La película empieza con una toma fija del piso de un patio. Se escuchan ruidos de canillas y baldes que se llenan. El agua y la espuma del riego se asemejan a una marea. En el trémulo reflejo del agua se ve una porción de cielo, y, en ella, un avión que la atraviesa durante un instante, donde sólo persiste el tenue rugido de sus motores hasta confundirse con los sonidos habituales.

En Roma no hay una gran historia que contar, sino una pequeña, o mejor dicho, varias y simultáneas, e igual de pequeñas. No existe ni un principio ni un fin definido, como habitualmente ocurre en el cine. Se trata más bien de un segmento de la historia de una familia mexicana con sus empleadas domésticas, en un ámbito de revuelo y cambio en los años setenta, aunque esto último muy de fondo. Tampoco hay buenos ni malos, ni víctimas... sólo gente conviviendo, que intenta resolver sus conflictos, y que comparten sus enojos y sus penas, alegrías y frustraciones.

Pienso que la inmutabilidad de la vida de la gente común, de alguna manera se asimila al eterno reflujo del mar. La gente nace, se adapta lo mejor que puede al medio que le toca vivir y así todo se parece entonces un poco a ese constante avance y retroceso de las olas, tan repetitivo y monótono, pero añadiendo ese carácter de transitoriedad que le confiere una eficaz dosis de melancolía a la vida.

No creo que sea fortuita la aparición del avión en el principio y en el final de la película, ni que la escena de apertura esté ligada a la de los últimos minutos, donde la familia estrecha sus lazos definitivamente. Entiendo que esa fugaz imagen enmarca, delimita y hasta corta el retazo de esas vidas inmersas en naderías, en lo cotidiano. Significa una nota discordante, que rompe con esa inexorable inmovilidad. El vuelo es movimiento, es desplazamiento hacia lugares desconocidos, es promesa de variables... La marea es un círculo, un bucle, es la perfecta representación de la futilidad e ingravidez de la vida humana.