Siempre he valorado las películas según el guión. Es una costumbre que intento dejar, pero me resulta difícil. No soy de esos que salen del cine y empiezan a admirar la gran fotografía que demuestra la película que se acaba de ver. Si una película me aburre o su argumento simplemente no es mi estilo, el resto del trabajo que la rodea (dirección, fotografía, montaje, banda sonora, sonido…) sale perjudicado.

Siempre creí que el guión debía ser el alma de una película, lo principal. Incluso en el surrealismo más absoluto o la improvisación total se distingue una idea o una historia que el autor del film quiere transmitir. El cine son palabras contadas con imágenes, pero al fin y al cabo siguen siendo palabras, que transmiten o no según la afinidad que sienta el receptor con la historia.

Por eso esta película me ha sorprendido. Porque la historia no me ha gustado lo más mínimo. Nada en absoluto. Me ha parecido bastante artificiosa, incluso ñoña en algunos aspectos. Pero hay algo más, algo detrás de la película que no suelen tener otras, dirigidas por personas ya cansadas, a las que su oficio les ha empezado a resultar tedioso y monótono. Hay emoción, ganas al contar la historia. Se nota que Stephen Chbosky quería contar su libro al público utilizando otro formato.

Y no sólo la dirección, sino que las actuaciones no se quedan atrás. Grande Ezra Miller, que ya apuntaba maneras en “We need to talk about Kevin”. También hay que reconocer la labor de Logan Lerman, que consigue transmitir durante toda la cinta esa sensación de que hay algo oculto bajo el interior del personaje.

En resumen, se trata de una buena película que te atrapa por la forma más que por el fondo.