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Voto de Ludovico:
10
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Drama
Baltasar es un burro que vive sus primeros años rodeado de la alegría y los juegos de los niños hasta llegar a la edad adulta, en que es utilizado como una bestia de carga y maltratado por sus diferentes amos. (FILMAFFINITY)
6 de febrero de 2018
32 de 34 usuarios han encontrado esta crítica útil
La obra de Bresson me parece presidida por cuatro categorías fundamentales: gracia, predestinación, libertad y pecado, que podríamos imaginar dispuestas en forma de cruz: a ambos lados, formando el tramo horizontal, la libertad y la predestinación, en un combate perpetuo que nunca deja de manifestarse en este mundo. En el eje vertical, arriba y abajo, la gracia y el pecado («la gravedad y la gracia», que decía Simone Weil). En el centro, el alma humana sometida a esa cuádruple y heterogénea tensión. Y podemos imaginar el conjunto dispuesto sobre un círculo que no sería otra cosa que la prisión del mundo, idea que recorre toda su obra y que se repite a nivel macrocósmico —la humanidad encerrada en la prisión del mundo— y microcósmico —el alma encerrada en la prisión del cuerpo—. No es casual que Bresson dedicase una de sus primeras películas a contarnos la evasión de «un condenado a muerte», título que acaso deba leerse de forma más metafórica que literal y que bien podría aludir a la propia condición humana.
En la primera mitad de su filmografía —es decir, hasta «Al azar de Baltasar», que se sitúa justo en el punto medio, séptimo de los trece largometrajes que la integran— libertad y predestinación mantienen un difícil equilibrio, pero la gracia prevalece sobre el pecado. El cineasta, como el cura de su «Diario...», parece pensar que, en definitiva, «todo es gracia».
En la segunda mitad, incluyendo «Al azar...», la fatalidad, por el contrario, puede más que la libertad y el pecado superará abrumadoramente a la gracia. Esas dos ideas esenciales de la obra bressoniana, la predestinación y la naturaleza pervertida del hombre caído, son también dos ideas esenciales del jansenismo, al que parece casi obligado referirse al hablar de su cine. ¿Era el cineasta realmente jansenista? Es difícil deducir de sus películas lo que concretamente pensaba, pero la segunda mitad de su filmografía parece ser el terreno en que se desarrolla un agudo conflicto, nunca resuelto, entre su inclinación jansenista y un creciente rechazo de Dios.
La dialéctica entre predestinación y libre albedrío, que a nivel profano se manifiesta como el conflicto entre determinismo y libertad, aparece ya desde «Los ángeles del pecado»; no obstante, hasta su sexta película, «El proceso de Juana de Arco», ese sentimiento de fatalidad se ve contrarrestado por unos protagonistas con motivaciones fuertes, impulsados por una firme voluntad personal que parece darles la suficiente fortaleza para oponerse, con más o menos éxito, a su destino. No ocurre ya así en «Al azar...», donde la joven protagonista, Marie, es absolutamente impotente y donde la sensación de fatalidad se muestra inevitable, asfixiante, y se enfatiza aún más en la figura de Baltasar. Bresson subraya incluso con amarga ironía el carácter ilusorio de la libertad y la seguridad del ser humano a la hora de formular sus propósitos, como vemos en un par de ocasiones al principio del film. La naturaleza pecaminosa del hombre caído —si se prefiere, la presencia del mal en el mundo— pasa a ocupar un lugar central, y será, a partir de ahí, el tema de fondo dominante en sus películas. La visión de la condición humana se ensombrece, el sufrimiento se impone, el libre albedrío choca con la injusticia insuperable del mundo y la ausencia de fe, que deja paso a la desesperanza, retiene el poder de la gracia. La pregunta que se plantea en «Al azar...», más problemáticamente que en cualquier película anterior de Bresson, es cómo se puede creer en un universo dirigido por Dios frente a la devastadora presencia de la ignorancia, la brutalidad, la insensatez. Esta cuestión presidirá y conformará todo su trabajo posterior.
Consecuentemente, la narración ya no va a estar impulsada por una acción virtuosa o una conducta positiva, sino que será generada siempre por un comportamiento inicuo, o, en términos teológicos, por el pecado. Bresson no es, desde luego, un discípulo de Rousseau: el hombre no es bueno por naturaleza, aunque, en realidad, el mal no es tanto el resultado de una voluntad personal cuanto la inevitable expresión de la naturaleza caída del mundo, lo que agrava su condición al situarlo más allá de la voluntad humana. El mal tiene un origen difuso, indistinto, inalcanzable.
La creación parece cada vez más alejada de Dios. ¿Es esa la descreída visión de un Bresson que va perdiendo la fe? ¿O es que Dios se separa del mundo, como parte de su inescrutable proyecto? ¿O acaso es la humanidad pervertida la que se aparta de Dios? En todo caso, desaparecida la fe en la redención, el amor ya no es posible, la soledad se impone, y el suicidio es frecuente, como única forma de escapar a la prisión del mundo. La vida siempre ha sido un viacrucis para Bresson, pero, en sus primeras películas, sus personajes encontraban una salida. Y no solo Fontaine («Un condenado...»), también Michel («Pickpocket»), que encuentra el sentido de su vida en la prisión, y el cura de Ambricourt («Diario...»), al que la muerte le llega de forma providencial para liberarlo interiormente. Y algo equivalente podría decirse de Juana («El proceso...»). Pero ya no va a ser así a partir de «Al azar...»; ahora se diría que ya no cabe esperar nada de la providencia, ni siquiera la salida liberadora de la muerte.
«Al azar...» y su siguiente película, «Mouchette», me parecen las dos alas indisociables de un mismo díptico, y el «destino natural» de Marie parece ser a todas luces el suicidio, como lo será en el caso de Mouchette. Pero, desde el punto de vista de la estructura dramática del film, la muerte de Marie encajaría mal en la trama, al entrar en competencia con la de Baltasar. Bresson prefiere entonces dejarlo en la ambigüedad: «Marie se ha ido y ya no volverá» afirma la madre con una seguridad que llama la atención, como si se hubiera querido dejar al espectador la posibilidad de una interpretación más metafórica que literal de esas palabras.
.../...
En la primera mitad de su filmografía —es decir, hasta «Al azar de Baltasar», que se sitúa justo en el punto medio, séptimo de los trece largometrajes que la integran— libertad y predestinación mantienen un difícil equilibrio, pero la gracia prevalece sobre el pecado. El cineasta, como el cura de su «Diario...», parece pensar que, en definitiva, «todo es gracia».
En la segunda mitad, incluyendo «Al azar...», la fatalidad, por el contrario, puede más que la libertad y el pecado superará abrumadoramente a la gracia. Esas dos ideas esenciales de la obra bressoniana, la predestinación y la naturaleza pervertida del hombre caído, son también dos ideas esenciales del jansenismo, al que parece casi obligado referirse al hablar de su cine. ¿Era el cineasta realmente jansenista? Es difícil deducir de sus películas lo que concretamente pensaba, pero la segunda mitad de su filmografía parece ser el terreno en que se desarrolla un agudo conflicto, nunca resuelto, entre su inclinación jansenista y un creciente rechazo de Dios.
La dialéctica entre predestinación y libre albedrío, que a nivel profano se manifiesta como el conflicto entre determinismo y libertad, aparece ya desde «Los ángeles del pecado»; no obstante, hasta su sexta película, «El proceso de Juana de Arco», ese sentimiento de fatalidad se ve contrarrestado por unos protagonistas con motivaciones fuertes, impulsados por una firme voluntad personal que parece darles la suficiente fortaleza para oponerse, con más o menos éxito, a su destino. No ocurre ya así en «Al azar...», donde la joven protagonista, Marie, es absolutamente impotente y donde la sensación de fatalidad se muestra inevitable, asfixiante, y se enfatiza aún más en la figura de Baltasar. Bresson subraya incluso con amarga ironía el carácter ilusorio de la libertad y la seguridad del ser humano a la hora de formular sus propósitos, como vemos en un par de ocasiones al principio del film. La naturaleza pecaminosa del hombre caído —si se prefiere, la presencia del mal en el mundo— pasa a ocupar un lugar central, y será, a partir de ahí, el tema de fondo dominante en sus películas. La visión de la condición humana se ensombrece, el sufrimiento se impone, el libre albedrío choca con la injusticia insuperable del mundo y la ausencia de fe, que deja paso a la desesperanza, retiene el poder de la gracia. La pregunta que se plantea en «Al azar...», más problemáticamente que en cualquier película anterior de Bresson, es cómo se puede creer en un universo dirigido por Dios frente a la devastadora presencia de la ignorancia, la brutalidad, la insensatez. Esta cuestión presidirá y conformará todo su trabajo posterior.
Consecuentemente, la narración ya no va a estar impulsada por una acción virtuosa o una conducta positiva, sino que será generada siempre por un comportamiento inicuo, o, en términos teológicos, por el pecado. Bresson no es, desde luego, un discípulo de Rousseau: el hombre no es bueno por naturaleza, aunque, en realidad, el mal no es tanto el resultado de una voluntad personal cuanto la inevitable expresión de la naturaleza caída del mundo, lo que agrava su condición al situarlo más allá de la voluntad humana. El mal tiene un origen difuso, indistinto, inalcanzable.
La creación parece cada vez más alejada de Dios. ¿Es esa la descreída visión de un Bresson que va perdiendo la fe? ¿O es que Dios se separa del mundo, como parte de su inescrutable proyecto? ¿O acaso es la humanidad pervertida la que se aparta de Dios? En todo caso, desaparecida la fe en la redención, el amor ya no es posible, la soledad se impone, y el suicidio es frecuente, como única forma de escapar a la prisión del mundo. La vida siempre ha sido un viacrucis para Bresson, pero, en sus primeras películas, sus personajes encontraban una salida. Y no solo Fontaine («Un condenado...»), también Michel («Pickpocket»), que encuentra el sentido de su vida en la prisión, y el cura de Ambricourt («Diario...»), al que la muerte le llega de forma providencial para liberarlo interiormente. Y algo equivalente podría decirse de Juana («El proceso...»). Pero ya no va a ser así a partir de «Al azar...»; ahora se diría que ya no cabe esperar nada de la providencia, ni siquiera la salida liberadora de la muerte.
«Al azar...» y su siguiente película, «Mouchette», me parecen las dos alas indisociables de un mismo díptico, y el «destino natural» de Marie parece ser a todas luces el suicidio, como lo será en el caso de Mouchette. Pero, desde el punto de vista de la estructura dramática del film, la muerte de Marie encajaría mal en la trama, al entrar en competencia con la de Baltasar. Bresson prefiere entonces dejarlo en la ambigüedad: «Marie se ha ido y ya no volverá» afirma la madre con una seguridad que llama la atención, como si se hubiera querido dejar al espectador la posibilidad de una interpretación más metafórica que literal de esas palabras.
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SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
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spoiler:
Indefinición del destino de Marie, en sí misma significativa: «Al azar...» parece más preocupada, al igual que sus últimos títulos, —«Lancelot...», «El diablo...», «El dinero»—, por un derrumbe general de los valores que por el destino de los individuos, más por la naturaleza humana, que por las conductas de los hombres. En todo caso, Mouchette, en su siguiente película, materializará «por delegación» el suicidio de Marie que a Bresson le había quedado pendiente. En cierto sentido, no era necesario «matar» a Marie; la muerte de Baltasar representará la muerte de ambos, pues la vida del burro y la de Marie siguen caminos paralelos.
Por su parte, el juguetón Baltasar de los primeros días crecerá y se convertirá en una bestia de carga; conocerá la dureza de la vida y la crueldad humana. Será golpeado, explotado, maltratado. Tan solo Marie demuestra amor por él. En un mundo brutal e insensible, el destino de Baltasar, modelo de inocencia y humildad, representa el triunfo letal de la monotonía y la derrota de toda esperanza. Baltasar, herido por los disparos de los guardias fronterizos, morirá solo en el campo, aún con sus alforjas a cuestas, sin que ni siquiera en el momento de la muerte le sea posible liberarse de la pesada carga que los hombres le imponen. Ni siquiera hay belleza ni solemnidad ninguna en esa imagen del pobre animal, tirado en el suelo, sin vida, en las montañas.
Se ha pretendido, a mi entender de forma excesiva, que Baltasar era una figura de Cristo, lo que vendría a suponer una cierta idealización que me parece contraria a los propósitos de Bresson. Baltasar no redimirá a nadie. Ni resucitará al tercer día; ni siquiera su cuerpo descansará bajo la tierra; las aves carroñeras devorarán sus despojos y esparcirán sus huesos sobre el suelo. Nadie más se volverá a acordar de él. Su sufrimiento ha sido completa y desoladoramente inútil. Como el de tantos y tantos seres humanos.
En estas circunstancias, es lógico preguntarse si hay todavía espacio para Dios en la obra de Bresson a partir de este film. La respuesta no es sencilla. En la primera mitad de su filmografía, la idea bressoniana de Dios es esencialmente la de un «Dios oculto» al que solo es posible acercarse desde una teología negativa. En algunas de sus primeras películas, la palabra «Dios» ni siquiera es mencionada, pero se puede percibir la tenue e intangible luz de lo sobrenatural, tan intensa como radicalmente elusiva, colándose por entre las rendijas de la historia. En «Al azar...» el nombre de Dios tampoco se menciona, pero su huella, si es que existe, me parece prácticamente imperceptible. Es significativo que, en Mouchette, Dios reaparezca abiertamente en el personaje de la madre, a la que veremos en el prólogo, rezando en una iglesia. Pero poco después morirá, y uno se pregunta si no muere también con ella la propia idea de Dios en el cine de Bresson. Es cierto que —en buena parte por ineludibles exigencias del tema— reaparecerá momentáneamente en «Lancelot...», pero la impactante imagen de la cruz desenfocada ante la que reza el extraviado Lancelot y el amargo desenlace del film dejan serias dudas al respecto.
Sea lo que fuere lo que Bresson pensara de «Dios» a partir de Baltasar, el conjunto de su obra me parece un ejemplo de la más depurada espiritualidad, que, como siempre, deberá ser buscada en el estilo más que en ideas y conceptos; espiritualidad sombría, áspera, atormentada incluso; muy distante, por ejemplo, del trascendentalismo dreyeriano en «Ordet». Intuyo que Bresson —a quien la esperanza debía de parecer una virtud sospechosa—, al revés que Dreyer, simpatizaría más con Peter el sastre que con Morten Borgen, y las muertes de Baltasar y Mouchette (¿y de Marie?) se me antojan exactas antítesis de la resurrección de Inger, sin ser por ello menos «espirituales»: dos genios, Bresson y Dreyer, similarmente preocupados por el hecho religioso, cuyas obras podrían iluminarse mutuamente por contraste.
Por su parte, el juguetón Baltasar de los primeros días crecerá y se convertirá en una bestia de carga; conocerá la dureza de la vida y la crueldad humana. Será golpeado, explotado, maltratado. Tan solo Marie demuestra amor por él. En un mundo brutal e insensible, el destino de Baltasar, modelo de inocencia y humildad, representa el triunfo letal de la monotonía y la derrota de toda esperanza. Baltasar, herido por los disparos de los guardias fronterizos, morirá solo en el campo, aún con sus alforjas a cuestas, sin que ni siquiera en el momento de la muerte le sea posible liberarse de la pesada carga que los hombres le imponen. Ni siquiera hay belleza ni solemnidad ninguna en esa imagen del pobre animal, tirado en el suelo, sin vida, en las montañas.
Se ha pretendido, a mi entender de forma excesiva, que Baltasar era una figura de Cristo, lo que vendría a suponer una cierta idealización que me parece contraria a los propósitos de Bresson. Baltasar no redimirá a nadie. Ni resucitará al tercer día; ni siquiera su cuerpo descansará bajo la tierra; las aves carroñeras devorarán sus despojos y esparcirán sus huesos sobre el suelo. Nadie más se volverá a acordar de él. Su sufrimiento ha sido completa y desoladoramente inútil. Como el de tantos y tantos seres humanos.
En estas circunstancias, es lógico preguntarse si hay todavía espacio para Dios en la obra de Bresson a partir de este film. La respuesta no es sencilla. En la primera mitad de su filmografía, la idea bressoniana de Dios es esencialmente la de un «Dios oculto» al que solo es posible acercarse desde una teología negativa. En algunas de sus primeras películas, la palabra «Dios» ni siquiera es mencionada, pero se puede percibir la tenue e intangible luz de lo sobrenatural, tan intensa como radicalmente elusiva, colándose por entre las rendijas de la historia. En «Al azar...» el nombre de Dios tampoco se menciona, pero su huella, si es que existe, me parece prácticamente imperceptible. Es significativo que, en Mouchette, Dios reaparezca abiertamente en el personaje de la madre, a la que veremos en el prólogo, rezando en una iglesia. Pero poco después morirá, y uno se pregunta si no muere también con ella la propia idea de Dios en el cine de Bresson. Es cierto que —en buena parte por ineludibles exigencias del tema— reaparecerá momentáneamente en «Lancelot...», pero la impactante imagen de la cruz desenfocada ante la que reza el extraviado Lancelot y el amargo desenlace del film dejan serias dudas al respecto.
Sea lo que fuere lo que Bresson pensara de «Dios» a partir de Baltasar, el conjunto de su obra me parece un ejemplo de la más depurada espiritualidad, que, como siempre, deberá ser buscada en el estilo más que en ideas y conceptos; espiritualidad sombría, áspera, atormentada incluso; muy distante, por ejemplo, del trascendentalismo dreyeriano en «Ordet». Intuyo que Bresson —a quien la esperanza debía de parecer una virtud sospechosa—, al revés que Dreyer, simpatizaría más con Peter el sastre que con Morten Borgen, y las muertes de Baltasar y Mouchette (¿y de Marie?) se me antojan exactas antítesis de la resurrección de Inger, sin ser por ello menos «espirituales»: dos genios, Bresson y Dreyer, similarmente preocupados por el hecho religioso, cuyas obras podrían iluminarse mutuamente por contraste.