No me gustó ninguna de la saga de "los dos lados de la cama", pero Días de fútbol es dolorosamente divertida. Y digo dolorosamente porque capta bastante bien la esencia que se desprende de un bar de barrio un domingo tarde, a esa hora en la que la caña, el pincho y los comentarios sobre el partido jugado es el auténtico momento de evasión para todos los que tienen la espalda doblada y las manos destrozadas del día a día. A quien le parezca exagerada o irreal le invito a pasearse por un campo de fútbol de aficionados de la periferia madrileña cualquier domingo y verá que la película no es precisamente fantasiosa. Lógicamente comprendo que muchas personas, urbanitas y sofisticadas no compartan ningún momento de empatía con un retrato tan real como alejado de sus vidas.
Un momento de la película: ¿Quién no ha estado alguna vez en la "playa de Madrid" con su tortilla o haciendo una parrillada?
Y llámenla chabacana, españolada o casposa, que el espejo está ahí.

La serie se ocupa de mantener una cuidada estética, una fotografía atractiva y un montaje efectista. Grabada en Ibiza en inglés y español, con actores de ambos países, la serie es un thriller pastiche que mezcla la intriga de un asesinato sin resolver con una serie de subtramas poco elaboradas.
Pese a la cuidada imagen, los actores, especialmente los británicos, parecen sacados de un telefilme de serie B. Sus interpretaciones son muy pobres y poco creíbles. Los actores españoles están ligeramente mejor, pero tampoco ofrecen interpretaciones memorables. El guión no tiene sentido y los diálogos por momentos dan vergüenza ajena. El cocktail formado por drogas, intriga, música, sexo e Ibiza no funciona como debería y solo logra que los que no sentimos especial simpatía por la deriva de la isla, nos reafirmemos en nuestros pensamientos. Es difícil de comprender cómo una producción con mimbres a priori interesantes y todos los medios del mundo logre un resultado tan perfectamente olvidable y sobre todo tan poco auténtico como una postal cutre de una tienda de souvenirs. Un tostón más con pretensiones de Netflix, esa plataforma que en los últimos tiempos se ha empeñado en llenar nuestras vidas de superproducciones cool con una técnica maravillosa al servicio de la nadería más absoluta. Lo siento por Alex Pina, que parecía haber llevado la ficción española a otro nivel.

Se abre el telón: resuenan los tambores y aparece Leonardo DiCaprio en la última creación de Scorsese, un retrato de la ambición y el exceso bursátil. Una historia de las muchas que han fraguada la estrepitosa estafa financiera que hoy en día nos quieren hacer pagar los poderes fácticos.
A priori, y a pesar de que nuestro director fetiche ya no es lo que era, la cosa promete.
Tres horas después, cuando el fundido negro cae sobre la pantalla, uno pregunta si lo que ha visto es una película o un videoclip pastiche de toda la obra de Martin.
Un trabajo arrollador de DiCaprio y un montaje vertiginoso que hace que Guy Ritchie parezca Kiarostami, hacen que mis ojos sigan con tremenda atención el desmesurado metraje que durante tres horas nos regala el maestro. El problema es que a pesar de todos los artificios, de conseguir que el espectador, bien por morbo, bien por mera curiosidad, no aparte la mirada de la pantalla, para mi gusto no consigo empatizar ni un sólo momento con la historia ni con sus personajes. No hay en su construcción un sólo atisbo que me haga plantearme nada sobre su comportamiento, ni que me obligue a condenarlo, ni que me haga odiarlo o amarlo.
No pongo en duda que la historia del susodicho Jordan Belfort fuese una orgía continua, ni que su arte para engañar fuese digno de ser contado. Lo que no entiendo precisamente, es por qué la historia de concentra exclusivamente en el exceso y el exhibicionismo puro y duro. Con una historia tan sumamente interesante detrás, el vicio parece ser el único hilo narrador. Y ni la muestra más cruda de la banalidad o el materialismo imperante en la película, consiguen que precisamente esos temas se queden nadando de manera superficial en el estrato de la misma
La impresión general que me da, es que cuando se aparta el montón de coca que cubre la mesa de cristal, uno descubre simplemente que no hay nada más, que fuera de todo ese "polvo mágico" no queda nada reseñable en esta película que me haga pensar que estoy ante una obra tan bien calificada por críticos y público.
Le doy un 6 por el montaje, la fotografía, Leonardo DiCaprio y la música. A pesar de que tengo la impresión de haber escuchado reiteradamente a Howlin Wolf en diferentes tramos de la película.

La película intenta captar el otro lado, el que no sale en las postales, el del sabor auténtico que siempre se pretende extraer de una viaje...
El resultado es una ensalada que pretende seducirnos con un "misticismo y un buenrollismo" que ahuyenta hasta a los más abiertos de miras. Se hace interminablemente caótica, aburrida e incoherente...
Por ponerle un punto positivo, merece un ligero visionado por la banda sonora, destacando el tema central, gracias al aporte de entre otros de la Macanita. Pero es que con semejantes colaboradores no se puede fallar.
El "canto a la vida" tan deseado se quedó por el Estrecho, porque yo todavía no le he encontrado el más mínimo sentido.

Si "El padrino" es el manual del género, "Goodfellas" es la gran obra maestra con mayúsculas. Brutal de principio a fin, técnicamente perfecta y poderosamente seductora. Bajo una dirección implacable de Scorsese, una banda sonora que pone los pelos de punta y unas interpretaciones majestuosas solo cabe mitificar semejante joya. Cada escena queda grabada en la retina como si fuera la última.
No conozco a nadie que no le haya gustado. Cruda, sin edulcorantes "hoolywoodienses" y salpicada de ciertos toques de humor negro, el film consigue humanizar a la encriptada mafia y por un momento nos lleva a querer calzarnos en esos trajes y jugar a ser "buenos chicos".
El doblaje español es chirriante y perderse la interpretación original de Joe Pesci, ensamblada en un maravilloso acento italoamericano, un pecado.