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Polonia Polonia · Suena Wagner y tengo ganas de invadir
Críticas de Normelvis Bates
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Críticas 185
Críticas ordenadas por utilidad
7
30 de abril de 2010
173 de 187 usuarios han encontrado esta crítica útil
Aníbal era un jefe cartilaginoso. Los coleccionistas de sellos reciben el nombre de sifilíticos. Los reptiles son animales que se disuelven en el agua. La hipotenusa está entre los dos paletos. Jesucristo fue bautizado en Río de Janeiro. El pararrayos fue inventado por Frankenstein.

Son respuestas reales de alumnos en exámenes de ESO y Bachillerato. Zoquetes los ha habido siempre, podréis argumentar, la de años que lleva editándose la Antología del Disparate, quién no ha conocido a tipos capaces de decir y escribir las mayores burradas y quedarse tan ancho, no hay para tanto. Ojalá fuera así. Quienes conocemos de primera mano qué se cuece en las aulas de nuestros institutos sabemos que lo que antes era excepción es ahora norma, que la burricie y la mediocridad no sólo no están mal vistas, sino que se premian y se alientan, por democráticas e igualitarias. Cómo mola ser un cabestro. ¿La cultura? Cosa de frikis e inadaptados.

La novela de Ray Bradbury alertaba, ya en 1953, contra la más poderosa de las armas del totalitarismo, la ignorancia. El fuego de los bomberos purifica la angustia del conocimiento, la innecesaria inquietud que pueden proporcionar las letras. La felicidad consiste en ignorar los rincones desagradables de la vida, no saber nos hace inmunes a la inquietud y el dolor. Sin sufrimiento no hay preguntas. Y sin preguntas, ¿quién puede cuestionar el modo en que es gobernado? El keroseno es el perfume de los tiranos.

Truffaut entendió bien el mensaje de Bradbury, y eso es lo que pervive de su película. Frases como “Mientras se les tiene entretenidos son felices, y eso es lo importante” o “Todos hemos de ser iguales” suenan inquietantemente actuales. Píldoras para no sentir y televisores de pantalla plana, a ser posible, tres por hogar: la ausencia de antenas nos hace sospechosos de sedición. Hay que relacionarse, aunque sea con gestos y palabras inútiles y banales.

Y sin embargo, corremos el riesgo de tomárnosla a broma. Porque no es una gran película. Porque atufa a años 60. Por sus zooms y sus veleidades psicodélicas y sus rojos chillones. Por esos modelitos y esos bomberos y esos camiones que parecen salidos de Legoland. Porque a pesar de la música de Bernard Herrmann y de la amistad de Truffaut con Hitchcock, no hay apenas suspense y el ritmo brilla por su ausencia. Por su final soso y discursivo. Cuando la vemos ahora, corremos el riesgo de creer que esta peli pertenece sólo al pasado. Qué error cometeremos.

Atenas fue fundada por César octavo a gusto. La vaca es un derivado de la leche. Un polígono es un hombre con muchas mujeres. El sujeto que no aparece en la oración es epiléptico. Quevedo era cojo de un solo pie y Góngora culturista. De los huevos de las ranas salen los cachalotes. Reíd, reíd. Asomaos un momento a la calle. Echadle un vistazo a la tele. Entrad y salid de cualquier red social. Volved después a mirar esta peli. ¿Os reís? Éste, y no otro, es el pasado que seremos. Y cuánto deseo equivocarme.
Normelvis Bates
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9
8 de mayo de 2011
100 de 104 usuarios han encontrado esta crítica útil
Los muertos se marchan, pero nunca del todo, y aunque les creamos muy lejos y ajenos ya a nuestro mundo, se resisten siempre a abandonarlo y siguen en él durante largo tiempo, igual que cuando vivían y cumplían, por banal o insignificante que fuera, un papel en nuestras vidas. No existen porque se fueron, y sin embargo ahí continúan, tenaces y persistentes y aferrados al espacio de los vivos, quién sabe si a la espera o en descanso y contemplación, posados en los objetos que tocaron y en los vasos de que bebieron, en los ecos de las risas de quienes rieron algún día sus bromas y entre las notas dormidas de canciones que, al despertar, despiertan también su recuerdo en aquellos que les conocieron mientras vivieron. No respiran ni padecen y nadie puede volver a verlos, pero nos miran y nos hablan y vagan entre nosotros, aguardando a que la memoria de los vivos dicte algún día su definitiva disolución, porque nadie vive para siempre pero tampoco muere nunca del todo, aunque su cuerpo deje algún día el mundo que conocemos.

John Huston aún no estaba muerto cuando rodó “Dublineses”, pero apenas pertenecía ya al mundo de los vivos. Su cuerpo estaba postrado en una silla de ruedas y el oxígeno que respiraba no lo recibía ya del aire, sino a través de bombonas, máscaras y tubos adheridos a su cuerpo de ochenta años. Vivía y sufría y, sin embargo, había empezado a ausentarse del mundo. John Huston intuía ya el final. El final de las risas, el final de los bailes y las canciones, el final de las antiguas costumbres y de los ritos cotidianos, de las borracheras y de las promesas de redención, de los brindis y los discursos y los buenos propósitos, el final del amor y también el final del dolor. Como cada año os reuniréis, dice Huston, y yo no estaré sentado a la mesa con vosotros. Beberéis y comeréis y yo no estaré con vosotros. No estaré cuando cantéis y bailéis ni cuando arregléis vuestro mundo con un habano y una copa en las manos. Seré un rostro amarillento y ajado en una vieja fotografía, cada vez más frágil y tenue, a merced de vuestra memoria. Pronto seré también una sombra.

Hay quien señala en esta película taras sin número: se sostiene sobre abundantes diálogos, en buena medida triviales y accesorios; no hay nada que se pueda llamar un auténtico conflicto; es plana y funcional; los setenta primeros minutos, en fin, son una simple introducción al último cuarto de hora. Es muy posible, sin embargo, que quienes así opinan estén olvidando que a Huston nunca le importó tanto el cine como la vida y que, en buena medida, la vida es así, trivial, plana y repleta de palabras y momentos intrascendentes que sólo adquieren relieve cuando ya nada importa y puede brotar, por ello mismo, la belleza sencilla y serena de la auténtica poesía, la de esos inigualables quince minutos finales, en los que Huston invoca a su propia sombra, una sombra que nos recuerda lo que sin duda seremos un día, cuando venga al fin la nieve y no estemos allí para verla caer.
Normelvis Bates
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7
16 de enero de 2010
102 de 114 usuarios han encontrado esta crítica útil
Qué miedo me daba revisar esta película, treinta años después de verla por primera vez. De todas las pelis que vi a lo largo de mi infancia, pocas me marcaron tanto como ésta, y aún hoy recuerdo la mezcla de fascinación y temor que produjeron en mí (y en varias quintas de niños y adolescentes de mi pueblo) los miembros de aquella banda callejera interracial, que lucían orgullosamente su nombre y su anagrama en molones chalecos de cuero y que se veían obligados, a lo largo de una noche interminable, a huir desesperadamente desde el Bronx hacia su hogar, en Coney Island, acosados por bandas rivales y policías.

Años más tarde, he sabido que la historia era una adaptación de una novela de Sol Yurick que actualizaba la “Anábasis” de Jenofonte, situada en el Nueva York preapocalíptico tan típico del cine de los 70 y los 80, y acabo de descubrir, al verla, que “Come out and play”, una canción de los entrañables Twisted Sister que he escuchado miles de veces, contiene un cariñoso homenaje a esta peli. Pero entonces yo no sabía nada de eso, sólo sabía que quería ser un Warrior.

Ser un Warrior era lo más grande, no podía haber nada mejor en la vida que salir a dar tumbos con tus compis y pintarrajear con tu spray una enorme W roja en cada lugar por el que pasabas, darte de toñas con quien osara desafiar tu poderosa mirada o penetrara en lo que habías marcado como tu territorio, soltar tacos sin cuento y agobiar a las chicas con guarrerías, de modo que no me apetecía mucho sufrir una (otra) decepción y pasar la tarde recogiendo del suelo de mi salón un (otro) enorme pedazo mi infancia hecho añicos. Pero un Warrior es un Warrior para siempre y debe hacer honor a su nombre, así que hice acopio de valor y le di al botón del mando a distancia: Warriors, come out to play...

El tiempo no ha pasado en balde para ella, eso es cierto, y nada sería más fácil ahora que reírse de lo desfasado de su estética, de la música de videojuego prehistórico, de los peinados y atuendos de las bandas. Los diálogos son insustanciales. El guión es plano y rudimentario y hay lagunas del tamaño de Central Park. Los actores o bien se mantienen inexpresivos como maniquíes o sobreactúan como si fueran víctimas de desarreglos nerviosos. Pero lo más importante de todo es que han sido 86 minutos entretenidísmos, transcurridos a velocidad de vértigo, y que no he tenido tiempo apenas de prestar atención a sus muchos defectos, concentrado como estaba en una historia narrada por Walter Hill con la agilidad y el vigor de los grandes maestros del mejor cine de serie B. Es una película sencilla y honesta que no ofrece menos de lo que promete, como tantas veces pasa en el solemne y grandilocuente cine actual, sino que mete de cabeza al espectador en un emocionante y divertido cómic al que sería injusto pedirle aquello que no pretende dar. Ha valido la pena verla, pienso cuando termina. O puede que me engañe: al fin y al cabo, yo siempre quise ser un Warrior. Quién sabe, quién sabe...
Normelvis Bates
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Anvil - El sueño de una banda de rock
Documental
Canadá2008
7.6
3,019
Documental
8
18 de mayo de 2010
90 de 96 usuarios han encontrado esta crítica útil
Creo que lo mejor será empezar siendo sinceros: sí, yo fui un headbanger adolescente. Hubo una época de mi vida en que dejé que mis cabellos crecieran hasta formar sedosos tirabuzones sobre mis hombros, vestía parcheadas cazadoras tejanas y prietos pantalones elásticos, forraba mis carpetas estudiantiles con fotos de AC/DC, Kiss o Def Leppard, levantaba orgulloso mi mano cornuda al ritmo de “Electric eye” o “Balls to the wall”. Los rockeros iban al infierno y yo elegía mi perdición. ¿Qué más daba? Mi rollo era el Rock.

De hecho, aun con matices, mi rollo sigue siendo el Rock, pero he querido ser honesto y dejar claro desde el principìo por qué me resulta fácil entender que Lips Kudlow, cuando tenía 14 años, decidiera hacerse amigo de Robb Reiner, el chico que abría las ventanas de su habitación y ponía Grand Funk a todo volumen o tocaba furiosamente su batería en el garaje de su casa. Entiendo sus ganas y su entusiasmo, entiendo que montaran una banda y que intentaran abrirse camino en el mundo de la música. Entiendo que en plena fiebre metálica grabaran algunos discos y llegaran a girar por Japón con Scorpions, Whitesnake o Bon Jovi, que su éxito fuera efímero y que, a la larga, tuvieran que volver a su Canadá natal a trabajar en lo que pudieran. Entiendo también que aquellos a quienes el heavy metal les importa dos pitos crean que mi opinión está mediatizada por mis tirabuzones o mi mano cornuda, que lo que hay aquí son unos melones peludos y ataviados con arreos sadomasoquistas soltando berridos y golpeando sus guitarras con un dildo. Eso sería lo natural y lo razonable.

Y sería también una lástima, porque este conmovedor y multipremiado documental va mucho más allá del heavy metal, ya que de lo que en realidad habla es de cómo puede una amistad durar 30 años y vencer todas las adversidades, de cómo se pueden alimentar los sueños cuando se saben imposibles, de cómo resistir la tentación de saltar de un acantilado cuando el tiempo se escapa de tus manos y nada es como debería haber sido: dedicar tus vacaciones a girar por Europa y tocar en desiertos bares roñosos o para 174 personas en un recinto donde caben 10.000; perder trenes y dormir en estaciones; defender a hostia limpia tu derecho a cobrar por tu trabajo; lidiar con una inepta mánager italiana que apenas ladra tu idioma; ir, con 50 años cumplidos, de discográfica en discográfica con un disco bajo el brazo en busca de reconocimiento a tu talento.

Hay momentos de gran hondura en esta cómica y amarga peli, pero si tuviera que elegir alguno me quedaría sin duda con el momento en el que Robb rememora a su padre, un superviviente de Auschwitz, y la filosofía de vida que trató de inculcarle, y, desde luego, con las caras de los dos protagonistas en la última escena y las palabras finales de Lips, una vez cerrado el círculo de regreso a Japón, que, como todo el mundo sabe, es la cuna del sol y también de Godzilla, que vela por los sueños aún no cumplidos de los eternos adolescentes.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Normelvis Bates
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9
13 de abril de 2010
84 de 85 usuarios han encontrado esta crítica útil
Sólo quien ha tenido hermanos sabe lo plastas que pueden llegar a ser, lo difícil que puede hacerse convivir con ellos. Si somos el mayor tendremos que tolerar mocos, llantos y cacas, seremos injustamente acusados de las peores maldades y sufriremos el castigo de la indiferencia y el arrinconamiento, deberemos compartir e incluso perder lo que antes era nuestro, nuestro y sólo nuestro: padres, juguetes o casa dejarán de pertenecernos, el efímero imperio del que éramos dueños se desmoronará ante nosotros. Si somos el menor, pagaremos los platos rotos del príncipe destronado, recibiremos burlas, broncas y toñas sin cuento, seremos sus bufones y sus esclavos, nada se nos confiará y siempre nos tendrán por irresponsables, nunca creceremos lo suficiente para que dejen de vernos como enanos quejicas, meones y malolientes. Y sin embargo, cuánto los echamos de menos cuando no están, qué difícil es a veces vivir sin ellos cerca. Tanto o más que vivir con ellos. Así de extraño es el amor entre hermanos.

La sangre es la sangre. Por muchas lecturas políticas o sociológicas que quieran buscarse (que las hay, y no son pocas) y por mucho que se hurgue en su deuda con Thomas Mann, Zola o Dostoyevski (que sin duda existe), lo que explora por encima de todo “Rocco y sus hermanos”, lo que articula en definitiva su mensaje, es el amor fraternal, un vínculo que convertido en atadura y malinterpretado puede ser catastrófico y abocar a las más dramáticas situaciones.

Durante largos minutos, Rocco es poco menos que invisible. Camuflado en el centro de sus cuatro hermanos, apenas tiene protagonismo. Serán la falta de voluntad de Vincenzo y la debilidad moral y la mala cabeza de Simone las que le obligarán a asumir una responsabilidad que no le corresponde y para la que no está preparado, precisamente porque su amor de hermano le impide ver que la bondad y la comprensión no sólo no son, muchas veces, la respuesta a los problemas, sino que muy a menudo suponen la peor de las soluciones posibles, como dejar que el gorgojo corroa y arruine un saco entero de lentejas por no haberlo separado cuando tocaba. De que Ciro lo entienda a tiempo dependerá el futuro de Luca, el regreso a la tierra natal, la posibilidad de recuperar la inocencia perdida en la gran ciudad.

Que una peli de casi tres horas se vaya en un suspiro es un mérito que hay que atribuir a mucha gente: a Visconti, a su equipo de guionistas, a la fotografía de Giuseppe Rotunno, a la extraordinaria música de Nino Rota o a las magníficas interpretaciones, muchas de ellas (como corresponde tratándose de un melodrama) al borde de la histeria y el desafuero, entre las que destacan las de Renato Salvatori como Simone y Annie Girardot en la piel de Nadia, que protagonizan dos excepcionales escenas, ambas a campo abierto, que no deben ser desveladas y que son de lo más crudo y sobrecogedor que puede verse en una pantalla de cine.

Un melodrama soberbio, desmedido, rotundo, sublime donde los haya.
Normelvis Bates
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