Aunque numerosas películas han representado con brillantez el neonazismo y el ascenso de esta ideología en la sociedad contemporánea, Kriegerin («Guerrera (Sangre y honor)» se centra en la posición de las mujeres en este ámbito. En el seno de una ideología fuertemente misógina, las mujeres deben mostrarse doblemente violentas para imponerse y abrirse hueco. No obstante, no es esa violencia o ese odio exacerbados (si bien, realistas) los que dan fuerza a la película, sino el cambio progresivo de la joven tras conocer a un adolescente afgano al que ayuda sin saber muy bien por qué. En un ambiente frío y en una Alemania con problemas económicos tras la unificación, el joven trastoca la vida de Marisa. El simbolismo del equilibro entre una vida perdida por una vida salvada está fuertemente presente, los personajes son variados y bien caracterizados, pero el golpe de gracia procede justamente de esa poesía, destilada con parsimonia y que, entre dos agresiones verbales o físicas, atraviesa los tonos fríos de la película, que gana así en belleza.
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Para su primera película fuera del Líbano, Danielle Arbid decidió situar su cámara en Francia. Bajo una apariencia de película falsamente autobiográfica (la directora vive en Francia desde los diecisiete años, «Peur de rien» (Miedo de nada) habla de esa libertad única que una persona puede sentir cuando llega a un país extranjero. No obstante, la película también evoca las dificultades de adaptación inherentes a una nueva cultura. Lina debe olvidar las normas que conoce para aprender y sumirse a las de una ciudad como París. Los sentimientos que emergen de la película son de una autenticidad considerable: a través de diferentes encuentros, Lina pasa del miedo a la curiosidad, de la decepción al amor, de la soledad al placer. Aprende a ir más allá de sus miedos, descubre que podemos atrevernos, afirmarnos, negarnos, pero también ceder y dejarnos llevar por la rueda de la fortuna. Aprende a amar Francia al mismo tiempo que el espectador se deleita al descubrir el París de hace veinticinco años. La actuación de Manal Issa y el conjunto de personajes secundarios que giran en torno a ella ofrecen un resultado sensible, conmovedor e increíblemente realista.
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Si bien existen cada vez más películas que abordan el tema de las personas transgénero, «Something Must Break» (título que hace referencia a una canción de Joy Division) hace gala de unos argumentos y de una estética que van más allá de lo que solemos encontrar. Saga Becker brilla en su primer papel (no es de extrañar que el director tardara dos años en encontrar a una actriz para la película) que interpreta con delicadeza y melancolía. A pesar del ambiente frío y de un Estocolmo del que no vemos su mejor cara, la calidez de los personajes y la intimidad que se crea entre ellos transmite un cierto encanto, una cierta magia. La cámara se centra en la burbuja en la que se encuentran los personajes y sigue la evolución, natural y brusca por momentos, de ese ideal que anhelan alcanzar. La pureza que emana de ciertas escenas es cautivadora y «Something Must Break» evita con maestría los aspectos típicos en los que caen otras películas de temática LGBT. Lejos del colorido y la extravagancia del cine de Araki, la película es realista, aunque con ciertas escenas de locura, la locura que surge de la pasión entre Andreas y Ellie. Porque nunca llegamos a entender si esta pasión es amor o no, pero como nos hace comprender el director, el objetivo no es saberlo, sino sentirlo.
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Ganadora del premio «una cierta mirada» en el Festival de Cannes, la segunda película de Michel Franco aborda un problema social muy presente en el cine: el acoso escolar en la era de las nuevas tecnologías. La forma de grabar y los encuadres, entre los que destacan los planos fijos y fuera de campo, así como los numerosos instantes de silencio, sumergen al espectador en la profundidad de las emociones de Alejandra (soberbiamente interpretada por Tessa Ia). Duras, frías y hostiles, las escenas de vejaciones se suceden para meternos en una especie de círculo vicioso del que no hay salida. Cualquier tipo de racionalidad, comprensión o comunicación es vano en esta contemplación obligatoria de una violencia cuyas razones escapan a la víctima y, tal vez, a los propios agresores. La falta de comunicación y la sobriedad de las imágenes aportan realismo a la película. El largo plano secuencia del final es la guinda que completa este pastel de belleza y frialdad. Con «Después de Lucía», Michel Franco ofrece una visión pesimista a la par que realista y universal del mundo, en el que una simple acción en una red social puede afectar indefinidamente la vida de una persona.
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Lo mínimo que podemos decir sobre Gilles Marchand es que le gusta reposar bien sus proyectos: siete años separan «¿Quién mató a Bambi?» (por supuesto, hablamos del thriller francés y no de la comedia de Santi Amodeo) de la pulida «El otro mundo» y, seis años más tarde, regresa con este thriller de fantasía. En este nuevo filme, Gilles Marchand se desplaza con su cámara a Suecia donde la inmensidad del decorado casi surrealista contrasta con una parte más sombría que no dejará de empañar este ambiente idílico. Los planos, que alternan entre primerísimos planos y planos generales, ayudan a alimentar un malestar que se nos escapa y no cesa de aumentar para terminar instalándose. «Dans la forêt» (En el bosque) opta por sugerir, sembrar la duda y dar libertad (quizá demasiada) de interpretación y ese es su punto fuerte y, al mismo tiempo, débil: aunque está claro que algunos elementos están dirigidos a incitar la fantasía, a veces tenemos la impresión de que el argumento está erigido sobre un vacío que el espectador debe rellenar. Desde el punto de vista, el conjunto de la película es original y la maravillosa interpretación de los actores rescata el barco de un naufragio.
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