturno Gregory que se esfuerza porque la vida merezca la pena aunque tenga dudas infinitas sobre ello, la de los vitalistas Argus y Ben cuya propia vida es respuesta afirmativa a la pregunta de Camus, y la del “quinto en discordia”, Frank, un monje silente que intenta afirmar una fe que da casi por extraviada, símbolo de la pérdida de la religión como vector de producción de sentido en el mundo y que es incapaz de salir de su incapacidad para pronunciarse. Este monje, acompañante incansable de Gregory, solo puede ofrecer a Barbara el testimonio de su fe dubitativa y vacilante. Una especie de “la vida sí vale la pena ser vivida, pero no tengo ni idea de porqué y las viejas respuestas sobre la trascendencia ya no funcionan en el mundo actual”.
Tal y como indica su prefacio, la película no deja de ser un conjunto de bocetos, de fragmentos disonantes y caóticos atravesados por una energía que despliega preocupaciones e incertidumbres sin pausa. Un caos de imágenes que surca las aguas de su contemporaneidad con fiereza, que devuelve la imagen de una época y un lugar atravesados por toda clase de interrogantes de todo tipo (existenciales, sociales, intelectuales y artísticos). Como si fuera un ensayo de la obra que vendría después, Mekas pone su cámara a filmar su entorno más próximo, retrata su ambiente vital y a sus amigos, documenta su realidad y, gracias a un poderosísimo aliento poético convierte este viaje entre la alucinación depresiva y la conciencia hiperlúcida en el retrato intemporal de un conjunto de aflicciones y preguntas que están por encima de las circunstancias históricas.
En el aire queda la pregunta, ¿cuáles son las “armas de los árboles” a las que se refiere el título? La respuesta, parece decir Mekas, está en su silencio, en su estar en el mundo integrados de manera armónica, situados más allá del ruido ensordecedor de la actividad y de las preocupaciones humanas. “Las armas de los árboles” quizás sea la ausencia de ellas.
Tal y como indica su prefacio, la película no deja de ser un conjunto de bocetos, de fragmentos disonantes y caóticos atravesados por una energía que despliega preocupaciones e incertidumbres sin pausa. Un caos de imágenes que surca las aguas de su contemporaneidad con fiereza, que devuelve la imagen de una época y un lugar atravesados por toda clase de interrogantes de todo tipo (existenciales, sociales, intelectuales y artísticos). Como si fuera un ensayo de la obra que vendría después, Mekas pone su cámara a filmar su entorno más próximo, retrata su ambiente vital y a sus amigos, documenta su realidad y, gracias a un poderosísimo aliento poético convierte este viaje entre la alucinación depresiva y la conciencia hiperlúcida en el retrato intemporal de un conjunto de aflicciones y preguntas que están por encima de las circunstancias históricas.
En el aire queda la pregunta, ¿cuáles son las “armas de los árboles” a las que se refiere el título? La respuesta, parece decir Mekas, está en su silencio, en su estar en el mundo integrados de manera armónica, situados más allá del ruido ensordecedor de la actividad y de las preocupaciones humanas. “Las armas de los árboles” quizás sea la ausencia de ellas.