Hay una cosa que me maravilla de Lynch: su empeño por retratar las contradicciones que enfrentan a la mente humana y sus manifestaciones de cara al exterior, por escapar de absurdos convencionalismos tan manidos por la industria hollywoodiana. Estoy pensando en la relación triangular que el protagonista mantiene con las dos mujeres. Mientras el primero no tiene problemas en jugar un doble juego amoroso con ambas, el personaje de Laura Dern no tiene reparos en manifestar desde el primer momento de la película su amor incondicional por su novio. Parece como si ésta ya supiera que algo podía pasar, que su mente podía jugarle una mala pasada y fuera a acabar enamorada del protagonista. Lynch está haciendo una burla de este comportamiento, el cual no considera más que una represión de los instintos humanos más básicos, el constante intento del ser humano por engañarse a sí mismo y negarse el derecho a guiarse por las emociones en base a una racionalidad de origen dudoso. El personaje de Kyle MacLachlan que muchos habrán considerado un tanto inmoral me recuerda mucho al de James, el joven motero de Twin Peaks. Lynch trató desde el principio de su filmografía, como un león nietzschiano, de derribar viejos códigos de valores, morales judeo-cristianas. Trata de estimular algo en la mente, algo que todos nos empeñamos en ocultar, en reprimir. Algo que, inevitablemente, acaba saliendo al exterior con todas sus consecuencias.