Entendida por todos como testamento cinematográfico, al menos a nivel interpretativo, “Mula” es la crónica de un hombre que, en el ocaso de su vida, busca la redención mediante su propio sacrificio. Personalmente, siempre me pareció ejemplar la forma que tuvo Clint Eastwood de despedirse en “Gran Torino”, por lo que este epílogo se me antoja innecesario. Aún así, “Mula” ofrece suficientes virtudes para recomendar su visionado. Por encima de todo, la constatación de que el de San Francisco sigue conservando intacto su carisma, lo que permite hacer atractivo un relato que interpretado por otro actor hubiera resultado demasiado plano. No hay que obviar, en este sentido, que el guión es poco arriesgado, muy previsible y los personajes secundarios son meras caricaturas (malotes y tías buenas, no hay mucha cosa más). No obstante, como digo, Eastwood se las ingenia para que la historia avance sin perder interés, con ese clasicismo marca de la casa, sabiendo aprovechar como nadie un personaje que le viene como anillo al dedo.

Desconozco si la historia de Earl Stone guarda paralelismos con la propia del actor y director, pero no es difícil interpretar que en esas reflexiones sobre el equilibrio entre trabajo y familia haya un poco de los dos. La humanidad que desprende y el cariño con el que es dibujado, denotan que al director de “Sin perdón” el personaje no le es del todo ajeno. Evidentemente, “Mula” no figurará entre las mejores películas del Eastwood director, pero mantendrá para siempre el honor (ojo, si el tiempo no dice lo contrario) de ofrecer la última interpretación de uno de los más grandes.

Lo mejor: la dignidad que Eastwood aporta a su personaje.

Lo peor: la sensación de que se le podía haber sacado mucho más jugo a la historia.