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España España · santiago de compostela
Voto de berenice:
8
Drama En Viena, en la primavera de 1900, el soldado Franz conoce a Leocadia, una prostituta, pero acaba liándose con una criada, que pronto pasa a manos del señorito Alfred, el cual mantiene también un affaire con Emma, una mujer casada, cuyo millonario marido se entretiene con una modista que está enamorada del poeta Robert, amante de una gran actriz encaprichada con un joven teniente de dragones. (FILMAFFINITY)
10 de septiembre de 2014
6 de 6 usuarios han encontrado esta crítica útil
Arthur Scnitzler reflejó en La Ronda, con esos personajes que se van contagiando la sífilis, una despiadada visión del ser humano, cuya verdadera naturaleza irrefrenable, en especial el deseo sexual, se burla egoístamente de todas las convenciones sociales que elaboramos para disimular, todos, desde los condes hasta las prostitutas de más baja extracción social. El dramaturgo se cebaba sobre todo con la respetabilidad, la honorabilidad y su consecuente natural, la hipocresía. No recuerdo mucho la obra de Schnitzler, pero acabo de revisitar la película de Ophüls, donde la denuncia brutal, sin desaparecer, queda envuelta en una neblina melancólica y ensoñadora, en una sutil ironía y sentido del humor, en una elegancia rancia de muselinas raídas, en el recuerdo nostálgico de un mundo, (el del finisecular Imperio austro-húngaro), desaparecido para siempre: sus convenciones, sus militares, sus palcos, (aquí no salen, pero están siempre en Ophüls), sus alcobas, sus bailes... sus refinadísimas, en fin, fórmulas de encuentro y lugares donde encontrarse. Un conglomerado que forma un universo decimonónico apabullantemente asible, del que Ophüls nos trae su visión más aristocrática, (siempre hay más recreo para su cámara en la aristocracia o en clases altas que en prostitutas y arrabales). Ophüls era aristócrata, frecuentador de salones de puros y bigotes... los artificios que conocían él y Scnitzler para la aproximación sexual, fielmente observados en aquellos universos finiseculares y recreados en la película, hacen que el Pachá de Ibiza sea solo sudor y la sensación de buscada nostalgia quizá se acreciente ante la lascivia tantas veces vulgar y vulgarmente divulgada de épocas más gritonas y actuales. Aquí manda la elegancia, desde el primer momento, en que el asunto de la sífilis se obvia. La elegancia en lo que se ve y en cómo se ve. En esos personajes sumergidos literalmente en el atrezzo, en esos ropajes, reflejados con un mimo y un cuidado que, lejos de ser simplemente decorativos, nos recuerdan su importancia como artificios que delatan clases sociales, nos recuerdan que debajo de ellos somos todos esas bestezuelas sexuales que ponen en marcha la ronda; de ahí que se dedique tanto tiempo a mostrar vestuario, fascinante vestuario decimonónico; y a sugerir que los personajes se desnudan. Scorsese tuvo una intuición parecida en "La edad de la inocencia".

Los distintos episodios, (guiados por unas transiciones de suprema, inigualable elegancia y gran imaginación), son desiguales, como no podía ser menos. Me interesan sobre todo los de clases pudientes. En el episodio de la doncella repetidamente llamada por el deseoso señorito cesa la música, y se confía todo a las aves cuyo canto llega por la ventana en primavera, trasuntos del "nachtigal" ,(o ruiseñor), que desata siempre la pasión en la poesía del área germánica. Ophüls descentraliza las figuras, los encuadres hacen extraños y presentan violentas torsiones... se pide agua porque las gargantas están resecas. Más que para indicar la diferencia de clases, todas estas "violencias" indican el deseo irrefrenable. Pero el clima es de sexualidad gozosa, no brutal. Incluso el maestro de ceremonias, dominante de la ronda durante todo el film, se ve dominado por la misma planificación extraña en el ínterin sexual de este episodio, cuando habla con el profesor de francés.
En "El joven y la mujer casada" se destila una maravillosa ironía que es la única forma de dejar seguir siendo fría, (su estado natural), a Danielle Darrieux en medio de un torrente pasional. Aun pareciéndome magnífica la crítica de Quim Casals, discrepo ligeramente de él en cuanto al carácter exclusivamente arquetípico de cada personaje, porque los retratos psicológicos femeninos de esta película y, sobre todo, el de Darrieux en este episodio, con esos silencios y esas miradas, me parecen más recordables que muchos otros de películas más largas y, a priori, más trabajados.
En fin, no puedo olvidar que en medio de la ironía puede aparecer también una indefinible ternura, como en el último episodio del conde y la fulana.
No estará mal para un cinéfilo que sepa apreciar ciertas esencias fílmicas, (como todos los que puntuamos alto), subirse a este carrusel guiados por el impresionante Anton Walbrook y aturdirnos con su sempiterno vals de perfiles rebuscadamente imperiales, (Viena y el vals, ¿de qué otra manera podía ser...?, el eterno retorno del tres por cuatro, como en la misma ronda de la película). Gozaremos de una manera de hacer cine que ya no puede verse, gozaremos de una mentalidad que ya no existe, y de mundos desaparecidos para siempre que el gran artífice de la película conoció. Sufriremos acaso, unos más ligeramente que otros, el tributo que el aburrimiento o la prisa pueden pagar a una estructura narrativa que no avanza linealmente y tal vez lancemos algún que otro bostezo a tanta deliciosa polilla oculta en viejos arcones. Pero, para las generaciones educadas en los efectos digitales, y para los que se han reído con los apellidos vascos, creo sinceramente que será imposible aprehender las esencias de un cine que se les escapará a borbotones por los cuatro costados.
berenice
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