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Críticas de Adri Bravo
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Críticas 7
Críticas ordenadas por utilidad
7
10 de octubre de 2007
133 de 155 usuarios han encontrado esta crítica útil
Una de los preceptos de la iglesia baptista fundamentalista es el siguiente: fidelidad práctica a la fe cristiana en la vida cotidiana, en el trabajo, familia y la sociedad, y empeño en predicarla a toda criatura de palabra y con el ejemplo. La señora Gertrude Baniszewsky, viuda, enferma y con 7 hijos a sus espaldas, decidió predicar, con la complicidad de todos sus hijos, su buena nueva a una inocente niña de 16 años a base de vejaciones, torturas, mutilaciones y abusos sexuales de lo más variopintos, involucandro en ello a todo el vecindario de un pueblo perdido de Indianápolis, allá por los años 60. La niña en cuestión era Sylvia Likens, que se había quedado al cuidado de Gertrude junto con su hermana menor, ya que sus padres tuvieron que ausentarse por trabajo durante una temporada. Craso error. Estaban dejando a sus hijas en manos del mal personificado, el mal de una sociedad que justificaba sus hechos argumentando que tales castigos eran necesarios para enderezar a un alma perdida.
Podría ser el argumento de una película de terror, pero sucedió en Estados Unidos. Un auténtico y despiadado crimen americano. Bajo la piel del horror del resultado final desprenden sus podridos vapores la represión sexual, las enseñanzas interiorizadas a base de palos y humillaciones, la imposición férrea de las ideas cristianas travestidas en preceptos fundamentalistas y sobretodo, la sinrazón del ser humano cuando la violencia se apodera de él, y ya no puede parar.
En la sala se escuchaban suspiros que intentaban aliviar la sensación de náusea mientras el cuerpo buscaba acomodo en la butaca del cine, que nos obligaba a presenciar cómo casi todo un pueblo se puede poner de acuerdo para torturar a una niña inocente. La lista de abusos es interminable, pero aunque Tommy O’Haver nos muestra gran parte de lo que sucedió, tan sólo estamos ante la punta del iceberg. Si uno investiga un poco, constata que los propios habitantes de Indianápolis consideran este crimen como el más dantesco perpetrado contra una persona en toda su historia y que lo que sufrió la niña sobrepasa los límites de lo soportable. Por eso Tommy O’Haver evita que nos revolvamos más de la cuenta y nos muestra lo justo para que nos demos cuenta de lo que podemos ser capaces de hacer, en nuestros mundos supuestamente civilizados y democráticos.
Cuesta hablar de otra cosa que no sea la historia, pero cabe resaltar el magnífico trabajo de Catherine Keener como Gertrude Baniszewsky (Capote, Being John Malkovich)
y de Ellen Page (Hard Candy) como Sylvia. El choque es titánico, aunque resulta ganadora Keener. Su mirada fría y perdida es sobrecogedora, y consigue el efecto deseado.
En resumen, An American Crime es una película necesaria en tiempos en los que la tortura y la vejación son justificados con fines políticos y se da por sentado que lo éticamente correcto siempre mora en occidente, aunque viéndola se nos revuelva el estómago y sacrifiquemos la cena.
Adri Bravo
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8
16 de octubre de 2007
58 de 72 usuarios han encontrado esta crítica útil
Fundamentalmente, la película cuenta con dos balas de oro en la recámara, y otras de plata completando el cargador. A saber, las de oro son, por una parte, la excepcional fotografía y la explosión de texturas y colores que desprenden cada uno de sus planos, empezando por los instantes iniciales, en un blanco y negro nítido, congelado en el tiempo, y preconizador de las sutilezas visuales que se avecinan, siguiendo con la plasmación de unos paisajes naturales saturados de vida y casi coprotagonistas, y acabando por la deslumbrante composición de cada uno de los fotogramas, casi concienzudamente esculpidos a cincel para deleite de los espectadores. La otra bala de oro, la emotiva interpretación de la niña rumana Catinca Untaru, que parece no saber que está siendo filmada y se entrega en cuerpo y alma a la historia y forma un dúo interpretativo antológico con Lee Pace. Las de plata son quizás la fábula que se nos narra, rica en detalles y profusa en contenido y la idea de conectividad entre culturas que transpira de ella.

Se reflexiona aquí sobre la creación de una ficción y su efecto en la realidad, sobre el poder de la imaginación y la inocencia como la mejor de las medicinas, de cómo todos nos merecemos una segunda oportunidad cuando nos dejan tirados en la cuneta. Quizás suena a edulcorado y a pastiche de emociones fáciles pero a veces es bueno dejarse llevar por la mirada de una niña y por su bondad, aunque los asistentes a la sala de prensa donde anunciaron que the Fall era la película ganadora del festival silbaran tímidamente al ver que la galardonada no cumplía con los cánones más clásicos del género fantástico o de terror. A mí me pareció muy buena elección.

Y si nada de esto os convence, plantearos el visionado de The fall como un paseo virtual por casi medio mundo (se rodó en 23 países) con imágenes que a ni el mejor de los realizadores de National Geographic se le haya ocurrido nunca filmar, o como una lección de las que sientan cátedra del difícil arte de construir una historia, buena o no, pero emotiva en el buen sentido de la palabra. Todo un hallazgo este The Fall. Esperemos que Tarsem Singh no contrate para su nueva película a Enrique Iglesias, y se límite a producirle los videoclips. Señor Singh, cada cosa en su sitio.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Adri Bravo
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9
26 de septiembre de 2007
21 de 31 usuarios han encontrado esta crítica útil
Jose Luís Guerín tiene más que ver con la pintura, con el oficio de ebanista de imágenes, con la búsqueda de la pureza en el caos, que con el cine, y por eso merece la pena acercarse a su obra. Ya en su película “En construcción” sentaba las bases de su modus operandi, de su relación con el mundo. Las imágenes que desprenden sus películas son retratos del movimiento perpetuo que pone en el mismo plano epistemológico las ondas que el viento dibuja en la melena de una desconocida y el baile de tranvías, transeúntes y bicicletas que domina el pulso actual de cualquier ciudad europea. Jose Luís Guerín parece haber condensado lo inherente al mundo y a las personas, a los gestos de cada uno, para presentarnos pastillas de realidad. “En la ciudad de Sylvia”, su última película, da rienda suelta a su yo más voyeur, y se embelesa en la búsqueda de un ideal, de la imagen perfecta de la feminidad, de los rostros que no conocemos ni conoceremos. Lo que el director consigue, pues, es una de las búsquedas más infructuosas y a la vez bellas que haya podido presenciar en un cine, y eso es mucho. Con excepcional naturalidad se produce la mímesis con el personaje principal, del que se nos presenta lo mínimo, si acaso su mirada diseccionadora, pero no sus motivaciones (y eso es una baza, ya que el espectador inevitablemente crea su propio mundo, sus propias historias que enriquecerán la que nos presenta el director)
Quizás es preferible no hablar demasiado del argumento. Quizás en esta película no es demasiado importante hacerlo, porque el argumento es la búsqueda, la búsqueda en mayúsculas, y el ensimismamiento que produce su visionado.
“En la ciudad de Sylvia” es una película para disfrutarla en silencio y con respeto. En silencio porque su metraje es prácticamente mudo: unas pocas líneas de diálogo se cuelan en un montaje pausado, tranquilo, que a la vez exige una completa concentración, pues cada gesto es importante, cada gesto entraña una identidad completa. Con respeto, porque es como el director trata al ser humano y a sus complicadas e inextricables redes de interacciones, entre el mundo y las personas, entre la ciudad y las personas, y finalmente entre personas. Si queréis pasar un rato agradable revolviendo los cajones de la mesita de noche, buscando algo que de antemano sabéis que no vais a encontrar, pero sabiendo que la búsqueda devolverá a la vida objetos olvidados … esta es la película.
Adri Bravo
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6
10 de octubre de 2007
8 de 13 usuarios han encontrado esta crítica útil
Quizás alguna vez habéis conocido a un chic@ del@ cual pensárais: vaya, tiene una nariz respingona preciosa, unos ojos grandes que hablan solos, una boca bonita…pero ¿por qué será que no l@ veo guap@? Yo ayer conocí a una de esas personas: era la película la Antena, de Esteban Sapir, un reloj de precisión de ardua y detallista post-producción que necesitó dos largos años para que viese la luz. Una película muda y en blanco y negro, con un remarcado estilo expresionista que bebe directamente de las fuentes de Mèlies o Fritz Lang (de hecho, las referencias a Viaje a la Luna o Metrópolis son totalmente explícitas, no se cortan un pelo. ¿Homenaje y guiño o plagio fácil?). La acción se sitúa en una ciudad imaginaria controlada y sometida por el Señor TV, que tiene hipnotizada a toda la población con el fin de forzarles a comprar sus productos y así monopolizar toda actividad mercantil y social. En dicha ciudad todo el mundo ha perdido el don del habla, excepto la mujer que utiliza el Sr. TV para difundir su mensaje a través de canciones y mensajes televisados, dejando absorto a todo el mundo. Uno de los trabajadores del villano se da cuenta de que todo puede cambiar si el hijo de esta mujer ha heredado el don del habla, ya que podría llegar a contrarrestar el maquiavélico plan del malvado Sr. TV para subyugar por siempre jamás a su pueblo. La fábula está repleta de referencias, simbología y planos que recuerdan a otros tantos clásicos de la época neonata del cine, y esto Esteban Sapir y su equipo lo hacen con maestría. Algunas secuencias no tienen nada que envidiar a otras de Murnau o Vartov. La utilización de los subtítulos a modo de cómic pero revestidos de movimiento que explica más que la propia acción de los personajes junto con la luz tenue y gastada que nos ofrece el blanco y negro y la estética general de película muda de los albores de la cinematografía es su logro cumbre. Realmente SON la película, y no la historia. El problema es que era necesario algo más para salvar el todo, o quizás algo menos. Un recorte en su metraje de al menos 20 minutos le hubiera sentado de maravilla, y eso que la película dura 90. En mi opinión, el simbolismo semántico y las ideas fuertemente expresivas empalagan y saturan al espectador y no hay más remedio que desconectar por momentos. La simpleza y redondez del cine mudo no se vislumbra en La Antena, tan sólo su formato, su envoltorio.
No puedo negar que la factura es sorprendente y el trabajo detrás de esta propuesta es digno de elogio, y por eso la califico como buena y os la recomiendo, pero a mi entender no han escogido el medio adecuado. El corto, o una serie de cortos dosificados hubieran sido mejor elección, incluso el cómic hubiera hecho de La Antena una obra de referencia.
Cuando me cruce otra vez con La Antena por la calle, lo más probable es que pase de largo y me fije en la chica que compra verduras, que os podrá parecer más feota, no os lo voy a negar, pero es infinitamente más atractiva. Ea.
Adri Bravo
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7
9 de octubre de 2007
1 de 1 usuarios han encontrado esta crítica útil
La película de Bruno Merle es como una maratón. Los instantes iniciales se corresponden a la ilusión y los nervios iniciales del atleta por la vertiginosa carrera que le espera. Tras esos frenéticos momentos de euforia, le siguen otros bastante predecibles, incluso anodinos, salpicados de acelerones bruscos en un trazado largo que hincha de kilos las piernas. Se tienen ganas de llegar a la meta. Y sin darse uno cuenta, llega la traca final, la llegada gloriosa a la meta, y la carrera ha acabado.
El prometedor planteamiento y el absurdo y surrealista final no tienen desperdicio. Solamente por ello vale la pena ver esta película. Es un film arriesgado, repleto de “innovaciones” en el estilo, incluso con cambios en el formato de la película, pasando de digital a 35 mm.
El protagonista (Michaël Youn, conocido showman francés y ex de la Pataki, esa gran actriz) es un animador de público en platós de televisión de tres al cuarto, que preferiría ser guapo y famoso que gracioso, totalmente alienado y desprovisto de los mecanismos de defensa para evitar volverse loco. La pérdida del amor y el fallecimiento del padre son la gota que colma el vaso, y no se le ocurre otra cosa que secuestrar al cantante de moda, para establecer con él (e incluso con el propio director de la película, con el que conversa en varias ocasiones) una peculiar relación.
Bruno Merle consigue a partes iguales que sintamos pena y asco por el personaje, que lo odiemos y lo veneremos por su atrevimiento. Pero lo curioso y realmente interesante de Héros es que es tan importante la plástica de la película, sus giros estilísticos, su experimentación, que la propia historia. Digamos que comparten protagonismo, van completamente a la par en la carrera por presentar algo decente al público, por lo que, si la historia no nos convence, también podemos imaginar que estamos en una exposición de videoarte en un museo. Estas propuestas no suelen cuajar, pero esta vez el pastel llevaba la levadura suficiente como para no hundirse por completo. Más allá de la crítica velada al mass media y la bien lograda inocencia perversa que destila el protagonista, quizás sea ésta su mejor cualidad. Como contrapartida, decir que, si no eres fan de Michaël Youn (altamente improbable por estos lares), puede resultarte un tanto histriónico y sobreactuado, pero en esta película se lo podía permitir.
De todas maneras, vale la pena acercarse a Héros perdonando los defectos y aplaudiendo la osadía y los cojones, con perdón, de decir: esto es lo que hay.
Adri Bravo
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