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España España · Madrid
Voto de Servadac:
7
Drama Año 1715. En el retorno a casa, Luis XIV siente un dolor agudo en la pierna. Quince días más tarde, se encuentra en cama en Versalles. Este es el comienzo de la lenta agonía del rey más grande de Francia, rodeado de sus más fieles súbditos. (FILMAFFINITY)
4 de diciembre de 2016
39 de 44 usuarios han encontrado esta crítica útil
Jean-Pierre Léaud dio vida a Antoine Doinel en ‘Los 400 golpes’ (1959, François Truffaut). Hasta ayer ese había sido, para mí, su mejor papel. La estampa de Antoine corriendo hasta la playa es estación imprescindible en el itinerario de cualquier cinéfilo de cierta edad. El travelling interminable que se resuelve en un fundido encadenado –dando entrada a la música y el agua– siempre consigue emocionarme. Y el zoom final, la imagen congelada del rostro de Doinel…

Truffaut, Godard, Eustache y, algo más tarde, Kaurismäki, han hecho de Léaud un mito del cine de autor a la europea. Albert Serra, con ‘La muerte de Luis XIV’, cierra el círculo. La playa, en ‘Los 400 golpes’ era tanto un posible umbral de libertad como una última frontera. Más de medio siglo después, la última frontera no es otra que la muerte. Léaud ha pasado de ser Doinel –un niño desolado que huye a la carrera– a ser el ‘Roi Soleil’ atado al lecho por una pierna que se pudre.

El director catalán se toma el tiempo necesario; cuida hasta el extremo los detalles; rueda la agonía en primer plano; compone con la luz y el maquillaje –difícil no pensar en Rembrandt, Velázquez, Caravaggio… o en los cuadros nocturnos de La Tour–; mantiene la fijeza en los encuadres y mima los diálogos. Da vida a los doctores de Molière. Recrea la atmósfera malsana de la espera y sus vaivenes –el avance lento en la necrosis, la frágil remisión, la angustia o impaciencia por el desenlace que ponga fin al sufrimiento–. Describe rituales, ceremonias, que vistos hoy resultan bufos y cargados de ironía pero que fueron herramienta de sacralización y bandera de la educación más refinada y glamurosa de su época.

Nos regala un plano memorable, con el que Léaud –un mito cinematográfico que da vida a un mito de la Historia– culmina su labor profesional.

Durante varios minutos, mientras suena el Kyrie de la misa en do menor, K427, de Mozart, el Rey Sol sostiene la mirada. La música, al más puro estilo de Robert Bresson, nos lleva al reino de la estasis. Y Doinel, con aire entre inmortal y juguetón, parece susurrarnos con los ojos:

“Le Cinéma, c’est moi.”
Servadac
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