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Voto de Charles:
7
7,0
24.236
Drama
Década de 1990. Tonya Harding es una prometedora patinadora sobre hielo estadounidense, una joven de clase obrera, siempre bajo la sombra de su implacable e insensible madre, pero con un talento innato capaz de hacer un triple axel en competición. En 1994, su principal rival para los Juegos Olímpicos de Invierno es su compatriota Nancy Kerrigan, a la que, poco antes de los Juegos, un matón a sueldo la golpea la rodilla con una barra de ... [+]
4 de enero de 2018
5 de 7 usuarios han encontrado esta crítica útil
Suele ser habitual narrar una biografía con testimonios directos a cámara para favorecer la empatía. Yo soy yo y mis circunstancias, y cómo si estuviéramos tomándonos un café te las cuento.
El problema con Tonya Harding y sus allegados es que... son una panda de importantes hijos de puta.
El mundo entero les colgó ese sambenito, esta película se vende con la promesa de verles en su elemento, y ellos mismos se encargan de no dar lugar a dudas cada vez que se expresan o rememoran lo que les llevó a donde están.
Así las cosas, sólo queda despejar el "por qué", la razón por la que les estamos viendo y nos hemos sentado a escucharles.
'Yo, Tonya' podría haber dicho "por mi infancia difícil", "por no tener un puto duro", "porque me cansé de ser el mierdero saco de hostias de los jueces de patinaje"... pero elige decir "¿por qué no?".
Nadie le iba a dar la oportunidad a Tonya, su propia profesora la rechazó cuando acababa de salir del útero como quien dice, su propia madre la pegaba cuando no ganaba y todas sus compañeras la miraban con odio a cualquier podio que se subiera.
Pero ella eligió seguir adelante, porque se le daba bien, y punto.
No por esas mierdas habituales de "tenía un sueño..." o "sentí que me llamaba", sino porque podía, y porque le dejaban, o más bien, la empujaban.
Y entonces asoma el vértice más interesante de lo que podría haber sido una biografía más rutinaria: Tonya asoció que las hostias de su madre y novio eran muestras de amor.
A cámara directa, rompiendo la cuarta pared, aprovechando la oportunidad que les brinda esta película, estos hijos de puta nos cuentan que la violencia siempre estaba justificada, porque de otra manera las cosas no habrían funcionado como deberían.
(Ojo, sin recrearse en ello ni señalar culpables o causas, que habría sido lo fácil)
Tonya se acostumbró a recibir toñas (y perdón por el chiste fácil), asoció la sangre al entrenamiento y los golpes al ensayo, y eso siempre la hizo mejor, nunca la inmovilizó, porque era lo que había mamado desde que era niña.
Lloró cuando se fue su padre, no cuando competía con la brutal determinación de quien se sabe merecedora de todos los premios posibles: si la golpeaban en la pista, con notas injustas que sólo punteaban sus cutres vestidos o maneras, ella respondía, dando donde más duele y jodiendo a quien podía.
Era la tormenta perfecta, hasta que de repente... llegó más lejos que nadie.
Las multitudes empezaron a aclamarla.
La cámara congela su imagen de pura felicidad en la que no hay rabia ni ferocidad, como un éxtasis religioso que alcanzó cuando se atrevió a hacer un Triple Axel, sólo porque nadie lo había intentado.
De una intención nacida de la violencia, recibió amor sin límite, uno puro y embriagador, que la convenció... de que hasta el momento nunca la habían amado de verdad.
A partir de entonces, la biografía trata de romper sus diminutos márgenes, relatándonos por boca de estos hijos de puta la triste historia de una chica que probó el amor verdadero por una vez (el del publico que aclama) y nunca dejó de patinar tras su estela.
Porque el caballo que se acostumbra a trotar a palos pasa a caminar cuando se le retiran los golpes: su maldición se acaba con el beso o polvo de amor antes de la medianoche, al constatar que todo va sobre ruedas (o patines) y puede haber final feliz.
Y entonces queda el vacío de saber que necesitaba esa maldición, necesita a un imbécil gritándole desde la grada para no caer aparatosamente en la pista; y esa es una verdad terrible, más jodida que cualquier cosa que haya enfrentado.
No por nada queda el mismo silencio seco, sin distancias irónicas, tras la bronca más agresiva de su madre y la dura respuesta de un juez diciendo que "no eres la imagen que queremos proyectar, cielo": Tonya pasa de valorarse por primera vez, ferozmente como siempre, a darse cuenta de que nadie la quiere así, feliz a su manera, sino mostrando algo que nunca ha sido para ella y con lo que le duele profundamente vivir tras sentirse querida.
Pero vuelve a ello, porque es la única manera de ganar.
Lo único que puede hacer para honrar cada puta hora entrenada, cada puto golpe, cada puta sangre, cada ladrillo de la pirámide con la que intenta sobresalir de la arena general.
Vuelve a entregarse a los golpes, porque eran los que la hicieron flotar en el aire de la pista de hielo.
Y ahí entran Jeff y LaVona, enormes y monstruosos Sebastian Stan y Allison Janney, que permanecen agazapados gran parte del metraje (más o menos, no pueden evitarlo), y al final toman el control, como lo hicieron con la carrera de Tonya: la niña no triunfará si tiene golpes con los que conformarse; no se esforzará si se acostumbra a la intensidad de la patada y los dientes rotos del puñetazo.
El incidente de Nancy Kerrigan entonces tiene la naturaleza de un dibujo animado, porque la vida muchas veces tiene esa cualidad, de que se la lleva al límite de lo serio o desagradable, y todo el mundo sólo puede pensar cómo de gilipollas han sido los responsables.
Ese era el Gran Momento que estábamos esperando: el patoso ataque de cuatro gilipollas que no concebían la pirámide hundiéndose en la arena, y se atrevieron a tomar cartas en el asunto, de la única manera que siempre supieron.
Jeff la amaba, y por eso organizó esa mejor declaración de amor, el mejor golpe que se le ocurrió: hay que apreciar la brillante ironía de que, la primera vez que intenta demostrarle su amor de verdad, sea cuando más profundamente e irrevocablemente la jodió de verdad.
(Sigue en Spoiler, sin revelar nada hasta que lo indique)
El problema con Tonya Harding y sus allegados es que... son una panda de importantes hijos de puta.
El mundo entero les colgó ese sambenito, esta película se vende con la promesa de verles en su elemento, y ellos mismos se encargan de no dar lugar a dudas cada vez que se expresan o rememoran lo que les llevó a donde están.
Así las cosas, sólo queda despejar el "por qué", la razón por la que les estamos viendo y nos hemos sentado a escucharles.
'Yo, Tonya' podría haber dicho "por mi infancia difícil", "por no tener un puto duro", "porque me cansé de ser el mierdero saco de hostias de los jueces de patinaje"... pero elige decir "¿por qué no?".
Nadie le iba a dar la oportunidad a Tonya, su propia profesora la rechazó cuando acababa de salir del útero como quien dice, su propia madre la pegaba cuando no ganaba y todas sus compañeras la miraban con odio a cualquier podio que se subiera.
Pero ella eligió seguir adelante, porque se le daba bien, y punto.
No por esas mierdas habituales de "tenía un sueño..." o "sentí que me llamaba", sino porque podía, y porque le dejaban, o más bien, la empujaban.
Y entonces asoma el vértice más interesante de lo que podría haber sido una biografía más rutinaria: Tonya asoció que las hostias de su madre y novio eran muestras de amor.
A cámara directa, rompiendo la cuarta pared, aprovechando la oportunidad que les brinda esta película, estos hijos de puta nos cuentan que la violencia siempre estaba justificada, porque de otra manera las cosas no habrían funcionado como deberían.
(Ojo, sin recrearse en ello ni señalar culpables o causas, que habría sido lo fácil)
Tonya se acostumbró a recibir toñas (y perdón por el chiste fácil), asoció la sangre al entrenamiento y los golpes al ensayo, y eso siempre la hizo mejor, nunca la inmovilizó, porque era lo que había mamado desde que era niña.
Lloró cuando se fue su padre, no cuando competía con la brutal determinación de quien se sabe merecedora de todos los premios posibles: si la golpeaban en la pista, con notas injustas que sólo punteaban sus cutres vestidos o maneras, ella respondía, dando donde más duele y jodiendo a quien podía.
Era la tormenta perfecta, hasta que de repente... llegó más lejos que nadie.
Las multitudes empezaron a aclamarla.
La cámara congela su imagen de pura felicidad en la que no hay rabia ni ferocidad, como un éxtasis religioso que alcanzó cuando se atrevió a hacer un Triple Axel, sólo porque nadie lo había intentado.
De una intención nacida de la violencia, recibió amor sin límite, uno puro y embriagador, que la convenció... de que hasta el momento nunca la habían amado de verdad.
A partir de entonces, la biografía trata de romper sus diminutos márgenes, relatándonos por boca de estos hijos de puta la triste historia de una chica que probó el amor verdadero por una vez (el del publico que aclama) y nunca dejó de patinar tras su estela.
Porque el caballo que se acostumbra a trotar a palos pasa a caminar cuando se le retiran los golpes: su maldición se acaba con el beso o polvo de amor antes de la medianoche, al constatar que todo va sobre ruedas (o patines) y puede haber final feliz.
Y entonces queda el vacío de saber que necesitaba esa maldición, necesita a un imbécil gritándole desde la grada para no caer aparatosamente en la pista; y esa es una verdad terrible, más jodida que cualquier cosa que haya enfrentado.
No por nada queda el mismo silencio seco, sin distancias irónicas, tras la bronca más agresiva de su madre y la dura respuesta de un juez diciendo que "no eres la imagen que queremos proyectar, cielo": Tonya pasa de valorarse por primera vez, ferozmente como siempre, a darse cuenta de que nadie la quiere así, feliz a su manera, sino mostrando algo que nunca ha sido para ella y con lo que le duele profundamente vivir tras sentirse querida.
Pero vuelve a ello, porque es la única manera de ganar.
Lo único que puede hacer para honrar cada puta hora entrenada, cada puto golpe, cada puta sangre, cada ladrillo de la pirámide con la que intenta sobresalir de la arena general.
Vuelve a entregarse a los golpes, porque eran los que la hicieron flotar en el aire de la pista de hielo.
Y ahí entran Jeff y LaVona, enormes y monstruosos Sebastian Stan y Allison Janney, que permanecen agazapados gran parte del metraje (más o menos, no pueden evitarlo), y al final toman el control, como lo hicieron con la carrera de Tonya: la niña no triunfará si tiene golpes con los que conformarse; no se esforzará si se acostumbra a la intensidad de la patada y los dientes rotos del puñetazo.
El incidente de Nancy Kerrigan entonces tiene la naturaleza de un dibujo animado, porque la vida muchas veces tiene esa cualidad, de que se la lleva al límite de lo serio o desagradable, y todo el mundo sólo puede pensar cómo de gilipollas han sido los responsables.
Ese era el Gran Momento que estábamos esperando: el patoso ataque de cuatro gilipollas que no concebían la pirámide hundiéndose en la arena, y se atrevieron a tomar cartas en el asunto, de la única manera que siempre supieron.
Jeff la amaba, y por eso organizó esa mejor declaración de amor, el mejor golpe que se le ocurrió: hay que apreciar la brillante ironía de que, la primera vez que intenta demostrarle su amor de verdad, sea cuando más profundamente e irrevocablemente la jodió de verdad.
(Sigue en Spoiler, sin revelar nada hasta que lo indique)
SPOILER: El resto de la crítica puede desvelar partes de la trama.
Ver todo
spoiler:
Tonya aguantó todo, hizo de todo por llegar al oro, aceptó todos los golpes que la correspondían, los que no y alguno de más.
Pero la sentencia de que nunca jamás podría tener el amor del público fue el mazazo definitivo que quebró su coraza luchadora: valga el soberbio plano fijo en el que Margot Robbie, fundiéndose con Tonya, se esfuerza hasta el dolor para tapar con maquillaje un rostro carcomido por la decepción y la vergüenza.
El furor de una prensa que acosa violentamente y se va fugazmente (dice Jeff, "como si nunca hubieran existido") deja un veredicto claro: siempre se necesita a alguien a quien amar, y en consecuencia a alguien a quien odiar.
El público navega de una emoción intensa a otra, y por eso siempre se dice, con advertencia, que la primera puede llevar fácilmente a la segunda.
Y, habiendo comprendido esto, Tonya elige abandonar su crecimiento basado en las hostias, llevándose el recuerdo más sencillo que pudieron haberle regalado: disfrutar verdaderamente en la pista, resplandecer con una sonrisa, en vez de llevar cara de perro porque sólo ha conseguido ser segunda, tercera, octava en el torneo.
He aquí el retrato de una mujer que patinó porque podía, y porque la empujaban.
Siento pena al verla recordar lo que quiso, lo que pudo lograr y lo que la atrapaba.
Pero me alegro porque, al final, comprendiera que apreciar donde estás es lo que más importaba.
Aceptó vivir bajo la sombra del odio, sabiendo que alguien tenía que hacerlo.
Pero esa imagen congelada suya, sonriendo, iluminará para siempre el espíritu de luchadora que se construyó a si misma.
Queriéndose por fin, sin tener que ganar medallas de otros para darse permiso.
(Ahora sí, SPOILER SPOILER)
Las peores hostias no son las que suenan, te las puede dar una madre buscando cariño que en realidad ha venido para vender tu mierda a la prensa.
Un momento decisivo, que marca el despertar de Tonya, su rotura definitiva de la persona que era y, sobre todo, la convicción de que nunca más va a tener que flagelarse para que la quieran.
Pero la sentencia de que nunca jamás podría tener el amor del público fue el mazazo definitivo que quebró su coraza luchadora: valga el soberbio plano fijo en el que Margot Robbie, fundiéndose con Tonya, se esfuerza hasta el dolor para tapar con maquillaje un rostro carcomido por la decepción y la vergüenza.
El furor de una prensa que acosa violentamente y se va fugazmente (dice Jeff, "como si nunca hubieran existido") deja un veredicto claro: siempre se necesita a alguien a quien amar, y en consecuencia a alguien a quien odiar.
El público navega de una emoción intensa a otra, y por eso siempre se dice, con advertencia, que la primera puede llevar fácilmente a la segunda.
Y, habiendo comprendido esto, Tonya elige abandonar su crecimiento basado en las hostias, llevándose el recuerdo más sencillo que pudieron haberle regalado: disfrutar verdaderamente en la pista, resplandecer con una sonrisa, en vez de llevar cara de perro porque sólo ha conseguido ser segunda, tercera, octava en el torneo.
He aquí el retrato de una mujer que patinó porque podía, y porque la empujaban.
Siento pena al verla recordar lo que quiso, lo que pudo lograr y lo que la atrapaba.
Pero me alegro porque, al final, comprendiera que apreciar donde estás es lo que más importaba.
Aceptó vivir bajo la sombra del odio, sabiendo que alguien tenía que hacerlo.
Pero esa imagen congelada suya, sonriendo, iluminará para siempre el espíritu de luchadora que se construyó a si misma.
Queriéndose por fin, sin tener que ganar medallas de otros para darse permiso.
(Ahora sí, SPOILER SPOILER)
Las peores hostias no son las que suenan, te las puede dar una madre buscando cariño que en realidad ha venido para vender tu mierda a la prensa.
Un momento decisivo, que marca el despertar de Tonya, su rotura definitiva de la persona que era y, sobre todo, la convicción de que nunca más va a tener que flagelarse para que la quieran.