Fellini tiene suerte de oir voces. No todo el mundo es capaz de escapar al campo en medio de la noche para atender los murmullos que surgen de los pozos, como no todo el mundo es capaz de mirar a la Luna y sentir cómo se eriza la piel bajo la ropa. Fellini, sí. Esa es su inspiración surreal; y su talento, capaz de hacerle plasmar en una película las quimeras del hombre como quien sueña despierto, es lo que le convierte en un genio.
Una muestra más de esa genialidad que vemos a lo largo de una larga e inigualable carrera artística es "La voce della Luna", una película fechada en 1990 a la que se ha otorgado categoría de testamento. No ha sido en vano, pues el cineasta deja en ella un legado bellísimo y de incalculable valor. Sin el, "La Dolce Vita", "Satyricon", "Amarcord" no hubieran bastado para satisfacer a sus admiradores.
"La voce della Luna", como ninguna de las Fellini, no es una película convencional: ni siquiera se trata de una película propiamente dicha, sino, más bien, de una serie de poemas cinematográficos hilvanados, en la que el artista trata de enlazar una visión de la Italia de final de siglo XX con los inagotables suspiros de su fantasía creadora.
En esta ocasión, la imaginación de Fellini mana también por la fuente lírica de Ermanno Cavazzoni, de quien adapta libremente la obra "Poemas de un lunático". Entre lo más elemental -el hombre en fusión con la naturaleza- y lo más sofisticado -el ser humano cuestionando el sentido de la vida-, Fellini nos deja un mensaje de advertencia sobre la amenaza pegajosa y zumbona de la rutina y la trivialidad.
El tiene suerte de oír voces.