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España España · O Carballiño
Críticas de odaesu
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Críticas 66
Críticas ordenadas por utilidad
9
4 de enero de 2011
255 de 295 usuarios han encontrado esta crítica útil
Primero. No me abandones. Segundo. Si me abandonas vuelve a mí. Tercero y último. A pesar de todo el dolor te querré siempre.
En Never let me go, Mark Romanek nos muestra un pasado-futuro, una realidad histórica alternativa, dónde la ciencia y la medicina evolucionaron a ritmos agigantados después de la II Guerra Mundial, y dónde la moralidad quedó sepultada por el instinto natural de supervivencia. En este mundo todo es lo que parece. No hay trampas. No hay salidas. Es la dura realidad chocando contra nuestros más altos ideales, contra aquellas cosas en las que todos confiamos creer, hoy y mañana.
La película adquiere la forma de un corazón dolido, justo antes del final de su camino, justo antes de cambiar de recipiente, y deshacerse de eso a lo que aún llamamos sentimientos. Y que tenemos todos. Todos. A pesar de la forma cuadriculada que quieren imponer a nuestros cerebros. Podremos perder nuestra voluntad, ser siervos, pero nunca dejaremos de amar, y de querer ser amados.
Por encima de todas estas cosas, del debate “ética contra ciencia”, del autoritarismo, de la dominación y adormilamiento de las masas, del escaso dolor que parece generar en el individuo la colectivización de la culpabilidad, todos ellos temas temiblemente desarrollados por los totalitarismos del siglo XX (desde el nazismo hasta el stalinismo), por encima de todas ellas, esta película cuenta con un alma descarnada. Porque sí, todos tenemos alma también. Una alma coartada que vemos a través de las miradas tristes, melancólicas, apagadas, de unos personajes derrotados sin luchar, interpretados magistralmente por Carey Mulligan, Andrew Garfield y Keira Knightley. Sin ellos, sin sus gestos cansados, sin sus voces rotas, esta película no podría haber sido posible. Tampoco sin la maravillosa música de Rachel Portman o la apagada fotografía de Adam Kimmel. Forma y fondo al servicio de unas ideas concebidas por el escritor Kazuo Ishiguro, y plasmadas por el guionista Alex Garland y el director Mark Romanek.
Never let me go es, en definitiva, un caballo que no puede correr, un toro que solo sirve para procrear, una bestia dominada, con una vida programada antes ya de nacer. Never let me go es lo que sus personajes le hacen ser. Y a lo mejor nosotros también somos así. Es tan pesimista el mensaje, el texto y el subtexto de esta película, tan retorcidos los sentimientos que produce en el espectador, y tan auténticos, que tiene que haber algo de verdad en todo ello, algo de presente en este alternativo pasado futurista. Algo de nosotros. Algo de amor y de dolor. Algo de realidad.
odaesu
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9
23 de enero de 2009
208 de 228 usuarios han encontrado esta crítica útil
Al hacer esta crítica podría realizar un ejercicio de escritura automática, poniendo en orden aleatorio todos los sentimientos que sentí durante las dos horas que duró, y los que todavía me revientan la cabeza. Podría por otro lado convertir el texto en una carta abierta a Kate Winslet, diciéndole que su April me ha parecido lo más soberbio que he visto desde la interpretación de Julianne Moore en Las Horas, que está más allá ya no de todo elogio (como dijo Boyero), ni siquiera del bien y del mal, sino de la propia concepción del cine como arte construida por el ser humano, y por supuesto que es la mejor actriz del mundo, y que ni todos los (no) oscars que nos podamos imaginar cambiarán eso. Podría también comparar Vía Revolucionaria y Las Horas, su dureza, su mirada desoladora sobre la clase media, su carga de melancolía y fatalidad, sus ansias irremediables de ser libres y su discurso poliédrico y extremadamente doloroso.

Pero no haré nada de eso, a pesar de que los sentimientos me atormenten, a pesar de que Kate sea Dios, y a pesar de que Las Horas, Pequeña Infancia y Vía Revolucionaria constituyan una trilogía ilegítima tan provocadora como incontestable y tan hermosa como terrible.

En cambio diré que esta película habla de nosotros, residuos sociales, piezas del engranaje, almas podridas y carcomidas por los desengaños y la crueldad del mundo, víctimas anónimas de una sociedad insaciable, diré alto y claro que esta película habla de mí, de mis miserias, de mi locura, de mi cobardía, de mis ansias acalladas de libertad, de mi autodestrucción, de mi maldad, de mi hipocresía, de mis ganas de ir a Paris, de mis sueños de iniciar una revolución que me libre de las ataduras que me atan a esta gran campana de cristal.

En mi último aliento diré, entre susurros, que esta película habla de una revolución imposible.
odaesu
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8
15 de febrero de 2009
131 de 147 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta no es una película perfecta, que hable de una mujer impecable y de un apuesto caballero, El lector es una historia de claroscuros, de monstruos y crímenes, de castigos y culpas.

Esta es una película dura, de esas que te atan a una silla y te llenan las entrañas con una masa viscosa, un cuento terrorífico que hace daño por ser sincero con el espectador.

Esta no es una película fácil, más bien es de ese tipo de filmes que calan hondo y hacen que su sombra crezca en el interior del ser humano con el paso de las horas, que entretejen en el fondo de los mecanismos mentales una serie de cuestionamientos ético-emocionales tan dolorosos como terribles por lo descorazonador de su lógica.

Esta es una película dramática, llena de pasiones encontradas, de seres humanos al borde del precipicio, de miedos y de certezas que se derraman por el resbaladizo suelo de la historia.

Esta no es una película de nazis, ni de judíos, ni sobre la expiación de los pecados. Es una historia de dolor, de incomprensión, de perdida, de fatalidad. Es un análisis certero sobre la culpabilidad compartida, la inculpación, la demagogia y los mecanismos judiciales. Es un poema al amor prohibido, a la pasión abocada al fracaso, a los besos perdidos, a las confesiones desoídas, a los secretos malévolos y a la inocencia robada.

Esta es, por lo tanto, una película de sensaciones.
odaesu
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8
10 de enero de 2014
111 de 124 usuarios han encontrado esta crítica útil
Hace no mucho leí a alguien (como siempre, no recuerdo quién) que decía que la familia es esa institución social de la que siempre estamos preconizando su defunción y que en cambio nunca termina de morir. Como si estuviera hecha a prueba de bombas. En August. Osage County, adaptación de la obra homónima del dramaturgo, guionista (adapta su propia pieza teatral) y actor Tracy Letts, se narra la descomposición de una familia que se encuentra bajo el yugo de una matriarca gravemente enferma de cáncer (una Meryl Streep a ratos alucinada y alucinógena, y casi siempre demoledora) que ha hecho del ataque a sus seres queridos su única forma de vida. Ahora, que la muerte golpea a su puerta.

Cuanto más decimos que la familia está al borde del colapso más, en realidad, se fortalecen sus lazos. Hay más interdependencia (emocional, no estoy hablando de cuestiones económicas) entre nuestros padres y nosotros que la que hay entre ellos y nuestros abuelos, y seguramente menos de la que habrá entre nosotros y nuestros hijos (si es que algún día esta generación alcanza la suficiente estabilidad económica para tenerlos). Esta cuestión la toca de pasada August durante la fabulosa secuencia de la cena familiar. Ante las quejas de sus hijas por el trato que les dispensó su madre durante su infancia esta responde hablando de la suya, de la terrible relación con su madre, ya no de la frialdad de su relación, sino directamente de la agresividad que la presidía. Más adelante, el personaje de Meryl Streep les dice a sus tres hijas, lacónicamente, que quizás eso es lo que ha heredado de su madre. Esa maldición/necesidad de devorar a sus crías. Y quizás su hija mayor (Julia Roberts, fantástica, en uno de los mejores trabajos de su carrera) lo haya heredado también. Quizás toda esa fuerza volcánica, ese odio, ese rencor, es una maldición familiar que corre por los genes y se traspasa de generación en generación, creando madres que de tanto amar a sus hijos los asfixian en sus ansias de control.

Esta película dirigida por John Wells, sin mucha personalidad pero con solvencia, es por lo tanto una gran reflexión sobre la familia como estado de sitio, como cárcel de la que no es posible escapar. En esta película no hay mucho sitio para la esperanza, la familia es una condena a cadena perpetua. Cuando la hija del medio (Julianne Nicholson, la más contenida y aún así la que más desgarra de todo el reparto) dice que la familia no es más que un grupo de personas unidas por estrictos lazos biológicos se equivoca al restarle importancia a ese hecho. Letts acaba demostrándonos que la unión genética viene acompañada de algo más, algo que quizás no sea producto ni de la convivencia ni del cariño, algo espeso que se mueve por las entrañas impregnándolo todo. No hay posibilidad de escapar de la familia, porque la familia está dentro de ti desde que naces.

Si August no duele es porque no persigue que nos encariñemos a sus personajes. Es una historia tan agria, que se mueve por lugares tan oscuros, que hace difícil amar a unos personajes llenos de miseria. No tengo muy claro si esa decisión es un acierto o un error, sólo sé que la película funciona, a pesar de que su clímax, la cena familiar de 20 minutos, esté situada en medio del metraje, condenando al film a deslizarse lentamente cuesta abajo durante los 40 minutos restantes, aun habiendo en ellos varios picos de cruda tensión. Si la primera parte es una comedia negra, tras la cena (o más bien en el transcurso de la misma) la historia torna en un drama familiar que quizás carga demasiado las tintas en alguno de los temas que expone. Si la primera parte es de Meryl Streep, la segunda lo es de Julia Roberts, lo cual no justifica una secuencia final diferente a la de la obra de teatro que no aporta absolutamente nada a una historia que de tanto desgañitarse termina con la voz rota.
odaesu
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8
1 de marzo de 2018
97 de 111 usuarios han encontrado esta crítica útil
El audiovisual italiano ha situado a la mafia y a la corrupción sistémica en el foco de su análisis sobre la deriva del país. Romanzo Criminale, 1992, La mafia uccide solo d'estate o Gomorra han sido un enorme éxito a niveles artísticos y económicos, traspasando fronteras y teniendo impacto en medio mundo. El poder de fascinación de la mafia reside en el hecho de que es algo netamente italiano, pero a la vez se sustenta y explica mediante conceptos universales (el poder, la dominación, la familia, el dinero…).

En Galicia, a partir de los 80, se produjo un fenómeno de corte similar, aunque obviamente a menor escala, al de la mafia italiana: el narcotráfico, con características parecidas a las de su hermana mayor del país transalpino: corrupción masiva de las fuerzas de seguridad, financiación ilegal de partidos políticos, blanqueo de dinero a gran escala, control efectivo del territorio, intensas conexiones con otros actores del crimen organizado nacional y extranjero y cierto (retorcido) prestigio social… El impacto del narcotráfico en Galicia es innegable, mucho menos violento que el de la mafia, pero con unas repercusiones socio-sanitarias durísimas: toda una generación de jóvenes gallegos convivió con el tráfico y consumo de drogas, que causó durante los años 80 y 90 fallecimientos que se cuentan por millares.

Teniendo en cuenta esta realidad, resulta sorprendente que la cultura gallega en general y el audiovisual en particular, hayan ahondado tan poco en la industria ilegal del tráfico de drogas y en sus corruptas relaciones con los actores que ejercen el poder público. Sin embargo, dentro de un panorama en el que están aflorando los dramas que navegan por las corruptelas que acucian al país, tanto en el cine (Grupo 7, La isla mínima…), como en la televisión (La zona, La peste…), el narcotráfico gallego puede ser el centro de obras estimulantes y ambiciosas, que nos expliquen cómo hemos llegado hasta este punto de nuestra historia y qué tipo de sociedad somos.

Ese proceso de degeneración social, económica y política es explorado en Fariña, la novela de no ficción del periodista Nacho Carretero y en su adaptación televisiva, a cargo de la productora Bambú. Durante los años 80, en una Galicia eternamente emigrante y en crisis socioeconómica perpetua, el inicio del declive de las industrias pesquera y conservera, dejó las rías abiertas de par en par para el contrabando. Así, el tráfico de drogas se convirtió en las Rías Baixas ya no sólo en la alternativa fácil a la emigración, si no en la única viable para aquellos chavales sin formación u oficio no relacionado con el mar. Es decir, para los jóvenes don nadie como Sito Miñanco (un solvente Javier Rey), procesado de nuevo, en nuestro 2018, por narcotráfico, o para los hijos de los contrabandistas de tabaco, como los vástagos de Manuel Charlín (Morris en uno de sus mejores trabajos).

Fariña bebe, tanto formal como narrativamente, de la nueva ficción mafiosa italiana, que marca, como hemos sostenido con anterioridad, el camino a seguir a la hora de poner en marcha un conjunto de relatos sobre la podredumbre económica, política e incluso moral que atenaza a nuestro país. Una de sus grandes virtudes es proponer un estimulante retrato del poder, o más bien de la necesidad de ejercer el poder. Miñanco no desea tanto ser rico, como ser poderoso. Ser respetado, ser uno de los actores que ejercen el poder y controlar el espacio en el que habita. No deja de ser la versión impulsiva e inestable del líder del contrabando de tabaco, Terito (enorme Manuel Lourenzo), puesto que éste no quiere ser multimillonario, si no que quiere tenerlo todo bajo control, de ahí que se niegue a arriesgar su posición de poder pasando del tráfico de tabaco (un crimen, sí, pero menor bajo su punto de vista moral) al de cocaína (una sustancia ilegal y fuertemente perseguida por los estados).

En el retrato de los jóvenes traficantes, Fariña puede moverse al ritmo del cine de mafias de Martin Scorsese. Mientras que en el dibujo de los traficantes de la vieja escuela, parece retrotraerse al de Francis Ford Coppola, con esos hombres sentados a la misma mesa hablando de sus negocios y del negocio de todos, la política. En un momento dado, uno de los capos anuncia que habrá elecciones autonómicas y municipales pronto, “ya sabemos quién queremos que gane ¿no?”. “Los de siempre” responde Laureano Oubiña, uno de los jefes de la droga más conocidos popularmente. En esta secuencia, donde cada frase da para un análisis del discurso, Fariña muestra todo lo que puede llegar a ser.

Hablando de fenómenos sociales, la cadena de supermercados más importante de Galicia, Gadis, con presencia en toda su geografía, lleva años poniendo en marcha una fuerte campaña de marketing audiovisual, a través de anuncios de gran producción, que ya forman parte del imaginario colectivo gallego. Uno de sus primeros eslóganes (han ido degenerando hasta el que manejan actualmente: por se morremos) rezaba se chove, que chova, haciendo hincapié en un elemento fundamental de la personalidad de los gallegos: la capacidad de continuar adelante a pesar de las adversidades (ya sean de índole natural o humana). Sin embargo, también podríamos conectar esta frase, a priori optimista e inofensiva, con un dicho popular muy famoso en Galicia: mexan por nós e temos que dicir que chove. Las relaciones clientelares y criminales que se establecieron entre los capos del narcotráfico y los líderes políticos sembraron Galicia de drogas y corrupción, llenando el vacío dejado por la falta de una política económica pública. Y los gallegos hicimos como si aquí no estuviera pasando nada. Cuando al presidente de la Xunta de Galicia le preguntaron sobre un viaje que hizo con el narcotraficante Marcial Dorado, Alberto Núñez Feijóo fue incapaz de recordar quién había pagado el viaje, ni si quiera a dónde habían viajado, sólo pudo asegurar que “había nieve”. Pues eso, se neva, que neve.
odaesu
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