El reto de toda película biográfica ha consistido siempre en orquestar fielmente una deconstrucción, en revelar al ser corriente que se esconde detrás del mito. Pero en 'Jackie', el director Pablo Larraín afronta el reto de representar, simultáneamente, la realidad y la leyenda. Esta película no es un biopic. Al menos, no uno al uso. A través de la escenificación de la entrevista que la exprimera dama concedió a un periodista de Life, el cineasta deja al descubierto el dolor que arrastra la protagonista.

'Jackie' es el tablero de juego de Larraín. El director chileno, sirviéndose de una magnífica combinación de flashbacks y flashforwards, convierte los tormentosos días posteriores al asesinato de JFK en un proceso de fetichización y desmitifacación simultáneas de la figura de Jackie Kennedy. Enmarcada entre ese trágico suceso y el pomposo funeral del presidente estadounidense, la película separa la imagen pública del mito y la celosa privacidad de la mujer. Un doble núcleo de una gran obra. Una obra que no es tanto una narración de la historia, como una inmersión en el sufrimiento de quien se ve convertida en un icono errante que no sabe encontrar su lugar en el mundo.

Natalie Portman, desde la responsabilidad de lo público y la intimidad de lo privado, se convierte en las distintas imágenes de Jacqueline Kennedy. Su perfecta contención hace creer que sólo ella podría haber protagonizado esta película. Ese temple, combinado con el atrevimiento de Larraín, hace de 'Jackie' una autopsia que muestra, sin concesiones, la flaqueza y la fuerza de quien, aún sumida en el dolor de la pérdida, se esforzó por asegurarse de que la imagen de JFK fuera casi de leyenda.