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España España · Castellvell del Camp
Críticas de Jordirozsa
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Críticas 180
Críticas ordenadas por utilidad
8
8 de mayo de 2021
37 de 38 usuarios han encontrado esta crítica útil
Después de haber leído todas las críticass de este foro y teniendo todavía fresco el impacto que me produjo el visionado de la película hará ya unos cinco meses más o menos, sigue haciendo mella y eco en mi mente, el mensaje de este bello producto de Rodrigo Sorogoyen. No sólo ya como pretendida crítica social y/o política de la República de Mortadelo y Filemón a la que llamamos España (yo lo haría extensivo a toda esa patética cultura borreguil de Occidente, que no termina de culminar su decadente ocaso), sinó también como apisonadora lección de moral y ética, y retrato psíquico (caricaturesco, eso sí) del homo brutalis contemporáneo, tanto individual como colectivo, a cuyo lado un cromañón o un neandertal parecerían poco menos que Albert Einstein o Wolfgang Amadeus Mozart (sólo por citar a dos grandes genios de la Historia).

Tal es la riqueza de la carga de significados que nos transmite el código de «Que Dios nos perdone», que hasta incluso la trama de la investigación de los asesinatos perpretrados en esta sofocante Madrid (podría haber sido cualquiera de las modernas capitales de la actual dictadura global disfrazada de comprometidas democracias), se antoja anecdótico y secundario.

Lejos de considerarlo como una obra maestra, ni mucho menos, coincido en varios puntos con los fans y entusiastas, tanto de la cinta como de su director (citan mucho a «La Isla Mínima» y «Stockholm» como referencias, pero esta es mi primera cita con el realizador), de algunos de los cuales me ha fascinado el nivelazo de sus escritos, a la altura de esta tan lograda como exitosa producción.

Sin embargo, y desde el principio elemental de la sabiduría popular, desde donde se reza que todas las comparaciones son odiosas, no comparto esa cuasi obsesiva denominación de ‘thriller fincheriano’, con la que tann ligeramente se ha etiquetado a la película. En su día vi «Seven» en el cine, y les puedo asegurar que para mí sería como si me dieran a escojer entre un «bollicao» y una rosquilla de mi abuela Angelina (en paz descanse); o entre una de esas manzanas de supermercado, que como todas las demás, sólo sabe a pepino, y un maduro melocotón que rezuma dulzura en su jugo al hincarle el diente, nada más cogido del árbol.

«Que Dios nos perdone» tiene en verdad las cualidades que la identifican en ese género mal llamado «cine negro»; ese cine que ya en los cuarenta nos presentaba unos personajes cuya moral, personalidad y vicisitudes, los aleja por completo del tópico de «malos y buenos», y el devenir de los acontecimientos en el transcurso del guión, no dependía de tales atributos, como sucede en los cuentos de héroes (ya sean mitológicos o cotidianos). Personajes grises, historias grises, valores turbios... en fin «cine gris», que los celuloides en blanco y negro como «La Jungla de Asfalto», «Fuerza Bruta», «El estraño amor de Marha Ivers»... y tantas y tantas que legaron un estilo narrativo que Sorogoyen ha embellecido con tópicos de rancio abolengo, ambientados entre unos castizos bajos fondos, y la espuria realidad de su cara postmoderna. Ese toque tan autóctono al que ya nos tiene acostumbrados, por ejemplo, José Luís Garci.

Sorogoyen logra romper la barrera de los complejos, y supera con creces a «Seven», que con un Brad Pitt guapísimo, y un Morgan Freeman imponente, en plena forma interpretativa, no logra camuflar el nivel de la bisutería, ante una joya en donde el crimen y el suspense pasan al plano de lo accesorio, y se funden con delicadeza en ese proceso que, con maestría, nos explica el horror a través de la belleza del arte. Mientras que «Seven» es pornografía de la muerte en su puro estado, «Que Dios nos perdone» es poesía.

Y si la imagen, muy bién cuidada por una fotografía que pone la luz en consonancia de lo crepuscular y decadente de la atmósfera recreada, con una cámara que en sus encuadres nos sumerge constantemente en la realidad diegética de los protagonistas, compone en el montaje una excelente métrica de versos, la tremenda partitura de Olivier Arson, perfectamente acompasada con el ritmo narrativo que marca el guión, termina de aprisionar el vilo del espectador durante todo el metraje. Una soberbia música orquestal, como las de antes, que pone las tildes en la expresión dramática de actores, escenas y encuadres.

A diferencia de muchos filmes transatlánticos (aka, importados de yanquilandia), en los que se echa mano del cliché de la antagónica pareja de polis, que a la par que son radicalmente distintos entre sí en sus usos y personalidad, se complementan, y marcan una clara o total diferenciación del villano de turno, el dúo formado por Antonio de la Torre y Roberto Álamo, no cumple la misma función: lo que aquí sostiene la trama, es el equilibrio que mantienen los respectivos perfiles de la tríada formada por los dos susodichos, no menos turbios que la figura del asesino en serie (Javier Pereira).

Si alineamos estos tres astros del arte interpretativo, en el espectro del psicodiagnóstico clásico, obtendremos a respectivos representantes de este contínuo, que va de lo neurótico (Álamo), a lo psicótico (Pereira), pasando por ese «border-line» central, donde se hallaría el personaje de Antonio de la Torre, con un pie en la realidad, y el otro en su particular mundo. Con un claro desequilibrio entre su brillante racionalidad, y su incapacidad de expressar sus emociones y/o de establecer relaciones sociales sanas. Un tanto manipulador, y con trazas de síndrome de Asperger.

Flanqueado por un lado, por su compañero de andanzas Alfaro, de carácter expansivo, agresivo con casi todo el mundo, en especial con sus compañeros... un volcán en contínua erupcion, incapaz de mecer su rabia y frustración; y del otro, Andrés, el asesino en serie, preso de su malsano apego a una figura materna que representa un tiránico sometimiento hasta desde la enfermedad, e incluso el más allá, y tal vez sumado ello a un trauma pasado que lo ha precipitado al ojo de su transtorno.
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Jordirozsa
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7
10 de abril de 2021
34 de 36 usuarios han encontrado esta crítica útil
En su primicia como director, el euskaldun Galder Gaztelu-Urrutia salta al ruedo sin reparos, y con todo el equipo de producción esculpe, en su esencia, una imagen de la propia existencia humana.

“El Hoyo” presenta su núcleo argumental en un lenguaje narrativo que podemos entender, tanto bajo la óptica de la filosofía, como de la psicología, la literatura, la sociología, la política... incluso desde lo espiritual o religioso. Son múltiples, pues, los sistemas de significados con los que interpretar el código de símbolos y la relación entre ellos que articula el guión.

Luego, para poder tener una aproximación lo más clara posible a la realidad que describe esta pieza cinematográfica, es necesario verla en todo su conjunto poliédrico; permanecer enrocado en una única perspectiva, es más, en un posicionamiento (sobre todo si éste es de caràcter ideológico), atribuyéndole un sentido unívoco al contenido, una visión lineal y cerrada, implicará quedarse con una idea incompleta, mutilada, y supondría negar al espectador, la función que tiene toda forma de expresión artística, de establecer un vínculo de identificación. Equivaldría a hacer de ella una triste caricatura, a la que la industria del cine nos tiene acostumbrados con muchos de sus productos.

A mi modo de ver, el mérito de esta cinta queda avalado, no tanto por sus premios y nominaciones (que ya sabemos como funciona casi siempre eso de la farándula), sinó por la capacidad de trenzar una estructura, tras la cual se percibe un trabajado y dominado bagaje cultural y de conocimientos previos, por parte de sus creadores.

Gaztelu-Urrutia logra conjurar los diferentes recursos para ir desarrollando el discurso en sus distintas partes, sobre un esquema narrativo básico que se antoja sencillo y sin dificultades para seguir el hilo.
Lo encaja en unas coordenadas espacio-temporales definidas, pero sólo en apariencia; para que podamos figurar un contenido abstracto, de aplicación universal, pues lo que en esta película se trata ha sido, es actualmente, y será desde, y mientras, que el ser humano tenga consciencia del “sí mismo”, de su individualidad y de la relación de ésta con el colectivo social del que sienta que forma parte.

De modo que ese llamado “futuro distópico” en el que se sugiere ubicada la acción, no deja de ser un contexto atemporal con vigencia en cualquier época histórica (de hecho, el futuro no deja de ser una ilusión, un constructo de nuestra mente repleto de condicionantes y expectativas).

En el plano del espacio, lo que técnicamente es (a parte de la oficina de la empresa y la cocina en la presentación) una única localización; un único encuadre, claustrofóbico y asfixiante, solamente con variaciones en la iluminación y elementos accesorios del set (apenas sólo el estado en el que está la bandeja de comida según el nivel), consigue crear en nuestra imaginación, por efecto de extrapolación vertical, con el número de niveles que nombra, con la secuencia del montaje, un espacio virtual mucho más gigantesco, estremecedor por lo inmenso (y o infinito) de su fondo, y lo inalcanzable que se antoja el nivel superior.

Jon D. Domínguez (fotografía), maneja los encuadres, los planos, y las secuencias de los mismos de modo que convierte estas reducidas dimensiones en algo hiperdinámico, alimentando el ritmo narrativo, e infundiendo a la vez, el vértigo de lo insondable.

La banda sonora, discreta pero en harmonía con el resto de elementos del código que usa el guión para transmitirnos su mensaje, es el pedal con el que se mantiene la base de esta contínua atmósfera.
Destacable el trabajo de los personajes; papeles, sobretodo los de los protagonistas, de un alto nivel de exigencia; de interpretación, i en buena medida de caracterización de los mismos. Pues ellos condensan esa carga simbólica que se puede desplegar en infinidad de diferentes significados. La relevancia clave de su actuación, así como la de los secundarios, no radica solamente en unos diálogos bien construídos, aparentemente calculados y meditados, en los que no parece perder el tiempo en merodeos intranscendentes, sinó también en el juego de conductas y expresiones emocionales que constituyen una paralingüística más elocuente, y que también ayuda a desencriptar el código de lo hablado.

Habrá quién pueda pensar que las actuaciones, sobretodo en las escenas más crueles, despiadadas, descarnadas y truculentas, pueden rayar lo exagerado, lo grotesco. Pero esta guisa de histrionismo intencionado, no tiene otra función que la de dar relieve, con toques satíricos, al mensaje del argumento.
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Jordirozsa
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6
11 de mayo de 2021
35 de 39 usuarios han encontrado esta crítica útil
Con una docena de películas realizadas hasta la fecha, Mark Tonderai tendrá que aplicarse a fondo si pretende consagrarse como un reconocido director de cine. Mas conocido por su labor para la cadena británica BBC, donde produjo su propio show televisivo, el celuloide es uno de tantos otros frentes a los que ha dedicado su tarea professional sin, digamos, distinguirse demasiado, por no haber hecho más que productos con pretensión comercial, sin un estilo propio ni ambición clara, como autor de lo que se podría llamar una obra de arte. Y, en resumidas cuentas, de eso se trata el cine.

El hecho de que, como he leído, «House at the end of the street» (título que ya de por sí sugiere más una «soap movie» o telenovela, que una esperada historia de terror u horror), saliera directamente acuñada en DVD’s, parece ya que la cinta, sólo por esto, quede despojada de la dignidad de arte, para pasar a ser un mero artículo de supermercado; cosa de por sí humanamente injusta, y académicamente poco correcta, ya que la calidad de un film no puede ser medida por criterios de taquilla, ni mucho menos por las subjetivas apreciaciones de quien se basa en si «da miedo», o es o deja de ser «aburrido».

Con sus dos primeras piezas, «Pánico» (aka, «Hush»), de 2009, y «House at the end of the Street» (2012), Tonderai hace su mise en scène con la claqueta, pretendiendo rendir tributo a sendos trabajos de culto, respectivamente: «El Diablo Sobre Ruedas» (1971), ópera prima de Steven Spielberg, y primera lección de lo que debe ser el terror sobre el asfalto; y «Psicosis» (1960), de Alfred Hitchcock. A ésta última, el bienintencionado homenaje con el que no termina de subir la masa de esa tarta rodada en Ontario (Canadá), de correcto sabor, pero de bizcocho poco consistente e infraelaborado. Y no es porque la levadura de la receta, una historia corta de Jonathan Mostow, cofirmante del guión, sea de mala raza. Sinó más bien la flojera del producto final es debida al poco atino y experiencia de quién se sentaba detrás de la cámara.

El argumento daba mucho más de si, y queda explotado bastante por debajo de sus posibilidades. Si bien el ritmo narrativo es correcto, acorde con el desarrollo de la trama, sin prisas pero sin pausas, su intensidad dramática queda desvanecida por momentos, y apenas la sustenta una decente partitura de Theo Green, que obviamente no es la obra maestra que compuso Bernard Hermann para «Psicosis».

La predominante oscuridad de la fotografía, en la que se prodiga Miroslaw Bazsac en escenas críticas, tiende a perder al espectador, así como un montaje un tanto lioso, que entorpece más que ayudar a seguir el hilo de la historia. Aunque hay que resaltar, en su favor, que de una belleza evocadora especial es la escena de Elissa, rescatada de la lluvia por el coche de Ryan, al que termina subiéndose. Aquí solo faltaría el gatito, para evocar a la empapada Audrey Hepburn en «Breakfast at Tiffany’s». O los estremecedores «flash back», en blanco y negro, que nos trasladan diegéticamente a los fragmentados y traumáticos recuerdos de la infancia del muchacho.

El trabajo interpretativo se aguanta con pinzas en los tres personajes principales de la historia: Elissa, Ryan y Sarah. Los secundarios poco aportan, y los actores que los caracterizan, poco hacen para hacer valer el rol que desempeñan. Gill Bellows, en su papel de agente, poco convincente resulta; no queda claro si su función es de encubridor, o de sabueso despistado. Y el repelente Tyler, encarnado por Nolan Gerard Funk, no pasa de ser un pretendiente obsceno y maleducado, que nada más empezar la pel·lícula, ya vemos que queda descartado como príncipe azul del cuento.

Del trío protagonista, Jennifer Lawrence es la que menos relevancia dramática tiene, aunque encabece los títulos de crédito. Conocida por su papel en «Los Juegos del Hambre» (2012), en donde el gran Donald Shutherland les pasa a todos la mano por la cara, apenas logra figurar su presencia más allá de sus incipientes habilidades vocales, del escote y de una excesivamente maquillada jeta. Ya sea por la escasa verosimilitud que transmite su actuación, o porque el guión no da más para ella (toda una lástima), la podríamos asimilar a un balón o pelota de tenis que se va dando rebotes entre la frustrada maternidad de Sarah, su progenitora, y las seductoras atenciones del tan tierno y dulce, como sombrío Ryan.

El peso, pues, recae sobre la veterana Elisabeth Shue, a la que algunos ya conocemos desde sus primeros pasos en franquícias como «Karate Kid» o «Regreso al futuro», pasando por su aparición en algunos films decentes (como « Leaving Las Vegas» (1995), «El Santo» (1997) o «El hombre sin sombra» (2000)), y algunos otros bastante deleznables; y sobre el hermosísimo Max Thieriot, no sólo por su irresistible atractivo físico (que poco tiene que envidiar en este sentido a Anthony Perkins), sinó por su esforzado intento de sacar adelante su personaje, bastante malbaratado por las chapuzas del script, y por la construcción de los diálogos.

Lo peor de éstos no són las insustanciales y soeces conversaciones en las escenas del grupo de adolescentes, del que Tyler pretende ser el centro de atracción sexual de sus féminas, y al que el aspirante a gorila plateado tiene comprados con los mil pavos mensuales que su ingenuo padre dona a una supuesta «oenegé». El trabajo de David Loucka no da lo suficiente al motor de arranque, y echa a perder un libreto del que se podría haber obtenido una cinta de órdago.

Más que ayudar a los intérpretes a despegar, les hace embarrancar; como si les pusiera una mordaza. Ahí radica lo poco creíbles que resultan no pocos momentos.

El proceso de identificación recae sobretodo en Ryan, en la mayor parte del rodaje: su belleza, su carácter, y todo lo demás de él que atrae a Elissa, ponen al espectador en su perspectiva, la de un chaval inteligente, sensible y que, por oscuras razones queda relegado al ostracismo social.
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Jordirozsa
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2
26 de marzo de 2021
30 de 31 usuarios han encontrado esta crítica útil
Anabel es una de aquellas películas que le dejan a uno, si no indiferente, por lo menos con la expresión de levantar una ceja, preguntándose: “Muy bién... y ¿ahora qué?”... “¿Qué es lo que usted, Sr.Trashorras , quería contarnos?”

Por toda respuesta, uno se encuentra con una película de argumento de lo más común, alrededor del cual no se apercibe el significado claro de una trama, que parece hecha de piezas de puzle varias entre las que no hay manera de hallar un encaje; tal pedazos errantes o flotantes, van pululando sin rumbo claro varios elementos narrativos del guión, que si fueren retazos de ropa, uno no sabría si hacerse con ello unos pantalones, una camisa o un sombrero.

De modo, que pasados los títulos de crédito finales, uno se encoge de hombros y, en palabras del defenestrado Mayor Trapero se dice: “Pues... bueno, pues... adiós”. Eso sí, nada más lejos que con la impresión de haber perdido el tiempo; todo lo contrario, algo interesante siempre se aprende, a pesar de la relativa apatía que la película inspira a cuerpo y mente, y con ganas de adoptar el papel de cínico simpático ante las controvertidas opiniones que sugiere este film.

Rodada en blanco y negro, y con unos injertos en color, que todavía no me explico su razón de ser (será que mis neuronas cuarentonas ya no pillan según que cosas), toda ella reviste en su formato y estética lo que parece un homenaje al consagrado Narciso Ibáñez, en sus “Historias para no dormir”; aunque para consagrarse él, en solitario, a Trashorras le queda mucho por trillar, aún el tanto que se marcase en su día como co-guionista de “El espinazo del Diablo”.

Teniendo entre manos una idea con un buen potencial , con el que elaborar algo sólido, no acierta más que a una especie de majadería, carente de sentido, y que a la postre divide en capítulos que , en vez de ayudar al espectador a hacerse una estructura clara del hilo, tienden a marearlo todavia más. Sin aparente lógica estructural.

Simplemente, como si de una tarta o bandeja de canelones se tratase. Sólo para justificar los vaivenes con los que nos trae y retrotrae en el trazo del guión. Lo que aún hace más chapucero el montaje; como esos “disc jockeys” de tres al cuarto que manoseando el vinilo de mala manera, convierten una música ya de por sí machacona, en monstruosa tortura para los oídos.

Al igual los diálogos, insubstanciales e insulsos en su mayor parte, excepto en el momento crítico que conducirá a una mínima resolución de la historia, poco aclaran lo que se pretende transmitir, en un desperdicio de los tres únicos actores, que a ligera excepción de la estrafalaria figura de Enrique Villén, tampoco son nada del otro mundo, y su interpretación se queda a medio exprimir. Los papeles de Rocío León y de Ana de Armas (cuya “personaja” en la historia es de armas tomar), no pasan de un exhibicionismo chabacano en el que lo hacen todo unos insinuantes vestuario y maquillaje (que conste que sólo en grado de pretensión), y poco la interpretación, que por mucho que se esforzasen, no hay más cera que la que arde para que pudieran lucirse como actrices, por mucho que digan los aduladores de este plato de gachas.

Ni tan siquiera la banda sonora conecta con el resto de ingredientes para dar un mínimo relieve dramático. Aparece tan sólo como un tímido comparsa que se añade a su bola, a propio ritmo de cocción.

En su conjunto, pues, un insípido engrudo del que me comí hasta la última cucharada, pero sin ganas de repetir plato. Un plato que te sirven en esos restaurantes, donde pretenden hacer creer a la imaginación, la exquisitez de la ración de patatas hervidas a treinta euros, disfrazada de una rimbombante denominación en la carta. Lo que nos cuelan, con ese mito de la creatividad (cuando ya está todo inventado) y el minimalismo (traje de seda con el que muchas veces revisten a la mona de lo soez u ordinario).
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Jordirozsa
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8
1 de mayo de 2021
30 de 32 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si bién otras películas de Mike Flanagan, como «Ouija: El Origen del Mal» (2016), «Dr.Sleep» (2019), o las series «The Haunting of Hill House» (2018) y «The Haunting of Bly Manor» (2020), dejan un resultado algo dudoso en su realización, esta cinta es mucho más eficaz, eficiente y, ¿por qué no decirlo?, efectista.

Sin duda alguna, consigue su principal objetivo, de mantenernos en vilo durante prácticamente la totalidad de la escasa hora y media de su duración. Y lo hace sin la mitad de recursos con los que han contado otras producciones de similiar argumento.

En el justo tiempo, y en una escenografía casi teatral, que se reduce al interior de la casa de la protagonista y su oscuro entorno inmediato, rodeado de un bosque insondable, del que no se nos dice qué hay más allá: ni donde se ubica exactamente en la geografía, cuál es la localidad más próxima... ni la distancia a la que se puede encontrar un ser viviente, a parte del temible adversario que acecha para acabar con la vida de la joven escritora.

El encuadre de la historia en un espacio tan reducido, que ni siquiera se puede ensanchar con el vehículo aparcado delante de la vivienda, porque el asesino ha rajado sus cuatro ruedas; y una trama simple, contada casi a tiempo real, augmentan la presión de la olla, acelerando sostenidamente el cocido que nos sirve.

Aunque haya momentos en los que parezca que la acción se ralentiza, ni que sea para que el espectador pueda retomar el aliento, en sintonía con el personaje de Kate Siegel, esta tan modesta como bien lograda producción, requiere ser vista con las uñas cortadas (las de los piés también).

La fotografía nos deja bastante a oscuras en momentos cruciales, en los que uno acaba bastante mareado. A este aturdimiento también contribuyen algunas idas de pinza de la cámara.

La banda sonora, realmente mala, por lo menos pasa lo suficientemente desapercibida para no molestar; en parte, porque la acción absorbe la casi totalidad de nuestras facultades perceptivas. Tal vez una mejor y más presente partitura habría concedido una mayor intensidad al ritmo narrativo. Sin embargo, el director prefiere hacer uso del silencio para estremecernos.

Con unos diálogos reducidos casi a la mínima expresión, el guión cede la palabra al locuaz dramatismo de la imagen, cosida y bordada por un montaje no menos importante en la misión conjunta de imprimir desasosiego hasta el último minuto del metraje. Lo que hablan los personajes se reduce, casi, a la conversación entre Maddie y Sarah (una amiga suya) complementada con el lenguaje de signos que ésta muestra estar aprendiendo, en su manifiesta pero simpática torpeza; en esta escena, la única rodada bajo la luz diurna, ya en declive, queda acotada una presentación que no se anda con remilgos, y que Flanagan corta por lo sano, por mano del cuchillo del asesino, en cebarse éste con su primera víctima.

El otro momento en el que tenemos un significativo intercambio de frases, es el encuentro en el porche de la casa, entre el psicópata y el novio de Sarah, que aparece para averiguar lo que ocurre, en no saber nada de las dos mozas. Momento que abre la puerta hacia tramo final de la película; lo cual queda revelado en la convencida y tajante sentencia del criminal: «let’s get this over with» («terminemos con ésto»), mientras el gato de Maddie se escabulle de la casa como diciendo: «a mi que no me metan en líos, que los denuncio a la Protectora».

Asi, pues, es toda la paralingüística, incluída la del escurridizo felino, con toda su carga expresiva, la que se encarga de desplegar la trama, estando los diálogos ubicados prácticamente como delimitadores de las dos o tres únicas escenas en las que se divide.

No repara en cuchilladas, disparos de ballesta, golpes, porrazos y caídas. En cambio, en ningún momento parece ultrapasar el umbral de aparatosidad, ni las dosis de hemoglobina, que en la oscura atmósfera nocturna no satura nuestra retina de rojo en exceso. La descarnada violencia que se desata, se mantiene en un nivel aceptable, y a la vez inquietante, de realismo.

Ya sea a posta, para no eclipsar el brillo de la Siegel, o porque John Gallagher, Jr. no da más de sí, el peso interpretativo del dúo que forman ambos antagonistas recae indiscutiblemente sobre la actriz, que también aparece como firmante del guión, con lo que me inclino más por la primera opción (no sería la primera vez que un actor tiene que reprimir su talento en favor de la estrella oficial del film).

En lo que se refiere a los papeles de Samantha Sloyan (Sarah) y de Michael Trucco (John, el novio de ésta), así como la fugaz aparición online de Emma Graves (Max), no van más allá de percha para los giros que empleará Flanagan en el desarrollo de la historia.

Sería erróneo limitarse a atribuir un cliché sobreexplotado al argumento. Todas las películas se basan en uno, ya sea cinematográfico o literario; o incluso prestado de otra disciplina artística (música, pintura, danza... ). Cierto que hemos sido testigos de otras cintas memorables, algunas de culto, en las que un psicópata despiadado se divierte con sus presas, y que éstas tengan algún tipo de diversidad funcional sensorial (ceguera, sordez.. ) o motriz, le confiere al «malo» un carácter todavía mas ruin y salvaje, cuando no ya, además, posee atributos que rayan lo sobrenatural (como es el caso de Michael Myers, en la saga de «Halloween»).

En el caso de «Hush», tenemos algún aspecto que la hace diferente de aquéllas a las que se pueda asemejar, y en el que quizás no se repara a primera vista.
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Jordirozsa
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