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Voto de AlvaroFaure:
8
Cine negro. Drama Joe Gillis es un joven escritor de segunda fila que, acosado por sus acreedores, se refugia casualmente en la mansión de Norma Desmond, antigua estrella del cine mudo, que vive fuera de la realidad, acompañada únicamente de su fiel criado Max. A partir de ese momento, la actriz pretende que Joe corrija un guion que ella ha escrito y que va a significar su regreso al cine. (FILMAFFINITY)
28 de octubre de 2016
8 de 9 usuarios han encontrado esta crítica útil
La máxima aspiración de un cineasta es conseguir que sus imágenes en movimiento digan más que las palabras escritas en su guion.

La sombra misteriosa de una mujer tras la persiana del gran salón da la bienvenida a una mansión que se muestra como la representación más pura de lo desolador. William Holden, con palabras, había dicho algo de esto antes, pero hasta que la imagen no golpea, hasta que uno no siente la impresión del sobrecogedor edificio abandonado, descuidado, apartado del frenesí de la vida que sigue su curso, encapsulado en un pasado por todos olvidado salvo por quienes habitan entre esas paredes, no experimenta la verdadera desolación.

William Holden camina por la gran sala y observa la habitación girando sobre sí mismo. La cámara lo acompaña y retrata la más enfermiza obsesión: hasta el último rincón de ese espacio se encuentra recubierto por imágenes, cuadros y figuras del ídolo caído, la otrora reconocida actriz que, incapaz de asumir el paso del tiempo, ha construido su propio espacio, un microcosmos que, ajeno al mundo exterior, permanece inalterado a través de los años. Allí, proyecta una y otra vez sus propias películas. En una de ellas, la joven intérprete aparece envuelta en un halo de pureza rodeada por velas, recubierta de un baño de luz que le otorga un aspecto religioso. Wilder encuadra con milimétrica precisión, y bajo la imagen sagrada se observa un estante completamente repleto de fotografías. Imposible evitar el escalofrío: Norma Desmond rinde un culto enfermizo a su propia figura, un ritual digno de una diosa.

La secuencia culmina con uno de los planos más fascinantes de la cinta. Entre las partículas de polvo que brillan a la luz del proyector y el humo de los cigarros, se levanta la figura de la protagonista con ímpetu haciendo su alegato en pos del cine de antes, que murió con la aparición del sonido. En ese momento, gira suavemente la cabeza y la cámara parece recrearse y acariciarla. Su perfil se ilumina entre la neblina y, como Kim Novak ocho años después a través de la bruma verde, la figura del pasado parece volver a la vida por un momento. La voz en off de Holden pretende resumir más adelante lo que las imágenes nos han contado poco antes. El esfuerzo es en vano: resulta imposible resumir la magia.

No hay palabras en el aire, sin embargo, para la secuencia del baile. La composición del plano es tan elocuente que todo comentario es innecesario. No hay mejor elección estilística posible: los músicos, apartados, tocan en una esquina; la decoración triste y la lúgubre iluminación no sugieren celebración alguna; la música, animada, contrasta con el tono de la secuencia y la cámara lo filma desde arriba, retratando el inmenso espacio vacío de una sala en la que dos figuras fantasmagóricas bailan sobre el mismo suelo en que lo hizo tiempo atrás Rodolfo Valentino. Volvemos a la imagen de la desolación y la decadencia, esta vez presentada como contraste en el marco de un pretendido acto festivo.

La combinación de sensaciones contradictorias es un recurrente en «Sunset Boulevard», como prueba una de las mejores escenas de la película, en la que una Norma Desmond pletórica, sintiéndose de nuevo la reina de los estudios, se sienta en una silla en una pausa del rodaje. Ahí, es reconocida por el anciano operario de foco que, sorprendido, la ilumina y grita su nombre para que todos la vean. Por un momento, se siente como algo hermoso, la luz se refleja en su rostro y reaparece la imagen divina de la gran estrella, pero conforme las figuras decrépitas se acercan a admirarla, uno comienza a sentir un halo de patetismo en el ambiente. Nadie recuerda a Norma Desmond, nadie sabe quién es esa cincuentona rodeada de lamentables operarios e intérpretes de segunda. Norma Desmond no es la gran estrella de nada, es la reina de los olvidados, objeto de idolatría por los que hace tiempo perdieron su lugar. Finalmente, el foco se apaga, el corro se dispersa y la monarca de los parias vuelve a la soledad de la desatención tras su minuto de gloria.

La película cierra así, con un último minuto de atención suplicado en silencio por una adicta. En una escena prodigiosa, camina bajando las escaleras a través de las figuras inmóviles, interpretando su último papel, atravesando la pantalla lista desde hace años para su primer plano.
AlvaroFaure
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