Así es la historia de Miguel, de Coco, nuestra propia historia, nuestros propios recuerdos. Así consigue Pixar unificar en una cinta de animación los recuerdos, el entretenimiento, la música, el colorido y la muerte. Sí, la muerte como un canto al no olvido, como la celebración del recuerdo, como la tradición más optimista de cara a los que ya no están. La historia de la familia Rivera, una familia de tradición zapatera y música, se enarbola en ese Día de Muertos tan mexicano y ahora tan universal. Coco es otro eslabón en esa cadena familiar, como lo es la abuela, o lo es el propio Miguel, o la misma guitarra que es emblema y santo y seña en un panteón que, años después, esconde aún algún que otro secreto.

El primer tramo de la película se me presentó como algo ya visto, y hasta cuestioné la alta nota que tiene esta historia. Los dos tercios restantes son un puñetazo directo al estómago, una inmersión en la familia propia. Y es ahí precisamente donde creo que tiene más mérito esta obra: en hacer al espectador partícipe de algo que, en principio, le es ajeno. El final desborda optimismo a la vez que conmueve y remueve hasta la última fibra del interior de cada uno, con una apoteósis final que actúa como súmmum del recuerdo, como un homenaje a la memoria y, ¿por qué no?, a la vejez; y de paso, un homenaje a ese nexo común que, en este caso, es la música.

Y es que Pixar lo ha vuelto a conseguir. Recomendable por lo infantil y adulta que es al mismo tiempo. Imprescindible por todo lo demás.