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Polonia Polonia · Suena Wagner y tengo ganas de invadir
Voto de Normelvis Bates:
9
Drama En 1941, Barton Fink viaja a Hollywood para escribir un guión sobre el luchador Wallace Berry. Una vez instalado en el Hotel Earle, el guionista sufre un agudo bloqueo mental. Su vecino de habitación, un jovial vendedor de seguros, trata de ayudarlo, pero una serie de circunstancias adversas hacen que se sienta cada vez más incapaz de afrontar su trabajo. (FILMAFFINITY)
20 de enero de 2013
63 de 72 usuarios han encontrado esta crítica útil
Cuando Barton Fink salió una noche de entre bastidores, después de un desasosegante estreno, se encontró en el escenario, enfundado en un esmoquin y convertido en un monstruoso autor de éxito. “Pero, ¿qué me ha sucedido?”, pensó. No era ningún sueño. “¡El autor, el autor!”, había gritado extasiado el público, que ahora, a sus pies, también en esmoquin y traje de noche, pataleaba y aplaudía, rendido a su condición de nueva y poderosa voz del teatro americano.

Barton, sin embargo, era un artista insobornable, inmune a los halagos y consagrado en cuerpo y alma al arte. Escribir para el pueblo, ésa era su misión. El éxito no se lo otorgarían los elogios de ningún pedante y anticuado criticuelo; el éxito había que buscarlo en el latido unánime del hombre de la calle. Con esa única idea en mente aceptó el sacrificio de escribir un guión en Hollywood y se instaló entre las cuatro paredes de una habitación en el hotel Earle de Los Angeles.

Presidiendo la habitación, no lejos de la mesa sobre la cual había dejado su máquina de escribir Underwood, colgaba una hermosa y sugerente imagen, en la cual una joven en bañador, sentada en la playa de espaldas al espectador, observaba fijamente el horizonte, usando su mano derecha a modo de visera.

A través de paredes y techos, desde detrás de puertas cerradas, Barton podía escuchar al hombre del pueblo. Le oía llorar y gemir, suspirar, vomitar y gritar. Cuando abría la puerta, sin embargo, y hablaba con él, dejaba de escucharlo por completo. Por alguna extraña razón, Barton Fink, en presencia del hombre corriente, no hacía sino hablar y hablar de las inquietudes y problemas de su interlocutor, y sus oídos, entonces, sólo eran capaces de escuchar su propia voz. El hombre del pueblo era, para Barton, un sonido ahogado por las cuatro paredes de su cuarto. En una de sus paredes, la chica, sentada de espaldas a él, seguía buscando algo en el horizonte.

En busca de la inspiración, Barton, entre sus cuatro paredes, se sentaba ante su Underwood, atrapado en un callejón entre los gritos de los vendedores de pescado y la imponente silueta de un luchador en mallas. Su habitación era su reino, y nadie, ni siquiera las musas, podía entrar en él. Barton, perdida toda esperanza de ser la voz de la calle, se encontraba al borde de la rendición.

Por suerte, ahí estaba el hombre corriente para arrancar a las musas de donde estaban y cruzar con ellas la puerta de Fink. Los dedos de Barton volaron como llamas sobre las teclas. La voz del hombre del pueblo le llegaba alta y clara por encima del fuego. Un mosquito muerto yacía sobre las sábanas sangrientas. Rotas las puertas y hundidos los techos, Barton Fink dejó, al fin, de ser un turista con una máquina de escribir. Aquel sería su infierno. Allí viviría desde entonces.

De la imagen de la pared emergió un ruido sordo. Era el mar. Barton se acercó a la pared y sintió el calor del sol, la arena ardiente bajo sus pies. Se sentó en la playa. La chica se dio la vuelta.

Sí, era ella.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Normelvis Bates
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