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España España · Madrid
Voto de Charles:
8
Aventuras Danny Dravot y Peachy Carnehan, dos aventureros que viajan a la India en 1880, sobreviven gracias al contrabando de armas y otras mercancías. Un día, deciden hacer fortuna en el legendario reino de Kafiristán. Después de un durísimo viaje a través del Himalaya, alcanzan su meta justo a tiempo para hacer uso de su experiencia en el combate y salvar a un pueblo de sus asaltantes. Está inspirada en un relato de Kipling. (FILMAFFINITY)
14 de diciembre de 2018
2 de 2 usuarios han encontrado esta crítica útil
Esta no era una historia de épicas hazañas.
Al menos, eso no es lo que pretende el vagabundo harapiento que llega al estudio del escritor Rudyard Kipling, pidiendo por caridad algo de beber, porque no hay momento en que disfrace los hechos por lo que nunca fueron.
Pero el pasado inevitablemente se antoja dorado, cuando se compara con un austero presente.

‘El Hombre que Pudo Reinar’ quizá no sucedió.
Puede que la increíble travesía de Daniel Dravot y Peachy Carnehan hasta encontrar un reino en el Kafiristán fuera otra de sus bromas privadas, dicha con tal convicción que se convirtió en verdad. Kipling no puede asegurarlo, aunque es la única parte de su historia que presenció.
No importa en realidad, porque mientras dura la narración del vagabundo viajamos lejos, a territorios inexplorados y gentes imposibles, evocando una idea del mundo como maravilla inagotable que creíamos haber perdido. Una que a Kipling le decían viejos colonizadores ingleses que ya no existía, cansados como están de haberlo visto todo, haberlo conquistado todo. Una solo reservada a los valientes que no cuentan el límite del mapa.

Las vivencias de Peachy y Daniel no se concentran en las aldeas o asentamientos a los que llegan, sino en las rutas donde andan incansablemente, con su amistad como única fuerza motora, persiguiendo un sueño lejano. A veces está cerca, otras más lejos, pero algún día ambos saben que llegará.
Incluso por evitar la inútil codicia decadente de su mal amado Imperio Británico, disponen un contrato por el cual se abstienen de juergas y diversiones, hasta que uno de los dos no sea coronado rey de alguna de esas gentes sin mácula civilizada que se encuentran. Que sí, uno podría pensar que ese es el objetivo final, pero casi me creo más que el verdadero tesoro sea lo bien que se lo pasan recorriendo el continente, bailando al amanecer del desierto y escapando de asaltantes violentos.
Tan complementaria es su carisma, tan pura su amistad, que hasta el mismo paisaje se pliega a su paso: un momento que podría ser de gélida desesperación tiene el carácter de una buena charla ante el fuego, y por increíble que parezca la naturaleza tiembla al oír la risotada de dos hombres sin nada que perder.
Es su mutua confianza lo que ha desbloqueado el camino, y te lo crees porque estos amigos, te lo han contado, pueden con todo.

Esa “prueba” abstracta de su vínculo, por así llamarla, da paso a su codiciado reino, donde por fin encuentran un territorio arrasado por enfrentamientos brutales, del que pueden sacar partido prestando sus servicios al rey Ootah: se ironiza así sobre toda una tradición británica de llegar y apoyar al mejor postor, solo para construir identidad nacional sobre las cenizas.
Pero Daniel y Peachy no buscan eso, sino el impulso salvaje de una buena batalla, llenarse la mirada de paisaje sin almas a la vista, o la belleza nativa de una muchacha que podría reescribir la Venus de Milo… no tienen intención de dominar, sino de reencontrar una sensación ideal sobre la que otros como Kipling solo pueden fantasear (y escribirán después).
Por eso se hace doblemente chocante que, en un fortuito viraje de los acontecimientos, Daniel sea reconocido como el descendiente directo de aquel Alejandro Magno que una vez les gobernó, y tras un estupor inicial él mismo afirme que sí, es hijo de aquel conquistador, pues ha conservado a través de las eras su ansia por explorar las maravillas del bello mundo. Peachy entonces sonríe con preocupación en la mirada, tal vez dándose cuenta de lo poco que valen los contratos de los hombres cuando la adoración en ojos de muchos ya confiere el poder de un dios.

La odisea de Daniel y Peachy, a su manera, cierra las tapas de una época.
Un tiempo majestuoso en el que al borde de la muerte se encontraba aquello que daba sentido a la vida, aún quedaba incertidumbre en el horizonte y cada piedra sin remover llenaba de una paz difícil de explicar, la cual se remontaba a una nostalgia milenaria.
En un panorama cansado y desencantado, acomodado en sus arrugas, ambos aventureros nunca soltaron la cola del burro por mucho que cegara la nieve, nunca se echaron atrás por mucha espada a la vista, nunca perdieron a su lado el hombro del compañero. Actos humildes, impulsivos, que mirados desde una lucidez momentánea (dionisíaca) parecen una gran narrativa hablando directamente a esa parte dormida de nosotros, que aún gusta de creerse elegida para algo más que lo terrenal.

Por eso se han contado estas historias, por eso se siguen contando.
Mirando atrás, Peachy y Daniel realmente fueron reyes. Aunque es un conocimiento que solo llega al haberse terminado.
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama. Ver todo
Charles
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