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España España · Barcelona
Voto de Quim Casals:
7
Drama Año 30 de nuestra era. En la provincia romana de Judea, un misterioso carpintero llamado Jesús de Nazareth comienza a anunciar la llegada del "reino de Dios" y se rodea de un grupo de humildes pescadores: los Apóstoles. Durante siglos, el pueblo judío había esperado la llegada del Mesías - personaje providencial que liberaría su sagrada patria e instauraría un nuevo orden basado en la justicia-. Las enseñanzas de Jesús atraen a una gran ... [+]
22 de febrero de 2010
36 de 42 usuarios han encontrado esta crítica útil
Si un aficionado al "gore" gusta de esta película y corre tras la primera Biblia que esté a su alcance, esperando encontrar en letra impresa el baño de sangre que presenció en la pantalla, se llevará una grandísima decepción. En términos cinéfilos, diríase que los Evangelios —y, de manera especial, lo referente a la Pasión—, parecen escritos por Bresson. En efecto, en las cuatro versiones canónicas este episodio apenas ocupa una página, con un estilo austero, casi notarial, en absoluto truculento y sumamente elíptico.

Si sabemos que lo que cuenta Gibson se ajusta verosímilmente a lo que debió sufrir Jesús, es porqué los historiadores nos explican cuán salvajes eran las torturas de los romanos en esa época, y porqué los médicos forenses nos explican qué supone una crucifixión. No obstante, si uno desconoce estos datos, de la sola lectura de los Evangelios no los podría inferir. Ello nos revela dos cosas: primero, que en la mentalidad de aquellos autores, eso que hoy consideramos atroz formaba entonces parte de la "normalidad" de las costumbres de la época. Y, segundo, la ausencia de cualquier tono apologético acerca de la sangre derramada, el martirio y el padecimiento físico conlleva también un motivo de reflexión desde un punto de vista teológico.

Porqué el dolor que no es físico sí se cita explícitamente en los Evangelios. La profunda tristeza de Jesús, por ejemplo, al verse abandonado por sus amigos en el Huerto de los Olivos, o la soledad existencial en los últimos momentos ("¿Padre, por qué me has abandonado?"). Gibson no parece conceder el mismo grado de importancia a esta clase de sufrimiento (algo a lo que Bergman sí atendió en un parlamento del organista en "Los comulgantes"). Por otra parte, no son pocos los teólogos (la mayoría, fuera de la línea oficialista) que en este punto han advertido sobre la distinción entre lo esencial (el sacrificio de la propia vida) y lo coyuntural (la forma concreta de ser ejecutado). Porqué, si Jesús hubiese tenido, pongamos por caso, la muerte "rápida" y "aséptica" de una inyección letal, ¿acaso su gesto tendría menos "mérito"? Y, en ese caso, ¿habría jeringas sobre los altares y se santiguarían los creyentes con "el signo de la jeringa"? La ironía puede parecer irreverente, pero subyace en ella una importante cuestión de fondo: ¿Qué debiera ocupar la centralidad del discurso cristiano, recordar aquello que Jesús hizo y dijo a los hombres, o recordar aquello que los hombres hicieron a Jesús?

A los cristianos para quienes Jesús es, ante todo, aquel que sufrió "la tortura más grande jamás contada", la película de Gibson —que bien podría titularse así— les parecerá ejemplar. Por su parte, aquellos que ven en Jesús al portador de un mensaje tan subversivo, entonces y ahora, como "amaos los unos a los otros", están en su derecho de argüir que en este film hay mucha carne, pero escasez de espíritu.
Quim Casals
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