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Santo Tomé y Príncipe Santo Tomé y Príncipe · Villacanicas del Hoyo
Voto de McCunninghum:
5
Ciencia ficción. Aventuras Año 1979, en una pequeña población de Ohio. Joe Lamb (Joel Courtney), un muchacho que vive en un pueblo de Ohio, acaba de perder a su madre en un accidente y vive con su padre, que es policía (Kyle Chandler). Meses después, durante el verano, Joe y sus amigos ruedan una película de zombis en Super 8 cuando contempla cómo una camioneta se estrella contra un tren de mercancías, provocando su descarrilamiento y un terrible accidente. A ... [+]
14 de septiembre de 2011
3 de 4 usuarios han encontrado esta crítica útil
1
En las películas de Steven Spielberg muy a menudo nos falta la Mamá. Y algún monstruo (el Padre, el tiburón, el extraterrestre, la guerra) ocupa el lugar de esa carencia.
En Super 8 encontramos idéntico esquema argumental. La falta de la Madre de la pareja de niños protagonistas, sumada al potencial destructivo de los Padres, se proyectará en el cuerpo oscuro del alien que se escapa del tren en la escena central de la película. El bicho de Super 8, similar a las creaciones que H.R. Giger hiciera para Ridley Scott pero con mirada y tez bovina, es una criatura perdida y no maligna con la que el ejército americano lleva experimentando durante lustros, produciendo un enorme dolor que transmuta, después, en odio por lo humano.
El alien y la comunidad infantil que lo salva tienen eso en común: la falta de la Madre (evidenciada en una nave escacharrada en reparación y en un montón de películas de 8mm con una mami momificada) y la incomprensión de los actos del mundo humano/adulto y su agresividad. El acto de dejar marchar sirve para enfrentar y elaborar el trauma, para volver a casa con papá y quitar el juguete al ejército: vuelta al orden post-traumático spielbergiano, la mirada clavada en el cielo y la bondad instalada en el corazón. Dejar marchar no es, si se me permite la expresión valdelomariana, una acción aprojimante. Vamos, no es un acto de des-alejación, hablando en heideggeriano. Todo lo contrario, es un método de puesta en práctica de la intolerancia que genera comunidades exclusivas entre iguales. Mantener al otro a distancia, ayudarle a marchar, aceptar esa soledad inenarrable, abrazar a mis prójimos, sólo los míos, los próximos. El Niño, que mira cara a cara y a los ojos al aberrante y dantesco ser alienígena (un bicho artrópodo e informe, a veces bípedo, a veces arácnido, ultrarápido y archiviolento, con la superficie casi metálica, plagado de orificios pero seguramente sin ano, como muestra de una diferencia insalvable con lo humano), es el mesías y el salvador: “¡Heme aquí!”, dice, como Abraham, y dice: “Yo te entiendo”. Y, en ese mirar de ojos, el Niño le dice al Alien: “Sólo un ser que haya alcanzado la exasperación de su soledad mediante el sufrimiento y la relación con la muerte puede situarse en el terreno en el que se hace posible la relación con otro”. (1) Y el alien entiende, pues, como el Niño, habla levinasiano. Y se va a su país.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
McCunninghum
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