Un guión excelentemente entretejido. Unas interpretaciones sobrias, pero maravillosas. Una atmósfera que cautiva. Giros en la trama para mantener la atención durante tres horas. Intertextualidad entre imagen, literatura, teatro y memoria. Y unos planos excelentes, bien adecuados al momento y sin estridencias. ¿Qué más se puede pedir?

Ciulei desapareció del mapa cinematográfico poco después de esta película. Una pena, porque hubiera sido interesante ver cómo hubiera evolucionado su cine.
La película es una buena muestra de la renovación del cine europeo en los años sesenta al otro lado del telón de acero.
Lo mejor, sin duda, es la dirección. El uso de la cámara en constante movimiento, acercando planos, sacando del mismo a los personajes, y un sinfín de técnicas de la época dan cuenta de la experimentación que se venía desarrollando en el cine.
Pero el guión no logra estar a la altura. Ciertamente, se ven las intenciones de los temas que se quieren tratar, vinculados al nacionalismo, al pacifismo, a la lealtad; pero en algunos momentos el espectador se cansa, y hasta se pierde un poco. Da la sensación de que no sabe muy bien hacia dónde va la película, a pesar de entreverse desde el principio cuál será el final.
Pues eso; una película en el que se vislumbra un buen director en ciernes que nunca tuvo la oportunidad de crecer como artista.

Se nota que Kogonada es un videoartista más que un director de cine. Sus encuadres, su ritmo, sus diálogos, todo al servicio de la belleza de la imagen. Quizás en el exceso de su virtud esté también su límite: hay veces que uno parece que está más delante de un libro de arquitectura que de una propuesta cinematográfica. Pero la emoción en el cine puede venir de mil maneras. Aquí Kogonada hace de la arquitectura un lugar de vida.