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Polonia Polonia · Suena Wagner y tengo ganas de invadir
Voto de Normelvis Bates:
8
Drama En el verano de 1935, en la frontera entre China y Mongolia, dominada por señores feudales y bandidos, los miembros de una aislada misión americana se encuentran desamparados tras la invasión del país por parte de Tunga Khan. En respuesta a la urgente petición de un médico por parte de la misión, es enviada la doctora Cartwright, una persona de ideas modernas. (FILMAFFINITY)
31 de agosto de 2013
15 de 19 usuarios han encontrado esta crítica útil
John Ford tenía muchas caras, pero a pesar de ello –o quizá por ello-, decidió enseñar siempre la misma: la del iletrado artesano de westerns, cuya única ambición consistía en recibir un cheque a cambio de un trabajo bien hecho y que rugía ante la mera sugerencia de las supuestas aspiraciones artísticas o poéticas de sus películas. En sus últimos años, Ford, ataviado con su parche y su cigarro y parapetado detrás de su sordera, convirtió cualquier entrevista en el escenario ideal para el que siempre había sido su deporte preferido: el de hacer y decir exactamente lo contrario de lo que se suponía que tendría que haber dicho y hecho. Empeñado como estaba en proteger las contradicciones que eran la esencia misma de su carácter y de su modo de hacer cine, Ford acabó convirtiéndose en el principal responsable de la distorsión y simplificación tanto de su imagen pública como del sentido final de sus películas.

No es extraño, por ello, que sean precisamente los ilusos y papanatas que han procurado reducir a Ford a la categoría de caricatura a la cual pueden cargar el muerto de sus propios prejuicios aquellos que se muestran sorprendidos o agradecidos porque –dicen- Ford, en “Siete mujeres”, no parece Ford. Una película que transcurre tras una empalizada en una frontera amenazada por bárbaros, en el último lugar de la tierra. En la que suena “Shall we gather at the river”. En la que se censuran con fiereza la hipocresía, el puritanismo o el ciego apego a un código de conducta tan recto en apariencia como esencialmente inhumano. En la que un héroe que transgrede las normas establecidas acaba mostrando la insensatez y la ficticia armonía del orden vigente en una comunidad cerrada. En la que un sacrificio callado y altruista es a la vez condenación y salvación. En la que una de los protagonistas dice haberse pasado toda la vida en busca de algo que nunca ha podido encontrar.

Quienes son incapaces de ver en a Ford en “Siete mujeres” son, en el fondo, víctimas de la más sostenida y elaborada fabulación fordiana, la que le quiere maniatado a una corneta de la caballería, machista, racista, tradicionalista, sensiblero y simplón. Sólo los habituados a identificar a Ford con el puñado de facilones estereotipos que él mismo contribuyó a cimentar pueden sorprenderse porque, en su despedida, Ford dirigiera una película cuyo elenco está casi exclusivamente compuesto por mujeres y en la que los hombres son reducidos a la condición de bestias cobardes y entregadas a la satisfacción de sus más bajos apetitos. O porque en ella se examinen con crudeza los rincones más oscuros y falsarios de la fe religiosa. O porque uno de sus protagonistas, Woody Strode, un negro con sangre india, se convirtiera por aquellos años en uno de los mejores amigos de Ford y fuera uno de los pocos elegidos que pudieron despedirse de él, del racista, misógino y reaccionario Ford, en el lecho de muerte del mejor director de todos los tiempos, tal día como hoy, hace ya cuarenta años.
Normelvis Bates
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