Dejando de lado su repugnante apología del terrorismo de estado (nos cargaremos a quien sea con tal de defender nuestro sistema, es decir, el de los banqueros, empresarios y políticos), The Peacemaker funciona al principio como un eficaz thriller de espionaje, pero en el último tercio se decanta por el cansino juguete de pim-pam-pum tan caro al cine estadounidense actual. Leder filma mejor que bastantes de sus compañeros (o sea, sabe mover la cámara), y los protas se muestran seguros y guapos, como no podía ser menos. Usar y tirar.

Sí, también sale Dennis Quaid. Algunos pensaréis que le tengo manía a este chico, pero no es así. Es que llevo tres bodrios seguidos en los que aparace él, y eso es para preocupar a cualquiera. Un individuo aparece de la nada y se corta las alas, como quien se corta las uñas, el arcángel Miguel en persona (Paul Bettany, en caída libre desde su maravillosa interpretación en Master and Commander). La cuestión es que Dios, probablemente un individuo colérico y quisquilloso, se ha hartado de la humanidad (cosa que no puede extrañar a nadie), y quiere acabar con ella de una santa vez. Pero a Miguel se le ha metido en la cabeza que, en un poblacho de los profundos USA, ha de nacer un niño que merecerá la salvación de la raza humana (fruto de un putón verbenero y alguien que pasaba por allí). Sí, la Virgen y el Niño, exacto. Tampoco falta San José, en la persona del hijo de Quaid, algo paradín el chico. Los ángeles atacan, en una mímesis sorprendente de La noche de los muertos vivientes, llega el arcángel Gabriel, con un par de alas de tembleque, y se arma. Entre despropósitos e insensateces, la película se arrastra hacia un final sólo adecuado para habitantes del Cinturón de la Biblia y similares. Un horror.

Bueno, no es que la culpa sea del pobre chico, mientras su hermano se vuelve majara, él encadena bodrio tras bodrio, con un entusiasmo digno de mejor causa. Después de la horrorosa Los jinetes del apocalipsis, el chico se precipita a un tedioso, soporífero y confuso cruce entre Alien, Horizonte final, Resident Evil (fijaos que la prota hasta se parece y (mal) actúa como Mila Jovovich) y vete a saber que más. El descerebrado Macguffin del síndrome que da título al engendro acaba por desconcertar al espectador más amante del género, y el final es para levantarse y quemar el cine, no antes de conseguir la devolución del dinero que tiraste en la taquilla. En fin, signo de los tiempos...

Su trágica muerte (¿suicidio? ¿asesinato?) no hizo más que acrecentar la leyenda. El trompetista más famoso del jazz, con permiso de Miles Davis, bello como un ángel, de voz escasa pero aterciopelada, víctima de esa misma belleza y de su adicción a las drogas, aparece aquí en todo su esplendor y decadencia. Cierto que hay que amar el jazz pero degustar mejor este estupendo documental, pero tal vez sea la ocasión de adentrarse con parsimonia en este mundo mágico con la música de este hombre, en ningún momento rompedora, pero sí apasionante y efervescente. Para los no iniciados, escuchad por favor su versión de My Funny Valentine, interpretada en directo con el gran Gerry Mulligan en el disco "Carnegie Hall Concert". Y ved la película. La cámara se limita a mostrar y grabar, imágenes y voz, el hombre visto (maldecido y amado) por sus mujeres), los recuerdos del mito, la muerte de la leyenda. Un must.

Y luego hay quien dice que el pobre Victor Mature era un pésimo actor... Pues era capaz de mover hasta dos o tres músculos a la vez, y bien dirigido daba el pego. No sucede lo mismo con Sly, incluso antes del botox. Patético verlo enfrentado al inmenso Anthony Quinn (que murió después de rodar este engendro, no me extraña), y de juzgado de guardia la interpretación (?) de Madeleine Stowe, presa del desenfreno histérico más virulento. ¿Alguien sabe qué fue de Martyn Burke? Mejor no meneallo.

Por cortesía de TCM, puede verse por fin el telefilm de Woody que había inspirado la repelente Los USA en zona rusa, gran esfuerzo de imaginación en el apartado titulación hispana. Verborreica y algo histérica, su mayor virtud es permitirnos a los fans apuntarla en la lista de "vistas", al lado de excentricidades como El rey Lear, de Godard, o Cachitos picantes.

No acabas de dilucidar si se trata de una parodia o de un homenaje a las costumbres antediluvianas del campesinado italiano (que podría ser perfectamente el campesinado carpetovetónico). La moraleja concluye que: le das un par de hostias, y se abre de piernas. No miento. Aparte de un cierto aire documental, tan caro a De Santis, la velada se agradece por los rostros y cuerpos juveniles de Mastroianni (aquí aún Mastrojanni) y Vlady, una muñeca rusa de dulces ojos verdes. Poca cosa más.

Quede claro de entrada que sólo hay y habrá un Robin Hood en la historia del cine, y ése es Errol Flynn con sus leotardos verdes. Ni Kevin Costner, ni Russell Crowe, demasiado mayor y fondón para el papel, que además encarna con una especie de nonchalance, como si pasara por allí y accediera de mala gana a rodar algunos planos. Por lo demás, la película funciona gracias al sentido del espectáculo de Ridley Scott y un puñado de intérpretes excepcionales, más algunas gotas de contenido histórico para ponernos en antecedentes del drama. Sin pasarse en ningún momento de sangre y violencia, por aquello de contentar a todos los públicos. Lástima. Y ahora, una pequeña confesión: Cualquier película con Cate Blanchett dentro me gusta más. En cuanto aparece en pantalla con esos ojos hipnóticos... y esos pómulos... y esa boca..., sabes que vas a caer irremediablemente preso de su hechizo. Junto con la divina Kristine Scott-Thomas, lo mejor del paupérrimo escenario cinematográfico actual.

Collet-Serra, tras la desastrosa La casa de cera, en la que mezclaba el subgénero de los museos de cera con el subgénero de las chicas-ligeras-de-ropa-en-manos-de-maníaco(s), vuelve a la carga con La huérfana, del apartado niños-terribles-que-tocan-los-huevos-a-los-adultos, pero con mucha mejor sintonía y cierta crítica a la moderna institución familiar de padres tránsfugas (en feliz deficinión de Quim Monzó), enfrentados en esta ocasión a algo más que una pobre huerfanita. Rueda con serenidad y sentido de la tensión (salvo en el ineludible final que deja la puerta abierta a la secuela), servido por un guión algo más imaginativo que en ejemplos precedentes. Toda una sorpresa en los tiempos que corren. Moraleja: nunca adoptes a un tierno infante nacido en los países del este.

Entendámonos: ésta no es una película de Aronofsky. Es una película de, con, por y para Mickey Rourke, que efectúa un comeback impresionante. Por cierto, no creo que éste sea el papel de su vida. Ya lo tenía: Rumble Fish. The Wrestler es la confirmación de que quien tuvo, retuvo. Y de qué manera. Por lo demás, la película es una sucesión de tópicos que hemos visto en tantas películas de de boxeo: la puta de buen corazón (espectacular transformación en buena actriz de Marisa Tomei), el boxeador/luchador sonado/enfermo/acabado cuya única vida es el ring, el mal rollo con su ex (aquí la hija), el magnífico compañerismo de los colegas, el conmovedor final tumbado sobre la lona... Y la inevitable canción del Boss para adornar el The End. Mucho ruido y pocas nueces.

Hay que ver cómo le gusta a este hombre pasear, transitar, por los diversos géneros cinematográficos, casi siempre con la elegancia de un elefante en una cacharrería. Esta vez, este ingenioso tipejo se nos lleva a Bollywood para darnos unas cuantas lecciones de solidaridad y denuncia, con una hábil mezcla de serial radiofónico, comedia desabrida y airada protesta (vacua) las condiciones de vida en los barrios pobres de India (o sea, casi todos). Me aburrí soberanamente (confieso que la moda Bollywood me lleva al pairo), aparte de parecerme una tomadura de pelo para almas sensibleras.

Hete aquí que a un presidente de los USA lo asesinan, nada más y nada menos, que en Salamanca, una Salamanca recreada en parte en escenarios mexicanos. Es que hay que ver a los extras, todos con una pinta de indiesito guaraní que tira de espaldas. Pecata minuta si nos vamos a la historia (inexistente), tramada estilo Rashomon para quedar "arty", pero que ni así cuela (no desvelaremos la demencial trama). Y para colmo, buenos actores recitando diálogos que te catapultan directamente a la botella de malta. Jamás había visto tan ridículos a Whitaker y Weaver. Bueno, Quaid intenta imitar a Stallone/Rambo. De llorat. Quedan avisados.

Crítica feroz, no sólo de un político concreto, en este caso el siniestro y manipulador Giulio Andreotti, quien durante 60 años (se dice pronto) movió los hilos de la política italiana más reaccionaria y comprometida con la Mafia (entre sus "gestas" puede contarse el asesinato de Aldo Moro), sino de todo un sistema corrompido, la democracia parlamentaria, que no respeta ni a votantes ni a compañeros de viaje. En lugar de lanzarse a la denuncia vociferada estilo Elio Petri, Sorrentino va construyendo un puzzle basado en la ironía y el sarcasmo más corrosivos, pero nunca convirtiendo a los personajes en monigotes, sino en personas de carne y hueso. Autor de la extraordinaria Le conseguenze dell'amore, vuelve a contar con el mismo protagonista, el asombroso Toni Servillo. Gran película