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Voto de antonalva:
8
20 de noviembre de 2018
83 de 94 usuarios han encontrado esta crítica útil
Casi nadie es capaz de comprender o de encontrar una respuesta satisfactoria de cómo es que ciertas parejas en las que se produce maltrato – ya sea físico, psíquico o de cualquier otra índole – se puedan mantener por tanto tiempo unidas y sin romperse, sin que la víctima sea capaz de reunir la fuerza y voluntad necesarias para zafarse de ese vínculo dañino. Y si bien la trama de esta cinta nos propone un relato por completo alejado y en apariencia del todo diferente a la circunstancia antes descrita, en realidad todo su desarrollo nos está ilustrando esa nefasta y angustiosa dependencia que se produce entre maltratador y perjudicado, que encadena, como un castigo interminable, a un futuro sin esperanza y a un mañana sin consuelo. Asistimos aquí, con minucioso detalle recubierto de crueldad y congoja, a la penosa y hermética dificultad que existe para romper ese tipo de relación, tan infecunda como tóxica.
La tristeza que impregna todo el metraje es desoladora. La elección – consciente – de una fotografía apagada, bañada en colores ocres, casi mortecinos, sin brillo alguno y sin claridad diurna, nos subraya en todo momento que no existe ninguna vía de escape posible cuando nos ha atrapado una bestia feroz y nos devora poco a poco nuestra ilusión, nuestra autoestima y nuestra capacidad de oponernos. Transitamos un erial inhóspito y atroz en la más absoluta soledad e incomprensión. Esperamos, contra toda esperanza, que nuestros esfuerzos, nuestra lealtad, nuestros desvelos y nuestra buena fe se vean alguna vez recompensados. Esperamos, como niños indefensos y necesitados de amor, reconocimiento y amparo, que el canalla que nos tiene bajo su férreo control y su despótico dominio vea, por fin, la luz y valore nuestra sumisión, nuestros esfuerzos inhumanos, nuestras dilatadas privaciones y nuestro ciego empeño por darle siempre lo mejor y nos premie, como creemos que nos merecemos, por nuestra modélica conducta perruna. En vano.
Asistir durante dos horas a esta asfixiante experiencia del infierno machacón y salvaje de un ser en esencia bondadoso y afable, se hace difícil de presenciar y resistir. Va en contra de nuestra educación y nuestras creencias en donde la generosidad (aunque mal entendida) se premia y la vileza se castiga. Pero eso son tan solo meras suposiciones. La realidad es mucho más siniestra, rebuscada y falaz. Aguantamos porque esperamos el anhelado premio que alguien, alguna vez, nos hizo creer que obtendríamos. Pero cuando se nos rompe el corazón, el alma y la paciencia y tratamos, por una vez, de hacer entrar en razón al infame que nos ha sometido sin tan siquiera percibirnos como una persona digna de alabanza o consideración ya es tarde. Hemos perdido la batalla y permaneceremos para siempre condenados por nuestra ceguera.
La tristeza que impregna todo el metraje es desoladora. La elección – consciente – de una fotografía apagada, bañada en colores ocres, casi mortecinos, sin brillo alguno y sin claridad diurna, nos subraya en todo momento que no existe ninguna vía de escape posible cuando nos ha atrapado una bestia feroz y nos devora poco a poco nuestra ilusión, nuestra autoestima y nuestra capacidad de oponernos. Transitamos un erial inhóspito y atroz en la más absoluta soledad e incomprensión. Esperamos, contra toda esperanza, que nuestros esfuerzos, nuestra lealtad, nuestros desvelos y nuestra buena fe se vean alguna vez recompensados. Esperamos, como niños indefensos y necesitados de amor, reconocimiento y amparo, que el canalla que nos tiene bajo su férreo control y su despótico dominio vea, por fin, la luz y valore nuestra sumisión, nuestros esfuerzos inhumanos, nuestras dilatadas privaciones y nuestro ciego empeño por darle siempre lo mejor y nos premie, como creemos que nos merecemos, por nuestra modélica conducta perruna. En vano.
Asistir durante dos horas a esta asfixiante experiencia del infierno machacón y salvaje de un ser en esencia bondadoso y afable, se hace difícil de presenciar y resistir. Va en contra de nuestra educación y nuestras creencias en donde la generosidad (aunque mal entendida) se premia y la vileza se castiga. Pero eso son tan solo meras suposiciones. La realidad es mucho más siniestra, rebuscada y falaz. Aguantamos porque esperamos el anhelado premio que alguien, alguna vez, nos hizo creer que obtendríamos. Pero cuando se nos rompe el corazón, el alma y la paciencia y tratamos, por una vez, de hacer entrar en razón al infame que nos ha sometido sin tan siquiera percibirnos como una persona digna de alabanza o consideración ya es tarde. Hemos perdido la batalla y permaneceremos para siempre condenados por nuestra ceguera.