Esto solo lo podría haber parido una persona que ama el arte. Una persona que tiene talento y se ha cuestionado su irracionalidad. Corriendo el riesgo y pagando el precio, eso sí, de encontrar su origen.

Cortés inunda una mansión de ausencias. Ausencia de luz, ausencia de condescendencia, ausencia de tiempo y ausencia de cualquier formalismo. Y este director, que es mucho de sumergir a sus personajes -billetes, arena-, sumerge a cinco adolescentes ingobernables en esta atmósfera. Es una película difícil -o muy fácil- de explicar que se necesita absorber con la piel, entender con el pulso y razonar mediante la respiración y los músculos. Es una experiencia física en la que conviene llevar algún tipo de electrolito porque uno acaba contraído y deshidratado.

Los que admiramos y seguimos a Rodrigo Cortés en sus aventuras extra-cinematográficas sabíamos que a pesar de la sinopsis, no iba a ser una película de casas encantadas, de concatenaciones de sustos o un survival adolescente. Sabíamos que moldearía el artefacto con todas las herramientas de su oficio para colar su mensaje. Sus alegorías. La puerta prohibida que evita que se mezclen los mundos. El sacrificio en carne humana del arte. La obsesión calcinada de un esteta. La película habla sobre el precio que paga un artista por su talento gratuito. Seamos conscientes de los sacrificios que hacen los creadores admirando y valorando sus obras.

Personalmente, al igual que algún personaje de la peli, pagaría cualquier precio por tener unos segundos la mirada sobre las cosas que tiene Rodrigo Cortés.