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España España · Madrid
Voto de Servadac:
6
Drama De madrugada, dos putas de mediana edad vuelven a sus cuchitriles. No están cansadas de trabajar. Están cansadas de no hacerlo. Una tiene problemas con una hija adolescente y un marido travestido. La otra tiene que enfrentare a la soledad. Pero esa noche van a ir a celebrar la victoria en el ring de dos luchadores enanos. En el hotel, para desvalijar a los hombres, los narcotizan con gotas oftalmológicas. Pero están tan asustadas y ... [+]
5 de diciembre de 2015
11 de 16 usuarios han encontrado esta crítica útil
Constato que es difícil escribir sobre ‘The assassin’ (2015, Hou Hsiao-Hsien) sin mencionar el género ‘wuxia’. Como si el uso de ese término le otorgara al texto un aura o brillo intelectual más allá de los argumentos e impresiones expresados.

En los (horripilantes) debates de política y pseudodeporte (ambas temáticas comparten la chabacanería más absoluta en forma y fondo), se repiten una y otra vez y desde uno y otro lado, las mismas infumables coletillas.

Siento que vivimos (todos, yo el primero) en un infierno de Pávlov. Repetimos, salivamos. Sin apenas consciencia. Desatendemos lo que hay de mejor en cada uno de nosotros. En vez de amar, mordemos. Y lo peor de todo es que lo hacemos de un modo visceral casi mecánico. Sin pararnos a pensar que, como advirtiera amargamente Jean Renoir en ‘La regla del juego’ (1939), “todo el mundo tiene sus razones”.

El cine de Arturo Ripstein tampoco escapa a nuestro mundo de reflejos pavlovianos. Al invocar su nombre, surge, de manera automática, el nombre de Buñuel. Las razones –México y el lumpen, entre otras– parecen evidentes. La admiración confesa del propio Ripstein por el director aragonés apoya tal paralelismo. Sin embargo, en ‘La calle de la amargura’ yo veo más a otros autores: por un lado, en la temática y estrechez de los planos y lugares, he creído percibir amargas resonancias de ‘La calle de la vergüenza’ (1956), último film de Kenji Mizoguchi. Por otro lado, en la planificación, puesta en escena y, muy especialmente, en la magnífica fotografía de Alejandro Cantú, observo a Béla Tarr. El fatalismo –y, quizás, la falta de horizonte– es factor común de todos estos grandes cineastas pesimistas.

Arturo Ripstein es, en esta cinta, urbano. Béla Tarr tiende a ser rural. Pero los charcos –internos y exteriores– que retratan son muy similares.

Otro reflejo pavloviano surge cada vez que se menciona a Paz Alicia Garciadiego, guionista/compañera de Ripstein. Verbo florido, personajes marginales, esperpento… Todo ello nos lleva de la mano a Valle-Inclán. Comparar el tejido verbal, estilizado y sublime, del gallego, con los diálogos que urde la guionista para ‘La calle de la amargura’ es, en mi opinión, ir demasiado lejos. En cine, la creación verbal es accesoria –no digo irrelevante, sólo digo que no ha de ser lo principal–. En el entramado de imagen y sonido está la pulpa de la obra. El exceso de reflexiones hondas en boca de los personajes le quita realidad a la ficción. Diálogos que son cargas de profundidad literaria e ideológica tan manifiestamente dirigidos al espectador que apenas incomodan. Esas sesudas reflexiones, en boca de las prostitutas, para mí son innecesarias. Y no porque las prostitutas no sean aptas para hacerlas, sino porque sus cuerpos y sus caras (qué espléndidas están Patricia Reyes Spíndola y Nora Velázquez) hablan por sí mismas.

La película transmite, con gran fuerza y gracias a un preciso y acertado diseño visual, la idea de que los personajes viven encerrados: un ring, camas estrechas, un armario con espejo que devuelve la imagen sucia y fea de quien se asoma a él (ahí está, de nuevo, el esperpento, como en el uso de la vieja madre demenciada), las persianas metálicas, la escalera de forja, las rejas –tanto en la farmacia como en la comisaría–… La cámara bucea por ese laberinto sin salida como en busca de aire, y no lo encuentra. Las máscaras omnipresentes –que me hicieron pensar en el Rorschach de Watchmen– son un acierto incuestionable. Los luchadores en miniatura –sombras o mascotas, les dicen– replican a La Muerte y el AK-47, sus mayores, del mismo modo que la calle de la amargura es símbolo en chiquito de la miseria universal.

Cuando las prostitutas suben con los dos gemelos por las escaleras del Hotel Laredo y pisan la deslumbrante cuadrícula de luz de su recibidor (la secuencia es memorable) quisiéramos creer que el enrejado luminoso lleva al paraíso.

El plano final, con la calle vacía, nos da de bruces con la realidad.
Servadac
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