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Voto de el pastor de la polvorosa:
8
Drama Año 1715. En el retorno a casa, Luis XIV siente un dolor agudo en la pierna. Quince días más tarde, se encuentra en cama en Versalles. Este es el comienzo de la lenta agonía del rey más grande de Francia, rodeado de sus más fieles súbditos. (FILMAFFINITY)
12 de marzo de 2017
11 de 12 usuarios han encontrado esta crítica útil
El propio Albert Serra presenta su última película señalando que si “Historia de mi muerte” tenía un exceso de ideas, “La muerte de Luis XIV” solo tiene una: el contraste entre el poder absoluto y la absoluta impotencia del hombre frente a la muerte; la película sugiere sutilmente que esta puede aumentar con aquel, puesto que el pánico a cometer un error hace que los siervos se equivoquen sin remedio, de forma lamentable. Si la muerte en la anterior película tenía un sentido intelectual, en esta constituye una experiencia física; de este modo, la “vanitas” barroca reaparece con disfraz posmoderno en una suerte de “performance” cruel, como si la naturaleza actuara en el papel de mensajera de la revolución burguesa, y que acaso podrán disfrutar con un placer maligno los republicanos españoles que recuerden que nuestros monarcas descienden de este mismo Luis XIV.

La película podrá interesar más o menos, pero no creo que nadie pueda discutir la veracidad de la recreación lograda por Serra, que nos fuerza a sentirnos como cortesanos que asisten silenciosos desde una antesala, revolviéndose de vez en cuando en sus butacas, a la agonía del “rey Sol”. El motivo de “La muerte de Luis XIV” ya fue despachado por Rossellini, a su manera rápida, sin contemplaciones, en una breve escena de su película sobre la juventud del monarca, cuando este visita al agonizante Mazarino. Más fructífero que obsesionarse con el porqué de la tremenda amplificación que lleva a cabo Serra es prestar atención a la poética absurda de algunos diálogos, a la materialidad de los detalles: la baba de los perros, la textura de los tejidos, las imágenes reflejadas en espejos, el sonido de las copas de cristal y los cubiertos de plata, la mirada perdida de ese “rey” envejecido de la “Nouvelle vague” que es Jean-Pierre Léaud, la pérdida del sentido del gusto evocada por el rechazo a los jugos de la fruta, los cantos de pájaros que se ven sustituidos progresivamente por cornejas y moscas.

Hoy la provocación, para ser auténtica, no puede basarse solo en la religión o la moral sexual dominantes en los tiempos de Freud o Buñuel; Dios ha muerto, y su vacío solo ha sido reemplazado por dioses menores cuyos poderes se miden en los mercados de divisas. El poder ha reemplazado sus tradicionales emanaciones y formas de justificación (el arte, la filosofía) por la tecnología, el deporte y el entretenimiento, y utiliza los medios de comunicación para establecer un estricto criterio de “normalidad”; de este modo, el imperativo categórico de nuestra época dice: “no debes aspirar a la superioridad intelectual”. Esta moral une a gente tan dispar como Trump y Boyero. Albert Serra hace justo lo contrario de ese mandamiento; tal vez se crea todo lo que dice, pero pensemos que sus declaraciones pueden también constituir una simple estrategia para escandalizar a los beatos de la religión de nuestro tiempo, y concentrémonos en lo que hace, en sus películas.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
el pastor de la polvorosa
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