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Polonia Polonia · Suena Wagner y tengo ganas de invadir
Voto de Normelvis Bates:
9
Drama Una madre posesiva, Hannah Jessop (Henrietta Crosman), alista a su hijo Jim (Norman Foster) en el ejército para combatir en la Primera Guerra Mundial para evitar que se case con su novia, Mary Saunders (Marian Nixon), sin saber que ésta espera un hijo de Jim. (FILMAFFINITY)
31 de agosto de 2013
24 de 27 usuarios han encontrado esta crítica útil
John Ford no inventó el cine, pero, de un modo u otro, se acabó apropiando de él. Al fin y al cabo, si se vuelve atrás la mirada, se hace difícil poner en duda que haya existido, en toda su historia, una figura cuya sombra se extienda de un modo tan perdurable, influyente y poderoso como la de Ford. No, tal vez no inventó el cine, pero John Ford fue, sucesivamente, pionero, innovador y dueño absoluto de los resortes secretos de un arte que jamás habría sido el mismo sin él. “Prácticamente cualquier cosa que cualquiera de nosotros haya hecho”, decía Sidney Lumet en 1973, “puedes encontrarla en una película de John Ford”.

Cuando se habla de Ford y se citan sus obras maestras, parece existir, no obstante, la tácita convicción de que no fue hasta “La diligencia” cuando ofreció la auténtica dimensión de su talento. Como todos los tópicos, esta creencia tiene algo de verdad, pero es esencialmente errónea, ya que obvia el hecho de que en 1939 Ford llevaba un cuarto de siglo en el mundo del cine, donde había desempeñado las más diversas tareas, al servicio de su hermano Francis –el primer Ford famoso como director de cine- o de Griffith -a cuyas órdenes se enfundó una capucha del Ku-Klux-Klan en “El nacimiento de una nación”-, antes de dirigir sus propias películas, con apenas veintidós años.

“Peregrinos”, rodada seis años antes de pisar por primera vez Monument Valley y de dignificar un género relegado hasta entonces a la condición de pasto de ganado, es, tal vez, la mejor película de Ford anterior a “La diligencia”, y, en no pocos aspectos, resiste perfectamente la comparación con muchas de sus obras mayores de décadas posteriores. Pese a la evidente superioridad técnica de sus trabajos más famosos y del hecho de que estos se desarrollen en sus marcos físicos más reconocibles, es aquí, en “Peregrinos”, donde cristalizan por primera vez, de modo diáfano, algunas de las recurrencias temáticas y estilísticas inconfundibles del universo fordiano.

No hacen falta sino unos pocos minutos para comprobar que Ford, en 1933, ya era Ford; los suficientes para que su innato sentido de la composición y el encuadre, su pasmoso dominio de la iluminación o su agudo escrutinio de la naturaleza humana dejen más claro que rótulo alguno quién firma la película. Si en algo es rica “Peregrinos”, sin embargo, es en eso que se llamó “gracia fordiana”, esas breves, sutiles y aparentemente involuntarias rúbricas en forma de gestos o miradas de las que Ford se servía para narrar sin malgastar una sola palabra, sugiriendo (que no subrayando) las líneas no escritas del guión. Una mano enguantada recogiendo un ramo de flores a través de una ventanilla de tren. Una trinchera aplastada bajo un silencioso torrente de barro. Un cubo de agua bajo una tormenta. La reunión de los pedazos rotos de una fotografía.

Sí, así –y no más tarde- nació el hombre al que los navajos llamaron Natani Nez, que no en vano significa El Guerrero Alto. Pero eso ocurrió después, y es otra historia.
Normelvis Bates
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